La caja de marfil (13 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La caja de marfil
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Hubo un momento en que llegó a creer que se había portado bien, pero era debido a que no recordaba. Es preciso tener recuerdos para tener culpas, se contó a sí misma luego. Los recuerdos adoptaban la forma de imágenes con sonido. Se veía extendiendo las manos como una ciega y gritando con una voz que no parecía pertenecerle: «¡Por Dios, mírese, su chaqueta está manchada de sangre! ¿Es que no piensa hacer nada?». Y él, un animal terco, dándole la espalda y tambaleándose en la calle solitaria (todo el mundo en la maldita fiesta, sin duda) mientras preguntaba: «¿Usted lo vio caer?». «¡Deje su sombrero en paz!», le rogaba ella. Aquella absurda escena se repetía una y otra vez. De repente él había dicho: «Ah, aquí». Y, al erguirse, parecía haber tomado ese trozo de tarta que hace crecer a Alicia.

Entonces —no supo cómo— surgió una pared. Mejor dicho, cuatro. No recordaba haberse introducido entre ellas por su propio pie. Quizá alguien la había llevado en brazos con la misma facilidad con que su madre la transportaba tiempo atrás atada al pezón. Se hallaba sentada sobre una cornisa blanda cubriéndose el pubis con una mano y sonriendo frente al reloj digital. Completamente desnuda, por otra parte. Todo a su alrededor le avergonzaba: su cuerpo sin ropa, la ropa en el suelo. Por fortuna, ya estaba sobria. Decidió levantarse.

En ese instante me encontré cabeza abajo viéndolo todo al revés, flotando sobre un caldero que tenía forma de luna, y en el que empecé a vaciarme, a derramar saliva, a expulsar ácido, sé contó a sí misma luego. Recordó aquel plato de abadejo que comió con Pablo y que le sentó tan mal. Y eso no fue lo peor: porque su vientre hizo restallar el látigo y ella, un animal domado, apenas llegó a tiempo de posarse en el retrete. Luego tuvo frío, se encogió bajo las sábanas con el sudor rodeándola como una crisálida, se murió.

Oyó unos golpecitos. La luz le quemaba los ojos.

—Soy Quirós —dijo la puerta.

—Tengo que levantarme —murmuró ella.

—Soy Quirós —repitió la puerta. Sí, señor, respondió ella en silencio. Sus ojos estaban abiertos pero sólo distinguía las vetas de madera de la mesilla de noche. Estaba inmersa en aquellas vetas como un comején hambriento—. ¿Oiga?

—Sí, deme... Grande, muy grande, no importa... Intentaré ganar, de verdad. Intentaré ganar.

—¿Se siente bien? —

Un poco mal.

Luego comprendió que aquella declaración no significaba nada y que debía agregar algo si deseaba ser entendida. Miserable, por ejemplo. Ella había presenciado las pruebas de
casting
para el musical de
Los Miserables
. La había llevado Pablo, que tenía que escribir sobre eso. La puerta respiraba.

—Algo me cayó mal ayer, perdone —dijo, comprendiendo que la realidad no era la butaca negra desde la que asistía a aquellas pruebas.

Cerró los ojos y volvió a ver el velo. Pero esta vez ocultaba algo. No bailaba: se retorcía morosamente sobre la tarima de la clase, un espacio estrecho formado por tablas anaranjadas. Entonces el velo descendió revelando el cuerpo de la muchacha, que se encontraba de espaldas y miraba hacia las tablas. O no: estaba escribiendo. Se acercó para ver lo que escribía, pero la muchacha se levantó inesperadamente, bajó de la tarima y huyó. Espera, le dijo.

Corrió por pasillos atestados de gente que también corría. ¡Rápido, rápido! Salió al exterior, era de noche. La muchacha le llevaba mucha ventaja. Iba desnuda, salvo el colgante de estrella. Pero eso no era obsceno, se dijo, porque se trataba de una niña: los pechos eran simples dibujos; el pubis no tenía pelo; el útero era blanco e incapaz de engendrar. Ella corría tras la niña en medio del bosque. Por suerte, el velo la ayudaba a no perderla de vista. En el bosque había sillas, sofás de piel, divanes y camas, todos quietos e invitadores bajo la noche. También cámaras, la actriz era ella. O las dos: la niña, que era hija de un empresario despiadado y se llamaba Alice, y ella, que se llamaba Hiedra. La niña corría para alcanzar una estrella que iba delante. Nunca había tenido relaciones íntimas con aquella niña, lo juraba sobre la Biblia.

El velo y la estrella se apagaron.

Escuchó unas cuantas palabras; vio una mano enorme colocando una bolsa en su cabeza. No: en la mesilla de noche.

—Le he traído esto de la farmacia. No pude venir antes... Tuve que encontrar una de guardia... Hoy domingo...

Otra cosa era el pudor, que nunca enfermaba. Pensó en las zonas de su carne que podían quedar a la vista y procuró taparlas. Estaba hecha una piltrafa, pero seguía siendo una piltrafa moral.

—Beba sólo esto. En la farmacia me han dicho que es lo único... No agua... Y no coma nada.

—Manzanas —murmuró ella—. Arroz.

—Nada. —La voz era inflexible—. Nada durante un día.

Le escocía el... esfínter, así se llamaba. Se puso bocabajo. Descubrió que era una postura muy desagradable. No podía pensar en comida. La simple idea de ensaladilla rusa le repugnaba. ¿Se iba a morir? Tenía la vaga idea de que ciertas intoxicaciones con alimentos eran muy peligrosas. Quiso ir al baño, pero debía esperar a que él se marchara. No, no podía esperar. Abrió los ojos. Estaba sola.

Cuando regresó del baño recordó vagamente que Quirós había muerto.

Durante un rato, ya acostada, se aturdió con esta y otras posibilidades. Por ejemplo, que hubiese sido ella la que había recibido la paliza a través del cuerpo de Quirós. No en lugar de sino a través de, como si Quirós fuese un témpano y la enfriase a ella por simple contacto. O que aquella habitación fuese el purgatorio (ella no se merecía el infierno) y a él lo hubiesen condenado a ayudarla y a ella a soportar sus idas y venidas. O bien que sólo fuera él quien estuviera muerto y la visitara como los sueños a las conciencias culpables.

Atardecía. Sentía calor. El azul del sol entraba por la ventana (porque el sol siempre es azul para los enfermos, se decía). Se destapó. Pero oyó la puerta y volvió a taparse. Quirós entró de perfil, con el sombrero ladeado. De sus inmensas manos colgaban varias bolsas.

—La señora Ripio me ha dejado una copia de la llave... Es para que usted no... Espero que no le importe.

—Al contrario —murmuró ella. Su presencia le daba miedo. ¿Por qué estaba allí? ¿Cuáles eran sus intenciones? Se cubrió la cabeza con la sábana.

—¿Cómo se siente?

—Mejor.

—Encontré una tienda abierta... Le he traído algo de comida, pero para mañana: jamón de York, manzanas, yogures. Le dejaré uno o dos yogures y el resto los guardará la señora Ripio en el frigorífico...

Se asomó tímidamente por el borde de la sábana y vio a Quirós agachado, de espaldas, manipulando algo. Su chaqueta tenía un descosido a la altura del hombro.

—Revistas de cotilleos... No sé si a usted... Bueno, aquí están. Lo de los libros es otro cantar. No hay ni una sola librería en todo el pueblo, y hoy domingo ya comprenderá... La señora Ripio me ha prestado uno. Se titula
El... El abad...


El abad de San Zeno
—leyó ella desde la cama.

—En fin, ahí se lo dejo. Usted es la que entiende.

—Gracias, pero no tendría que haberse molestado... —Estaba fascinada con su enorme espalda. Quirós olía a colonia a granel; ella (y sus sábanas) a sudor.

—No es molestia. Luego vendrá la camarera a ver si necesita algo... Y la señora Ripio le hará mañana una sopa de arroz. Yo volveré al mediodía...

—Espere.

Tenía que preguntarlo, aunque no sabía cómo. Estaba inmersa en una sensación de completa irrealidad, como si participara en unas pruebas para interpretar un papel. El guión la obligaba a hacer una pregunta absurda: ¿Está usted muerto? Pero había cosas que recordaba claramente: los puños hundiéndose en el cuerpo de Quirós, y quizá también las navajas. Es cierto que todo había sucedido muy rápido y ella estaba borracha, pero aun así creía haberlo visto. Y ahora se percataba, además, de otro detalle sospechoso: aquella chaqueta no era la que él llevaba siempre, de color crema, sino una de color azul, más vieja.

—Déjeme verle —exigió.

Él se había puesto de pie. En ese momento giró hacia ella.

—Señora...

—Quítese el sombrero y las gafas.

—No me ha pasado nada...

—Quíteselos, por favor.

Pensó algo extraño: Qué avaro, quiere quedarse para él solo con todo el dolor...

—No me han hecho nada —insistía Quirós. Se quitó las gafas, pero no el sombrero—. Un par de cardenales... Eran casi niños... No llore... ¡No llore, caramba! —Hizo un gesto brusco, se marchó.

Regresó al anochecer. Ella estaba más tranquila. Creía haberse acostumbrado ya a las hebras y costras color lirio que puntuaban el rostro de Quirós. Se equivocaba. Volvió a llorar de forma subrepticia. Pensó en un símbolo que las monjas de su infancia le habían mostrado en el colegio: la lujuria, tuerta, tullida, tartamuda, coloreada como una sirena sólo a ojos de quienes caen en tentación.

—¿Ha ido a la policía?

—No he necesitado ni ir a una clínica a que me den puntos —dijo Quirós—. Vamos, por favor...

—Le hirieron con navajas...

—No, qué va.

Está mintiendo, pensó ella. ¡Quítese la chaqueta!, quería ordenarle. ¡Está usted muerto!, le diría. ¡Mire esas heridas abiertas, mire la sangre! Pero lo que dijo fue:

—Debí haberle ayudado.

—Por Dios, ¿qué iba a hacer? Usted no podía...

—Estaba borracha...

—Vamos, no diga eso... Además, me ayudó aunque no lo crea... Al aparecer usted, esos cobardes salieron por pies, ¿no lo recuerda? —Ella sacudió la cabeza. No recordaba nada, salvo los sueños—. No se preocupe más. He venido a darle una buena noticia. Mañana lunes viene un especialista...

—No lo necesito.

—No, no. Me refiero a... Ya sabe, a lo de Soledad. Es inspector de policía, un profesional con experiencia... Él se encargará de buscarla. Seguro que dentro de poco...

Ella se quedó mirándolo sin contestar.

Después escuchó el mar y supo que Quirós se había ido. La sed la abrasaba, pero sólo bebió unos cuantos sorbos de suero. Tenía un sabor dulzón y denso de sirope que no dejaba de resultarle agrada ble. Se levantó y fue al baño. En el espejo contempló su rostro perfilado por la delgadez, los ojos como abalorios sueltos, la sobrefaz del sudor. Se vio enferma y solitaria, como arrojada desde kilómetros de altura a aquel cuartucho de hostal. Regresó a la cama y cogió el teléfono. Por favor, nunca te lo he rogado, pensó. Nunca lo he necesitado tanto como ahora. Por lo que más quieras, aunque eso que mas quieras no sea yo.

Dos timbres, tres. Su voz en el contestador automático. Decidió no dejar ningún mensaje. No quería regalarle, para su solaz, unas cuantas palabras quejumbrosas.

La verdad, temible, purificadora.

La desconocida del fular rojo que retiró la mano de su hombro en aquella exposición (¿era sobre Arnold Böcklin?) cuando ella se acercó; el hueco de silencio que obtuvo al contestar al teléfono cierta vez; los viajes imprevistos de fin de semana, las reuniones tardías que se prolongaban hasta la madrugada... Todo eso era la verdad.

Es mejor así, se dijo. Ahora te conozco, por fin te conozco, ya sé cómo eres.

Luego, se arrepintió de aquellos pensamientos. Quizá le haya pasado algo. Quizá él también esté enfermo...

Se durmió llorando. Soñó con un hombre a quien no conocía.

EL HOMBRE
11

E
l hombre es Dios.

En cierto modo, claro. Igual que Dios es hombre. Es decir, a su imagen y semejanza. No exactitud: semejanza. Porque el hombre conoce sus limitaciones y vive con los pies en la tierra. Quien busque en él alguna de esas pamplinas adjudicadas comúnmente a los lunáticos pierde el tiempo. Sin embargo, por propiedad conmutativa, si el hombre es imagen de Dios, Dios es imagen suya. Diáfano, piensa. Este razonamiento no tiene resquicios. A diferencia de esta carretera, que sí los tiene.

El hombre camina por el arcén derecho. No es un error: es que al otro lado se encuentra el barranco. Y, aunque no le atemoriza, le apetece ser precavido. Cuando pasea por la carretera de la sierra, como en este instante, suele escoger el flanco rocoso, que es el más seguro, por mucho que coincida con el costado prohibido para el peatón. Sin embargo, a esas horas del amanecer no hay coches. Es la ventaja de pasear temprano. La desventaja es la oscuridad, pero al hombre no le importa, incluso trabaja con ella. Se siente a salvo en la oscuridad.

También se siente a salvo porque ha tomado ciertas medidas. Muy necesarias, por otra parte, ya que la semana anterior cometió la grave equivocación de creer que podía revelar lo que había aprendido. Ahora se arrepiente, pero el error ya está reparado. Ha pasado gran parte de la noche yendo y viniendo con el todoterreno por la carretera del norte. Lo más difícil fue encontrar la casucha de tejado de zinc; lo más fácil, allanarla. Ahora está cansado, necesita dormir casi por primera vez en toda su vida, pero su satisfacción es tal que ha tenido que celebrarlo dando un paseo a pie antes del amanecer.

Ha sacado al perro a que menee un poco el rabo.
Fuc
,
fuc
, lo azuza. El morro húmedo y feo se arrastra por la hierba. No, aquí no se hace, ya te he enseñado,
fuc
,
fuc
. Es lunes último de agosto y el perro ha pasado el fin de semana bastante nervioso. El hombre lo atribuye al cambio de tiempo. Los días se acortan, el aire viene viciado de frío, quizá llueva. Todos los perros perciben eso antes que los meteorólogos. En cambio, ¿cuántos de estos últimos son capaces de roer huesos y mear alzando una pata? Vamos, es sólo un chiste, que conste. Una broma tonta, ¿entendido? El hombre no suele gastarlas, pero a ratos le entretienen. Nunca se reiría de nadie sin una buena razón, y cuando lo hace, se ríe con inteligencia. Hay que tomarse la risa en serio.

Esto le hace recordar una de las historias que ha leído. Un cura visita en la prisión a un tipo condenado a muerte por el asesinato de varios niños. Cuando el reo está a punto de confesarse, se produce una especie de milagro: una gran luz le permite escapar. El cura lo sigue. Aparecen en una isla tropical, fastuosa, decorada con un encaje de plantas que bordan, incansables, agujas de libélulas y colibríes. Divisan un lago como un espejo y un palacio de mármol con grandes escalinatas y una antena parabólica «como una hostia consagrada». Todo reluce como si fuera nuevo, observa el cura. Se oye música de salsa y varias chicas en tanga bailan en las escalinatas. El presidiario parece saber dónde se encuentra, pero el cura está desconcertado. En el interior aguarda una muchacha de pelo trigueño, rostro moreno y ojos verdosos, rodeada de gatos, que dice llamarse Susej. Y añade que su principal enemigo se llama igual pero leído al revés. El cura comprende quién es en realidad la muchacha, y piensa: Me lo imaginaba hombre. Aprovechando que se halla frente al origen de todo el Mal, le pregunta por la existencia de este. Pero Susej lo que quiere es bailar. El presidiario está bailando ya, todos bailan. El cura descubre que su primera impresión era errónea: el palacio no es tan nuevo, el mobiliario está muy gastado. Este detalle, justo este detalle, es lo que le horroriza. No obstante, se une al baile. Fin.

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