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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La canción de la espada (10 page)

BOOK: La canción de la espada
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—Guthrum —contestó Sihtric.

—¡Eso es, Guthrum! —gritó Sigefrid, dando otra patada al viejo. Tras firmar la paz con Alfredo, Guthrum se había convertido al cristianismo y adoptado el nombre cristiano de Æthelstan. Yo siempre pensaba en él como Guthrum, al igual que Sigefrid, que parecía dispuesto a acabar con Sihtric. El anciano trataba de evitar los golpes, pero Sigefrid lo había tumbado en el suelo de forma que no pudiera librarse. Erik no parecía conmovido ante la feroz cólera de su hermano. Al cabo de un momento, sin embargo, dio un paso adelante y tomó a Sigefrid del brazo: el grandullón consintió que lo apartase de allí.

—¡Cabrón! —gritó Sigefrid al hombre que no dejaba de gemir—. ¡A quién se le ocurre referirse a Guthrum con un nombre cristiano! —me dijo. Sigefrid aún temblaba de cólera. Tenía los ojos medio cerrados y el rostro congestionado, pero pareció recuperar el dominio de sí mismo cuando dejó caer uno de sus pesados brazos en mi hombro—: Guthrum los envió —me aclaró— para decirme que tenía que salir de Lundene. ¡Como si Guthrum pudiera ordenar algo así! ¡Lundene no pertenece a Anglia Oriental sino a Mercia, al rey Uhtred de Mercia!

Era la primera vez que alguien recurría a ese título de manera oficial, y confieso que me gustó cómo sonaba. Rey Uhtred. Sigefrid se volvió hacia Sihtric, que sangraba por la boca:

—¿Cuál era el mensaje de Guthrum?

—Que la ciudad pertenecía a Mercia y que debíais abandonarla —dijo Sihtric a duras penas.

—Así que Mercia puede expulsarme de aquí —repuso Sigefrid, con sorna.

—A menos que el rey Uhtred nos dé su consentimiento para quedarnos —aventuró Erik, con una sonrisa.

Guardé silencio. Aquel título me halagaba, pero me resultaba extraño, como si fuera un desafío a los destinos que tejían las tres Hilanderas.

—Alfredo no permitirá que os quedéis aquí —se atrevió a decir otro de los prisioneros.

—¿Y a quién coño le importa el mierda de Alfredo? —bramó—. Que ese cabrón se atreva a mandar aquí su ejército y acabaremos con él.

—¿Es ésa vuestra respuesta, señor? —preguntó el prisionero, humildemente.

—Mi respuesta serán vuestras cabezas cercenadas —repuso Sigefrid.

Clavé los ojos en Erik en ese momento. Era el hermano pequeño, pero estaba claro que era quien pensaba por los dos. Se encogió de hombros.

—Si nos sentamos a negociar —me explicó—, daremos tiempo a que nuestros enemigos reúnan sus fuerzas. Más vale mostrarse temerarios.

—¿Vais a guerrear contra Guthrum y Alfredo a la vez? —pregunté.

—Guthrum no se atreverá —repuso Erik, muy seguro de lo que decía—. Amagará pero no peleará. Se está haciendo viejo, mi señor Uhtred, y prefiere disfrutar de lo que la vida le ha dado. Si le enviamos unas cuantas cabezas, creo que entenderá el mensaje de que será la suya la que esté en peligro si nos pone obstáculos.

—¿Y Alfredo? —volví a preguntar.

—Es un hombre prudente, ¿verdad? —indagó Erik.

—Lo es.

—¿Nos ofrecerá dinero a cambio de que abandonemos la ciudad?

—Es probable.

—Igual que es posible que nosotros lo aceptemos pero decidamos seguir aquí —dijo Sigefrid.

—Alfredo no nos atacará hasta el verano —continuó Erik pasando por alto el comentario de su hermano—. Para entonces, mi señor Uhtred, confiamos en que hayáis convencido al
jarl
Ragnar para que vaya al sur, a Anglia Oriental. Alfredo no podrá mantenerse indiferente ante semejante amenaza, y tendrá que enfrentarse con nuestras fuerzas a un tiempo, sin poder marchar contra la guarnición de Lundene. vuestro objetivo es acabar con Alfredo y sentar a su sobrino en el trono.

—¿A Æthelwold? —comenté, con una expresión de duda—. Es un borrachín.

—Borrachín o no —repuso Erik—, un rey sajón hará que se tolere mejor que hemos conquistado Wessex.

—Hasta que ya no os haga falta —apunté.

—Efectivamente —asintió Erik.

El cura barrigudo que estaba al final de la hilera de prisioneros arrodillados había oído nuestra conversación. Se me quedó mirando y, luego, clavó los ojos en Sigefrid. Este se dio cuenta.

—¿Qué estás mirando, so mierda? —le preguntó; pero el cura no dijo nada; me miró de nuevo y agachó la cabeza—. Vamos a empezar con él —dijo Sigefrid—, vamos a clavar a ese gordo cabrón a una cruz y vamos a ver si muere.

—¿Por qué no le permitís que pelee? —propuse.

Sigefrid se me quedó mirando, como si no estuviera seguro de haberme oído bien.

—¿Que pelee? —preguntó.

—El otro cura es delgaducho —añadí—; será más fácil clavarle en la cruz. Dadle una espada al gordo y que luche.

—¿Acaso pensáis que un cura sabe luchar? —bramó Sigefrid.

Me encogí de hombros, como si me diera lo mismo.

—Lo que pasa es que me encanta ver cómo caen estos barrigudos —le aclaré—. Me gusta verlos con la panza abierta y las tripas al aire —mientras hablaba así, miré al cura, que volvía a alzar los ojos en busca de los míos—. Quiero ver varas de tripas por el suelo —dije, en tono sanguinario—, y contemplar cómo vuestros perros se comen sus intestinos mientras a está con vida.

—O también podemos obligarle a que se los coma él mismo —reflexionó Sigefrid, dirigiéndome una sonrisa a continuación—. Me caéis bien, señor Uhtred.

—Sería una muerte muy rápida —dijo Erik.

—Pues dadle algo con lo que pueda luchar —comenté.

—¿Cómo va a pelear este cura, si está tan gordo como un cerdo? —se preguntó Sigefrid, haciendo un gesto de desprecio.

No dije nada, pero fue Erik quien le dio la respuesta.

—¿Qué tal a cambio de su libertad? —aventuró—. Si gana, todos los prisioneros quedarán en libertad; pero, si pierde, los crucificaremos a todos. Ya veréis cómo lucha con denuedo.

—Aun así saldrá perdiendo —afirmé.

—Sí, pero al menos habrá hecho un esfuerzo —dijo Erik.

Sigefrid se echó a reír; parecía divertido con aquella situación tan disparatada. Medio desnudo, con la panza al aire y horrorizado, el cura no dejaba de mirarnos a los tres, pero no advirtió en nosotros nada que no fuera regocijo y ferocidad.

—¿Has tenido alguna vez una espada en las manos, cura? —preguntó Sigefrid al gordo, pero éste no dijo nada.

Me burlé de aquel silencio con mis risotadas.

—Se pondrá a chillar como un cerdo —añadí.

—¿Queréis pelear con él? —me preguntó Sigefrid.

—No fue a mí a quien enviaron semejante mensajero señor —repuse, con respeto—. Además, he oído que no hay nadie que os aventaje con la espada. A ver si sois capaz de rajarle la barriga de arriba abajo.

A Sigefrid le gustaban aquellas bravatas, de modo que se volvió hacia el cura y le preguntó:

—Santurrón, ¿te apetece luchar por tu libertad?

El cura temblaba de miedo. Miró a sus compañeros, pero no le valió de nada, y afirmó con la cabeza:

—Sí, señor.

—En ese caso, pelearás conmigo —dijo Sigefrid, encantado—. Si gano yo, moriréis todos; si vences tú, podréis iros libremente. ¿Sabes pelear?

—No, señor —contestó el cura.

—¿Nunca has tenido una espada en las manos?

—No, señor.

—Así que estás dispuesto a morir —comentó Sigefrid.

El clérigo miró a aquel hombre del norte y, a pesar de las magulladuras y cortes que tenía, había un fulgor de rabia en sus ojos que desmintió la humildad con que afirmó:

—Así es, señor; estoy preparado para morir e ir al encuentro de mi salvador.

—Dejadlo libre —ordenó Sigefrid a uno de los esbirros—. Dejad a esta mierda en libertad y dadle una espada —añadió, blandiendo su propia espada de hoja de doble filo—.
Aterradora
—así llamó a su espada con cariño— necesita hacer ejercicio.

—Aquí tenéis —dije yo, sacando de la vaina a
Hálito-de-Serpiente,
mi magnífica espada, dándole la vuelta y sosteniéndola por la hoja, tendiéndosela al cura al que acababan de quitarle las ataduras de las manos. Pero no llegó a recogerla, y
Hálito-de-Serpiente
cayó al suelo, entre los raquíticos hierbajos invernales. Por un momento, se quedó mirando la espada, como si nunca antes hubiera visto semejante objeto; luego, se inclinó para recogerla. No estaba seguro de si debía sujetarla con la mano derecha o con la izquierda. Lo intentó con la siniestra y trató de dar una torpe estocada, que provocó las risotadas de todos los presentes.

—¿Por qué le habéis dado vuestra espada? —me preguntó Sigefrid

—¡Para lo que le va a servir! —repuse, con desdén.

—¿Y si la rompo? —preguntó Sigefrid, pletórico.

—No tendré más remedio que aceptar que el herrero que la forjó no sabía hacer su trabajo —respondí.

—Se trata de vuestra espada, así que allá penas —comentó Sigefrid, a modo de disculpa, antes de encararse con el cura que sujetaba en sus manos a
Hálito-de-Serpiente
de forma que la punta tocaba el suelo—. ¿Estáis listo, cura? —preguntó.

—Sí, señor —dijo el clérigo, y aquella fue la primera respuesta sincera que le dio el vikingo. Aquel cura había tenido una espada en sus manos muchas veces antes, sabía luchar y yo tenía mis dudas de que estuviera dispuesto a dejarse matar. Era el padre Pyrlig.

* * *

Cuando los campos están húmedos y cubiertos de arcilla, es el momento de uncir una pareja de bueyes a un buen arado y azuzar a los animales para cavar buenos surcos en la tierra. Los dos bueyes deben estar juntos, por eso decimos que van uncidos. Lo mismo pasa en la vida, sólo que uno de los bueyes se llama
Destino
y el otro
Juramento.

El destino rige todas nuestras acciones, no podemos eludirlo.
Wyrd bid ful arad.
No podemos tomar decisiones sobre nuestra vida. Desde el momento en que llegamos al mundo, las tres hermanas saben adonde nos conducirá el hilo de nuestro destino, por qué derroteros discurrirá y cuál será su final.
Wyrd bid ful arad.

Por supuesto que todos hacemos promesas. Cuando Alfredo me presentó su espada y sus manos para que las estrechase entre las mías, no me pidió que jurase nada. El me lo ofreció y yo elegí. Pero, ¿decidí yo o las Parcas lo hicieron por mí? Y si así fue, ¿por qué damos tanta importancia a esas cosas? Muchas veces me lo he preguntado, e incluso ahora, que ya soy viejo, no dejo de hacerlo. ¿Fui yo quien eligió a Alfredo o lo hicieron las Hilanderas, muertas de risa mientras me arrodillaba ante él y tomaba su espada y sus manos entre las mías?

Las tres se lo estaban pasando en grande en Lundene, aquel frío pero soleado día. Sin embargo, desde el momento en que reparé en que el cura barrigudo era el padre Pyrlig, supe que las cosas no iban a resultar tan sencillas. En ese momento, caí en la cuenta de que las Parcas no habían tejido para mí un hilo de oro que conducía hasta el trono. Oía sus risas al pie de Yggdrasil, el árbol de la vida. Era víctima de sus bromas y debía actuar.

¿Acaso fui yo? Quizá las Hilanderas ya lo hubieran hecho por mí, pero, en aquel momento, a la sombra de aquella tosca cruz, pensé que no tenía otra salida que elegir entre los hermanos Thurgilson y Pyrlig.

Sigefrid no era amigo mío pero era un hombre formidable y, si me aliaba con él, llegaría a ser rey de Mercia y Gisela, reina. Si ayudaba a Sigefrid, Erik, Haesten y Ragnar a saquear Wessex, podría hacerme rico. Mandaría ejércitos, que seguirían el estandarte desplegado de la cabeza de lobo y una guardia de hombres armados con cotas de malla marcharía tras los cascos de
Smoca.
Incluso en sus pesadillas, nuestros enemigos escucharían el retumbar de nuestras cabalgadas. Todo eso sería mío, si me decidía a sellar una alianza con Sigefrid.

Mientras que, si me inclinaba por Pyrlig, me despedida de todo lo que el hombre muerto me había prometido. Lo que significaba que Björn me habría mentido; pero, ¿es posible que un hombre que sale de la tumba con un menaje de las Norns sea capaz de mentir? Recuerdo que todo eso lo pensé en tan sólo un segundo, antes de tomar una decisión, aunque lo cierto es que no dudé, no vacilé ni un instante.

Pyrlig era galés, un britano, y nosotros los sajones odiamos a los britanos. Son todos unos ladrones redomados. Se ocultan en lo más intrincado de las colinas y sólo bajan de allí para saquear nuestras tierras, llevarse nuestro ganado y, en ocasiones, a nuestras mujeres y a nuestros hijos; siempre que vamos tras ellos, se internan en parajes salvajes, en los que sólo hay niebla, peñascos, pantanos y miseria. Por si fuera poco, Pyrlig era cristiano, y a mí no me gustaban los cristianos. ¡La elección parecía fácil! De una parte, un reino amigos vikingos y riquezas; por otro lado, un britano que era cura de una religión que reniega de la alegría de vivir igual que el anochecer acaba con la luz del día. De modo que no lo pensé. Me limité a elegir, o el destino lo hizo por mí, decantándome por la amistad. Pyrlig era amigo mío. Lo había conocido durante un crudo invierno en Wessex, cuando los daneses parecían haberse apoderado del reino y Alfredo, con unos pocos seguidores, se había visto obligado a buscar un escondrijo en los pantanos del oeste. Pyrlig había aparecido como emisario del rey de Gales para enterarse, y quizá sacar provecho, de la pésima situación de Alfredo; pero, olvidó el encargo, se unió a Alfredo y luchó a su lado. Pyrlig y yo habíamos peleado en un muro de escudos codo con codo. Éramos un galés y un sajón, un cristiano y un pagano; deberíamos haber sido enemigos, pero lo cierto es que lo quería como a un hermano.

Por eso, le entregué mi espada y, en lugar de ver cómo lo clavaban a una cruz, preferí que tuviera una oportunidad de luchar por salvar la vida.

Claro está que no fue un combate justo. Concluyó en un abrir y cerrar de ojos. Apenas había comenzado y ya había terminado, y sólo a mí no me sorprendió el desenlace.

Sigefrid confiaba en que habría de enfrentarse con un cura gordo y poco ducho, pero yo sabía que Pyrlig había sido guerrero antes de encontrar a su dios. Había sido un magnífico guerrero, un exterminador de sajones, un hombre en cuyo honor los suyos habían escrito canciones. En aquellos momentos, medio desnudo, gordo, desgreñado, magullado y azotado, no parecía un contrincante serio. Aguardó la acometida de Sigefrid con un gesto horrorizado que sólo revelaba terror, y con la punta de
Hálito-de-Serpiente
aún tocando el suelo. Al ver que Sigefrid se acercaba, dio un paso atrás, emitiendo una especie de maullido. Sigefrid se echó a reír y blandió la espada casi con desgana, con la esperanza de apartar el arma de Pyrlig de su camino y tener vía libre para que su acero,
Aterradora,
propinase un buen tajo en aquella enorme barriga.

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