La caída (7 page)

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Authors: Albert Camus

Tags: #Relato

BOOK: La caída
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Mientras estamos en la vida, nuestro caso es dudoso. Sólo tenemos derecho al escepticismo de los hombres. Por eso, si tuviéramos alguna certeza de que podemos gozar del espectáculo, valdría la pena probarles lo que ellos no quieren creer, valdría la pena asombrarlos. Pero usted se mata y, ¿qué importancia tiene entonces el que ellos le crean o no? Usted no está presente para recoger su asombro y su contrición, por lo demás fugaces. Usted no está allí para asistir, por fin, de acuerdo con el sueño de cada hombre, a sus propios funerales. Para dejar de ser dudoso, hay que dejar de ser, lisa y llanamente.

Por lo demás, ¿no es mejor así? Sufriríamos demasiado por la indiferencia de ellos. "¡Me lo pagarás!", decía una muchacha a su padre, porque él le había impedido casarse con un adorador demasiado bien peinado. Y ella se mató. Pero el padre no pagó absolutamente nada. Le gustaba enormemente ir a pescar. Tres domingos después del suicidio, volvía al río para olvidar, según él decía. Y había calculado bien, porque olvidó. A decir verdad, lo contrario es lo que habría sorprendido. Cree uno morir para castigar a su mujer, cuando en realidad lo que hace es devolverle la libertad. Es mejor no ver esas cosas. Sin contar con que correrá uno el riesgo de oír las razones que ellos dan de nuestra acción. En lo que me concierne, ya los oigo decir: "Se mató porque no pudo soportar…" ¡Ah, querido amigo, qué pobres son los hombres en su inventiva!

Siempre creen que uno se suicida por una razón; pero muy bien puede uno suicidarse por dos razones. No, eso no les entra en la cabeza. Entonces, ¿para qué morir voluntariamente? ¿Para qué sacrificarse a la idea que uno quiere dar de sí mismo? Una vez que usted está muerto, ellos se aprovecharán para atribuir a su acto motivos idiotas o vulgares. Los mártires, querido amigo, tienen que elegir entre ser olvidados, ser ridiculizados, o bien utilizados. En cuanto a que se los comprenda, eso nunca.

Y además, vayamos derecho al grano, amo la vida. Ésta es mi verdadera debilidad. La amo tanto que no tengo ninguna imaginación para lo que no sea ella. Semejante avidez tiene algo de plebeyo, ¿no le parece? No podemos imaginar la aristocracia sin un poco de distancia respecto de sí mismo y de la propia vida. Si es preciso, se muere. Más bien se rompe uno que se dobla. Pero yo, yo me doblo, porque continúo amándome. Vaya, después de todo lo que le he contado, ¿qué cree usted que me sobrevino? ¿La repugnancia por mí mismo? Vamos, vamos pues, lo que me repugnaba era sobre todo lo demás. Claro está que yo conocía mis desfallecimientos y los lamentaba. Con todo, seguía olvidándolos con una obstinación bastante meritoria. En cambio, el proceso de los otros era cosa que se realizaba sin tregua en mi corazón. Por cierto. ¿Y eso le choca? Tal vez piensa usted que no es lógico, ¿no? Pero la cuestión no está en deslizarse de través y sobre todo, ¡oh, sí!, sobre todo la cuestión está en evitar el juicio. No digo evitar el castigo, pues el castigo sin juicio es soportable. Por lo demás, existe una palabra que garantiza nuestra inocencia: la desdicha. No. Aquí se trata, por el contrario, de cortar el juicio, de evitar siempre que a uno lo juzguen, de hacer que la sentencia nunca sea pronunciada.

Pero no se elimina tan fácilmente el juicio. Hoy día estamos siempre prontos a juzgar, así como a fornicar. Con esta diferencia: que no hay que temer desfallecimientos. Si abriga usted duda, escuche las conversaciones de las mesas durante el mes de agosto, en esos hoteles de verano a que acuden nuestros caritativos compatriotas para hacer su cura de tedio. Si vacila uno en sacar la conclusión que le digo, lea entonces lo que escriben nuestros grandes hombres del momento, o bien observe a su propia familia. Quedará usted edificado. . ¡Querido amigo, no les demos pretextos para que nos juzguen, por pocos que ellos sean! De otra manera quedaremos reducidos a piezas. Nos vemos obligados a ser tan prudentes como el domador. Si antes de entrar en la jaula éste tiene la desgracia de cortarse con la navaja, ¡qué panzada para las fieras! Lo comprendí todo de golpe el día en que me asaltó la sospecha de que tal vez yo no era tan admirable. Desde entonces me he hecho desconfiado. Puesto que sangraba un poco, ellos iban a devorarme.

Las relaciones que mantenía con mis contemporáneos eran las mismas en apariencia. Y, sin embargo, se hacían sutilmente desacordadas. Mis amigos no habían cambiado. Cuando se presentaba la ocasión continuaban alabando la armonía y la seguridad que encontraban en mí; pero yo era sensible sólo a las disonancias, al desorden que me llenaba; me sentía vulnerable y entregado a la acusación pública. A mis ojos, mis semejantes dejaban de constituir el auditorio respetuoso al que estaba acostumbrado. El círculo de que yo era centro se quebraba y ellos se colocaban todos en una sola línea como en el tribunal. A partir del momento que tuve conciencia de que en mí había algo que juzgar, comprendí que en ellos había una vocación irresistible de ejercer el juicio. Sí, allí estaban como antes, pero ahora se reían. O mejor dicho; me parecía que al encontrarse conmigo, cada uno de ellos me miraba con una sonrisa solapada. En esa época hasta tuve la impresión de que me hacían zancadillas. Y en efecto, dos o tres veces, tropecé sin razón al entrar en lugares públicos. Y una vez llegué a caerme. El francés cartesiano que yo soy se rehízo rápidamente y atribuyó tales accidentes a la única divinidad razonable, quiero decir, al azar. Así y todo, me quedó la desconfianza.

Una vez despierta mi atención no me fue difícil descubrir que tenía enemigos. Primero en mi trabajo y luego en la vida mundana. A los unos los había servido; a los otros debería haberles sido útil. Todo eso, en definitiva, estaba en el orden de las cosas y vine a descubrirlo sin demasiada pena. En cambio; me fue más difícil y doloroso admitir que tenía enemigos entre gentes a quienes apenas conocía o que en modo alguno conocía. Siempre pensé, con la ingenuidad de que ya le di algunas pruebas, que aquellos que no me conocían no podrían dejar de quererme, si llegaban a frecuentarme. Pues bien, no. Encontré enemistad sobre todo entre aquellos que sólo me conocían de muy lejos y n quienes yo mismo no conocía. Sin duda sospechaban que yo vivía plenamente, en un libre abandonarme a la felicidad; eso no se perdona.

El tener uno el aspecto de éxito cuando se lo exhibe de cierta manera es capaz de hacer rabiar a un asno. Por otra parte, mi vida estaba llena a más no poder y; por falta de tiempo, yo rechazaba muchos ofrecimientos. Por la misma razón olvidaba en seguida que los había rechazado. Sólo que quienes me habían hecho tales ofrecimientos eran gentes cuya vida no estaba llena y que, por la misma razón, recordaban mis desaires.

Y así es como, para tomar sólo un ejemplo, las mujeres, al fin de cuentas, me costaban caro. El tiempo que les dedicaba no podía dedicárselo a los hombres, que no siempre me perdonaban. ¿Cómo arreglárselas? No nos perdonan nuestra felicidad y nuestros éxitos, si no consentimos generosamente en compartirlos. Pero para ser feliz no hay que ocuparse demasiado de los otros. Luego, no hay salida posible. Feliz y juzgado o bien absuelto y miserable. En mi caso la injusticia era mayor: me veía condenado por felicidades pasadas. Había vivido mucho tiempo en la ilusión de un acuerdo general, siendo así que por todas partes los juicios, las flechas y las burlas caían sobre mí, que me hallaba distraído y sonriente. Desde el día en que me mantuve alerta, cobré lucidez, recibí todas las heridas al mismo tiempo y perdí mis fuerzas de golpe.

Entonces el universo entero se puso a reír alrededor de mí.

Y eso es lo que ningún hombre (salvo los que no viven, quiero decir, los sabios) puede soportar. La única posición cómoda es la maldad. La gente se apresura entonces a juzgar para no verse ella misma juzgada. ¿Qué quiere usted? La idea más natural del hombre, la que se le presenta espontánea e ingenuamente como del fondo de su naturaleza, es la idea de su inocencia.

Desde este punto de vista, todos somos como aquel pequeño francés que, en Buchenwald, se obstinaba en que el escribiente, que también era un prisionero y que registraba su llegada al campo, redactara una reclamación. ¿Una reclamación? El escribiente y sus ayudantes se echaron a reír. "Es inútil, viejo. Aquí no se hacen reclamaciones." Es que, mire usted, señor", decía el pequeño francés, "mi caso es excepcional. Soy inocente."

Todos somos casos excepcionales. ¡Todos queremos apelar a algo! Cada cual pretende ser inocente a toda costa, aunque para ello sea menester acusar al género humano y al cielo.

Complacerá usted mediocremente a un hombre si lo felicita por los esfuerzos gracias a los cuales llegó a ser inteligente o generoso. En cambio, se hinchará de satisfacción si admira usted su generosidad natural. Inversamente, si le dice usted a un criminal que su falta no se debe a su naturaleza o a su carácter, sino a circunstancias desgraciadas, le quedará violentamente reconocido. Y durante la defensa, el criminal en cuestión hasta elegirá ese momento para ponerse a llorar. Sin embargo, no hay mérito alguno en ser honrado o inteligente de nacimiento, así como seguramente uno no es tampoco más responsable de ser criminal por naturaleza que criminal por las circunstancias. Pero esos bribones quieren la gracia, es decir, la irresponsabilidad, y entonces alegan, sin vergüenza alguna, justificaciones de la naturaleza o las excusas de las circunstancias, aunque sean, contradictorias. Lo esencial es ser inocente, que sus virtudes, por gracia de nacimiento, no puedan ponerse en tela de juicio, y que sus faltas, nacidas de un mal pasajero, no sean sino transitorias. Ya se lo dije a usted: se trata de sustraerse al juicio. Como es difícil sustraerse a él, y como es cosa delicada hacer admirar y al mismo tiempo excusar su propia naturaleza, todos procuran ser ricos. ¿Por qué? ¿Se lo preguntó usted? Por el poder que la riqueza tiene, desde luego. Pero, sobre todo, porque la riqueza nos sustrae al juicio inmediato, nos separa de las multitudes del subterráneo para meternos en una carrocería niquelada. Nos aísla en vastos parques bien cuidados, en coches dormitorios, en cabinas de lujo. La riqueza, querido amigo, no es todavía el sobreseimiento definitivo, pero sí la concesión de la libertad provisional, que nunca viene mal…

Sobre todo, no crea en sus amigos cuando le pidan que sea sincero con ellos. Únicamente esperan que usted les confirme la buena idea que de sí mismo tienen, al suministrarles usted una certeza suplementaria, que ellos obtienen de su promesa de sinceridad. Pero ¿cómo la sinceridad podría ser una condición de la amistad? El gusto de la verdad a toda costa es una pasión que no respeta nada y a la que nada puede resistir. Es un vicio, a veces una comodidad, o bien una manifestación de egoísmo. De manera que si se encuentra usted en ese caso, no vacile: prometa ser sincero y mienta lo mejor que sepa. Así responderá usted a los deseos profundos de sus amigos y les probará doblemente su afecto.

Es muy cierto aquello de que nos confiamos muy raramente a quienes son mejores que nosotros. Más bien huimos de su sociedad. Lo más frecuente, en cambio, es que nos confesemos a quienes se nos parecen y comparten nuestras debilidades. No deseamos, pues, corregirnos ni mejorarnos: primero tendría que juzgársenos como que estamos en falta. Y lo que deseamos únicamente es que nos compadezcan y que nos animen a seguir nuestro camino. En suma, que al propio tiempo querríamos no ser culpables y no hacer el menor esfuerzo por purificarnos. No tenemos ni suficiente cinismo ni suficiente virtud; no poseemos ni la energía del mal ni la del bien. ¿Conoce usted a Dante? ¿Realmente? ¡Diablos! Entonces sabrá que Dante admite ángeles neutros en la querella entre Dios y Satanás; ángeles que él coloca en el limbo, una especie de vestíbulo de su infierno. Nosotros estamos en el vestíbulo, querido amigo.

¿Dice usted paciencia? Probablemente tenga razón. Deberíamos tener la paciencia de esperar al Juicio Final. Pero el caso es que tenemos prisa. Tanta prisa que me vi obligado a hacerme juez penitente. Sin embargo, primero tuve que asimilar mis descubrimientos y ponerme en regla con la risa de mis contemporáneos. A partir de la noche en que se me llamó, porque en verdad fui llamado, debí responder o, por lo menos, buscar la respuesta. Y no era cosa fácil.

Vagué durante largo tiempo. Primero fue menester que esa risa perpetua y los que se reían me enseñaran a ver con mayor claridad en mí, a descubrir, en fin, que yo no era un ser sencillo. No se sonría. Esta verdad no es tan verdad primera como parece. La gente llama verdades primeras a aquellas que se descubren después de todas las otras; eso es todo.

Lo cierto es que, después de largos estudios hechos sobre mí mismo, vine a descubrir la duplicidad profunda de la criatura humana. Comprendí entonces, a fuerza de hurgar en mi memoria, que la modestia me ayudaba a brillar; la humanidad, a vencer, y la virtud, a oprimir.

Hacía la guerra por medios pacíficos y obtenía, por fin, gracias al desinterés, todo lo que deseaba.

Por ejemplo, nunca me quejaba de que se olvidaran de la fecha de mi cumpleaños: la gente hasta se sorprendía, con un poquillo de admiración, por lo discreto que me mostraba en ese punto.

Pero la razón de mi desinterés era aún más discreta: deseaba que se olvidaran de mí con el objeto de poder lamentarme ante mí mismo. Muchos días antes de la fecha, gloriosa entre todas y que yo conocía muy bien, me mantenía al acecho, prestando atención para que no se me escapara nada que pudiera despertar el recuerdo de aquellos con cuyo olvido contaba yo. (¿Acaso no tuve un día hasta la intención de alterar un almanaque?)

Cuando mi soledad quedaba bien demostrada, podía entonces abandonarme a los encantos de una viril tristeza.

De manera que la cara de todas mis virtudes tenía un reverso menos imponente. Verdad es que, en otro sentido, mis defectos se me volvían ventajas. Por ejemplo, la obligación en que me hallaba de ocultar la parte viciosa de mi vida me daba, por ejemplo, un aspecto frío que la gente confundía con el de la virtud. Mi indiferencia hacía que se me amara: mi egoísmo culminaba en mis generosidades. Y aquí me detengo; demasiada simetría dañaría mi demostración. Pero vaya, me mostraba firme y nunca pude resistir el ofrecimiento de una copa ni de una mujer. Se me tenía por activo, por enérgico, y mi reino era la cama. Gritaba a voz en cuello mi lealtad y no creo que haya dejado de traicionar a uno solo de los seres a quienes amé. Claro está que mis traiciones no excluían mi fidelidad. A fuerza de indolencia, tenía un trabajo considerable; nunca dejé de ayudar a mi prójimo, en virtud del placer que el hacerlo me procuraba. Pero, por más que me repitiera estas evidencias, lo único que obtenía eran consuelos superficiales. Ciertas mañanas, mientras estudiaba mi proceso a fondo, llegaba a la conclusión de que yo sobresalía, ante todo, en el desprecio. Aquellos a quienes más frecuentemente ayudaba eran aquellos a quienes más despreciaba. Cortésmente, con una solidaridad llena de emoción, escupía todos los días a la cara de todos los ciegos.

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