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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La canción de la espada (26 page)

BOOK: La canción de la espada
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—El padre Pyrlig —le dije, mientras secaba la tinta a fuerza de soplar— le contará al rey lo que habéis hecho hoy y, en esta carta, solicito que sigáis a mi lado. Pero ésa es una decisión que debe tomar Alfredo.

—Dirá que no —repuso malhumorado.

—Ya le convencerá el padre Pyrlig —contesté, mientras el galés alzaba una ceja con expresión de duda y yo hacía un leve gesto afirmativo para demostrar que estaba diciendo la verdad. Le di la carta a Sihtric, y me quedé mirándole mientras doblaba el pergamino y lo lacraba. Apoyé en el lacre el sello con la cabeza de lobo y se lo entregué a Pyrlig—. Contadle a Alfredo la verdad de lo sucedido —le insistí—, porque la versión de mi primo será muy diferente, ¡y no os entretengáis por el camino!

—¿Pretendéis que veamos al rey antes que el mensajero que ya habrá enviado vuestro primo? —preguntó Pyrlig con sorna.

—Eso es.

Otra lección que había aprendido es que, normalmente se acepta mejor la primera versión de cualquier acontecimiento. No tenía duda de que Æthelred enviaría un mensaje exultante a su suegro, igual que daba por sentado que, en su relato de los hechos, nuestra participación en la victoria se vería reducida a poco menos que nada. El padre Pyrlig le contaría a Alfredo la verdad de lo ocurrido; otra cosa era que el rey diese crédito a lo que el cura le contase.

Pyrlig y Osferth partieron antes del amanecer, a lomos de dos de los caballos que habíamos capturado en Lundene. El advenimiento del sol me sorprendió mientras daba una vuelta por la muralla, para hacerme una idea de los tramos que había que reconstruir. Mis hombres montaban guardia. Muchos de ellos provenían del
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de Berrocscire y el día anterior habían luchado a las órdenes de Æthelred; aún no habían digerido el éxito de aquella batalla, que a ellos se les antojaba fácil.

En la muralla, también se veía a algunos de los hombres de Æthelred, aunque la mayoría aún estaba recuperándose del hidromiel y la cerveza que habían ingerido la noche anterior. En una de las puertas que daban al norte, de cara a las colinas verdes cubiertas de niebla, me encontré con Egberto, el anciano que había tenido a bien aceptar las exigencias de Æthelflaed y había puesto a mi disposición a sus mejores hombres. En señal de gratitud, le regalé uno de los brazaletes de plata que había retirado de alguno de los muertos. Nadie los había enterrado y, aquella mañana, los cuervos y los milanos reales se daban un auténtico festín.

—Gracias —le dije.

—Debería haber confiado en vos —me contestó, azorado.

—Eso fue lo que hicisteis.

—Gracias a ella, sí —dijo, encogiéndose de hombros.

—¿Ha venido Æthelflaed? —le pregunté.

—Aún sigue en el islote.

—Pensaba que erais vos el encargado de custodiarla.

—Lo era —respondió Egberto, con desgana—, pero lord Æthelred decidió anoche que otro ocupase mi lugar.

—¿Os ha retirado el mando? —le pregunté, al tiempo que reparaba en que ya no lucía el collar de plata, símbolo de autoridad sobre otros hombres.

Se encogió de hombros otra vez, como si quisiera decirle que no entendía semejante decisión.

—Me ordenó que viniese aquí —añadió—, pero cuando llegué no me recibió porque estaba enfermo.

—Confío en que fuera algo grave —comenté provocando una fugaz sonrisa en el rostro de Egberto.

—Me dijeron que estaba vomitando. Seguramente, nada serio.

Mi primo había asentado sus reales en el palacio que estaba en lo alto de la colina de Lundene. Yo me había acomodado en la casa romana que se alzaba junto al río. Era un sitio que me gustaba. Siempre tuve debilidad por los edificios de los romanos: sus muros poseen la gran virtud de no permitir la entrada del viento, la lluvia y la nieve. Era una casa amplia, a la que se accedía a través de un arco que, desde la calle, conducía a un patio rodeado de soportales. Tres de los lados del patio los ocupaban unos cuartos de reducidas dimensiones, que debían de haber servido como dependencias de los criados o como despensas. Uno de ellos era la cocina, donde había un horno de pan hecho de ladrillo, tan grande como para cocer hogazas suficientes para dar de comer a tres tripulaciones a la vez. En el cuarto lado de aquel patio, había seis aposentos, dos de ellos lo bastante espacios como para alojar a todos los hombres de mi guardia. Al fondo de aquellas dos enormes estancias, había una terraza pavimentada que daba al río, un sitio muy agradable al anochecer, aunque en horas de marea baja el hedor del Terne llegaba a resultar insoportable.

Podía haber regresado a Coccham, pero decidí quedarme, junto a los hombres del
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de Berrocscire. Aunque no contaba con su beneplácito, pues era primavera y había mucho que hacer en las granjas, preferí que siguiesen en Lundene para guardar las murallas. Si hubiera visto que Æthelred tenía intención de hacerlo, me habría vuelto a casa pero parecía no darse por enterado del pésimo estado de las defensas de la ciudad. Sigefrid había reforzado algunos tramos, lo mismo que las puertas, pero aún quedaba mucho por hacer. La antigua construcción se venía abajo, incluso había trozos que se habían desplomado, cayendo al foso exterior. Mis hombres se dedicaron a talar y preparar árboles para erigir nuevas empalizadas, allí donde la muralla no estaba en buenas condiciones. Limpiamos el foso que rodeaba el muro, retirando la porquería acumulada y disponiendo estacas afiladas para recibir como se merecía a cualquier posible invasor.

Alfredo envió órdenes para que se reconstruyese toda la ciudad antigua. Había que conservar cualquier edificación del tiempo de los romanos que estuviera en buen estado, y echar abajo aquéllas que estuviesen derruidas, edificando en su lugar recias construcciones con techumbre de paja, pero no disponíamos ni de los hombres ni del dinero para llevar a cabo semejante tarea. El propósito de Alfredo era que los sajones que vivían en la ciudad nueva, carente de defensas, se trasladasen a la antigua ciudad de Lundene, donde estarían seguros tras las murallas. Pero los sajones seguían teniendo miedo de los fantasmas que, según ellos, poblaban los antiguos edificios, y declinaron con tozudez toda invitación a tomar posesión de las casas deshabitadas. También a mis hombres del
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de Berrocscire les aterraban los fantasmas, pero más miedo les daba yo, así que se quedaron y pusieron manos a la obra.

Æthelred prefirió no darse por enterado de lo que estaba haciendo. Sus molestias ya debían de ser cosa del pasado, porque sólo se dedicaba a la caza. Todos los días cabalgaba por las arboladas colinas que se alzaban al norte de la ciudad y se dedicaba a cazar ciervos. Nunca llevaba consigo menos de cuarenta hombres, porque siempre había la posibilidad de que hubiese alguna cuadrilla de daneses merodeando por los alrededores de Lundene. Era cierto que había muchas partidas así, pero los hados velaron para que ninguna de ellas se acercase a Æthelred. En cuanto a mí, todos los días veía jinetes hacia el este, recorriendo las oscuras y desoladas marismas que se extienden entre la ciudad y el mar. Era daneses; nos espiaban y, con toda seguridad, mantenían a Sigefrid puntualmente informado.

Tuve noticias de él, por cierto. Aún vivía, me contaron, aunque estaba tan lisiado, como consecuencia de la herida, que no podía andar ni estar de pie. Se había refugiado en Beamfleot, con su hermano y con Haesten. Desde allí, enviaba sus ojeadores hasta la desembocadura del Temes. Ningún barco sajón zarpaba hacia Frankia porque, tras la derrota de Lundene, los hombres del norte estaban sedientos de venganza. Un barco danés, con cabeza de dragón en la proa, se aventuró incluso Temes arriba para mofarse de nosotros desde las agitadas aguas que fluían por la brecha del puente en ruinas. Llevaban prisioneros sajones a bordo; los mataron de uno en uno, ante nuestros propios ojos para que no perdiéramos detalle de las sangrientas ejecuciones. También llevaban consigo mujeres cautivas, que no dejaban de chillar. Ordené a Finan que fuese al puente con un grupo pequeño de hombres; llevaron una artesa con fuego y, una vez en el puente, emplearon arcos de caza para lanzar flechas incendiarias al enemigo. Todos los marineros le tienen miedo fuego y, aunque la mayoría de las flechas no alcanzaron su objetivo, bastaron para que se decidiesen a ir río abajo donde no llegasen las flechas, pero no se alejaron demasiado, los remeros mantuvieron al barco contracorriente mientras daban cuenta de más prisioneros. No se dieron por vencidos hasta que conseguí reunir una tripulación para una de las embarcaciones que habíamos capturado y permanecían amarradas; sólo entonces se dieron media vuelta y se fueron río abajo, internándose en el anochecer.

Otros barcos procedentes de Beamfleot surcaban el ancho estuario del Temes y transportaban hombres hasta una zona poco conocida del territorio de Wessex que tiempo atrás había sido el reino de Cent hasta que se apoderaron de él los sajones del oeste; aunque los habitantes de Cent eran también sajones, conservaban una peculiar forma de hablar. Siempre había sido un sitio salvaje, próximo a las tierras del otro lado del mar y continuamente castigado por las incursiones de los vikingos. En aquellos momentos, barcos y barcos cargados de guerreros de Sigefrid iban y venían por la desembocadura del río y saqueaban la región, haciendo esclavos y quemando aldeas. Un mensajero me trajo una petición de socorro de Swithwulf, obispo de Hrofeceastre: los paganos estaban en Contwaraburg, me explicó con voz quejumbrosa el emisario, un cura joven.

—¿Han matado al arzobispo? —pregunté, más animado.

—Gracias a Dios, no se encontraba allí, señor —repuso el clérigo, haciendo la señal de la cruz—. Los gentiles andan por todas partes, señor, y nadie está a salvo. Por eso, el obispo solicita vuestra ayuda.

No podía atender al requerimiento del prelado. Tenía que disponer de mis hombres para defender Lundene y Cent igual que precisaba de ellos para proteger a mi familia. Una semana después de la conquista de la ciudad, llegaron Gisela, Stiorra y unas cuantas criadas. Al frente de treinta hombres, había enviado a Finan para que las escoltase sanas y salvas hasta la orilla del río Temes. Las risas de las mujeres hicieron de la casa un lugar más acogedor.

—Podías haberte tomado la molestia de barrer —me echó en cara mi esposa.

—Eso hice.

—Ya, ya —dijo señalando al techo—. ¿Y eso qué es?

—Telarañas; para mantener las vigas ensambladas —repliqué.

Las telarañas desaparecieron y prendieron los fuegos de la cocina. En un rincón del patio, donde se encontraban los tejados de los soportales, había una antigua cisterna de piedra llena de inmundicias. Gisela la limpió y, con la ayuda de dos criadas, restregó la parte de fuera, dejando al descubierto una losa de mármol blanco esculpida con figuras de delicadas mujeres que sostenían arpas y parecían correr una tras otra. A Gisela le encantaban esos motivos ornamentales. Se puso en cuclillas junto a la piedra y deslizó el dedo sobre las cabelleras de las romanas; más tarde, las criadas y ella trataron de imitar aquel estilo de peinado. Le encantaba la casa, e incluso soportaba el hedor que llegaba desde el río cuando, al atardecer, se sentaba en la terraza para contemplar la corriente.

—Le pega —me dijo en una de esas ocasiones.

Al instante supe a quién se refería, pero no dije nada.

—Está llena de moratones —añadió—; está embarazada y la maltrata.

—¿Cómo dices? —pregunté, con cara de sorpresa.

—Æthelflaed está preñada —continuó Gisela, con serenidad; casi todos los días se daba una vuelta por el palacio y pasaba un rato con Æthelflaed, pero la muchacha no tenía permiso para venir a vernos.

Cuando me contó del embarazo de Æthelflaed, me quedé sorprendido, aunque sin venir a cuento, a decir verdad pero el caso es que así me sentí. Me imagino que seguía pensando que aún era una niña.

—¿Y dices que le pega? —le insistí.

—Sí, porque piensa que anda con otros hombres —me contestó.

—¿Es eso cierto?

—Claro que no, pero él se imagina que eso es lo que pasa —Gisela calló un instante para recoger la lana que hilaba en la rueca—. Está convencido de que es a ti a quien quiere.

Recordé la cólera desproporcionada de Æthelred en el puente de Lundene.

—¡Está loco! —afirmé.

—No; está celoso —dijo Gisela, apoyando una mano en mi brazo y sonriendo, mientras trajinaba con la lana—. De sobra sé que no tiene motivos. Qué forma tan rara de demostrar el amor, ¿verdad?

Æthelflaed había llegado al día siguiente de apoderarnos de la ciudad. Fue en barco hasta el asentamiento sajón y, desde allí, una carreta tirada por bueyes la condujo a través del río Fleot hasta el palacio, donde residía su esposo. Por el camino, hileras de hombres le daban la bienvenida con ramas verdes, un cura iba al frente de la comitiva rociando agua bendita y un coro de mujeres seguía al carromato, engalanado con flores de primavera, al igual que los cuernos de los animales. Acurrucada contra uno de los costados del carro para no perder el equilibrio, no había duda de que Æthelflaed no estaba allí por gusto; aun así, me dedicó una sonrisa desdibujada, cuando el carro rodó por los desparejos adoquines de la calzada y cruzó la puerta de la ciudad.

* * *

Para celebrar la presencia de Æthelflaed, dieron una fiesta en el palacio. Estoy convencido de que Æthelred habría preferido que no asistiera, pero no podía evitarlo, habida cuenta de mi rango, así que la tarde anterior a la celebración recibí una hostil invitación. Aunque corría la cerveza a raudales, la fiesta no fue nada del otro mundo. Un montón de curas compartían la mesa de honor junto a Æthelred y Æthelflaed. A mí me asignaron un taburete en un extremo. Æthelred me miraba con malos ojos, los curas me ignoraban y no tardé en retirarme, alegando que tenía que dar una vuelta por las murallas para asegurarme de que los centinelas se mantenían alerta. Recuerdo que aquella noche mi primo estaba pálido, pero era poco después de que hubiera sufrido los cólicos. Le pregunté cómo estaba, pero eludió darme una respuesta, dando a entender que no había sido nada importante.

Gisela y Æthelflaed se habían hecho amigas en Lundene. Yo reconstruía la muralla, mientras Æthelred se daba a la caza y sus hombres saqueaban la ciudad para adornar su residencia. Un día, al llegar a casa, me encontré con seis de sus esbirros en el patio. Entre ellos estaba Egberto, el hombre que había puesto las tropas a mi disposición la víspera del ataque a Lundene. Me miró impasible, mientras yo me dirigía hacia ellos cruzando el patio.

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