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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La canción de la espada (4 page)

BOOK: La canción de la espada
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Todos los sajones de Wessex de más de doce años habían echado una mano. La mitad de ellos trabajaban en la construcción, mientras el resto atendía los campos. Se suponía que, en Coccham, disponíamos de quinientos hombres ocupados en esas tareas a la vez, pero lo normal es que fueran menos de trescientos. Cavaron, abrieron surcos, cortaron vigas para los muros, hasta que conseguimos levantar una fortaleza a orillas del Temes. La verdad es que eran dos ciudadelas, una en la orilla sur del río y otra en Sceaftes Eye, una isla que dividía el río en dos ramales. En enero del año 885 ya casi habíamos concluido, de forma que ningún barco danés podía ir río arriba para saquear las granjas y los pueblos desperdigados por la orilla. Podían intentarlo, pero, para ello, tendrían que pasar por delante de mis nuevas murallas y hacerse cargo de que mis tropas les seguirían, los atraparían más arriba y acabarían con ellos.

Un comerciante danés, de nombre Ulf, llegó una mañana y atracó su batel en el muelle de Sceaftes Eye. Uno de mis funcionarios inspeccionó la carga para imponerle el tributo correspondiente. El propio Ulf, luciendo una boca desdentada y sonriente, saltó a tierra para presentarme sus respetos. Me regaló un trozo de ámbar, envuelto en piel de cabritilla.

—Para lady Gisela, señor —me dijo—. ¿Se encuentra bien?

—Así es —repuse, tocando el martillo de Thor que llevaba al cuello.

—Me han dicho que habéis tenido otro hijo.

—Una niña. ¿Dónde te has enterado?

—En Beamfleot —me contestó, como era de esperar. Ulf era un hombre del norte, pero, a lo largo de aquel invierno tan crudo, ninguna embarcación había hecho la travesía de Northumbria a Wessex. De modo que, durante ese tiempo, debía de haberse dedicado a ir de un lado a otro del sur de Anglia Oriental, por las largas e intrincadas marismas del estuario del Temes—. No llevo gran cosa —añadió, refiriéndose a la carga—. Compré unas cuantas pieles y unas hojas de hacha en Grantaceaster, y pensé que bien podía darme una vuelta río arriba por si podía sacaros algo a vosotros, los sajones.

—Has venido río arriba para ver si habíamos acabado la fortaleza —le repliqué—. Eres un espía, Ulf, y creo que voy a colgarte de un árbol.

—No, no lo haréis —repuso, como si no me hubiera oído.

—Estoy aburrido —comenté, mientras guardaba el ámbar; en el zurrón—, y ver cómo se retuerce un danés al extremo de una cuerda podría ser entretenido, ¿no te parece?

—En ese caso, debisteis moriros de la risa cuando colgasteis a toda la tripulación de Jarrel —respondió.

—¿Así se llamaba, pues? ¿Jarrel? No se me ocurrió preguntárselo —dije.

—He visto treinta cadáveres, quizá más —repuso Ulf, moviendo la cabeza hacia la parte baja de río—. Todos colgados de árboles, y pensé que aquel espectáculo parecía obra de mi señor Uhtred.

—¿Sólo treinta? —repliqué—; eran cincuenta y tres. Así que habrá que añadir tu miserable despojo, Ulf, para que me cuadren las cuentas.

—Vos no me queréis a mí —comentó Ulf, con despreocupación—, lo que andáis buscando es a alguien que sea joven, porque los jóvenes os incordian más que nosotros los viejos —volvió al barco, y se acercó a un muchacho pelirrojo que, mano sobre mano, contemplaba el río—. Podéis colgar a este jovencito hijo de puta. Es el mayor de los hijos de mi mujer y no es más que un remedo de sapo. Este sí que se retorcerá con garbo.

—¿Quién anda por Lundene en estos tiempos? —le pregunté.

—El
jarl
Haesten va y viene, aunque pasa allí la mayor parte del tiempo —dijo Ulf.

Me llevé una sorpresa. Conocía a Haesten, un joven danés que, tiempo atrás, me había prestado juramento de fidelidad, pero que había quebrantado su promesa y ahora aspiraba a ser un señor de la guerra. Exigía que le diesen el tratamiento de
jarl,
cosa que no dejaba de divertirme, pero me extrañaba que estuviera en Lundene. Sabía que había levantado un campamento amurallado en la costa de Anglia Oriental, pero ahora se había desplazado mucho más cerca de Wessex, claro indicio de que estaba dispuesto a ponernos en dificultades.

—¿Y a qué se dedica? —pregunté como quien no quiere la cosa—. ¿A saquear a sus vecinos los patos?

—Ha establecido alianzas, señor —repuso Ulf, dando un suspiro y meneando la cabeza.

Algo en su forma de hablar me volvió cauteloso.

—¿Alianzas?

—Los hermanos Thurgilson —contestó Ulf, tocándose el amuleto en forma de martillo.

—¿Thurgilson? —aquel nombre no me decía nada.

—Sigefrid y Erik —añadió Ulf, sin dejar de acariciar el martillo—.
Jarls
escandinavos, señor.

Aquello sí que era una novedad. Normalmente, los escandinavos no solían aventurarse hasta Anglia Oriental o Wessex. Sí que teníamos noticias de pillajes en territorio escocés y en Irlanda, pero rara vez sus jefes guerreros se acercaban hasta Wessex.

—¿Qué buscan esos hombres del norte en Lundene? —le pregunté.

—Llegaron hace dos días, señor —me contó Ulf—, con veintidós barcos. Haesten fue a verlos, y llevó nueve naves consigo.

Emití un silbido por lo bajo. Treinta y un barcos era una flota, lo que significaba que los hermanos y Haesten estaban al frente de un ejército de mil hombres por lo menos, unas huestes que estaban en Lundene, y Lundene estaba en la frontera de Wessex.

Por aquel entonces, Lundene era una ciudad sorprendente. Oficialmente, formaba parte de Mercia, pero en Mercia no había rey y tampoco gobernantes en Lundene. No era ni sajona ni danesa, sino una mezcla de ambos pueblos, una ciudad donde los hombres podían hacerse ricos, acabar muertos o ambas cosas a la vez. Asentada donde confluyen Mercia, Anglia Oriental y Wessex, era un burgo de mercaderes, comerciantes y marinos. Y a tenor de lo que decía Ulf, si estaba en lo cierto, albergaba un ejército de vikingos detrás de sus muros.

—Os tienen atrapado, como a una rata en una trampa, señor —masculló Ulf, riéndose para sus adentros.

Me preguntaba cómo habían conseguido reunir semejante flota y cruzado el mar hasta llegar a Lundene, sin que me hubiera percatado de lo que se traían entre manos. Coccham era la fortaleza más cercana a Lundene y, por lo general, no tardaba más de un día en enterarme de lo que ocurría en la ciudad, pero el caso es que un enemigo se había adueñado de ella y yo no me había dado ni cuenta.

—¿Los hermanos te han enviado para que me avisases de lo que estaba pasando? —le pregunté a Ulf; suponía que los hermanos Thurgilson y Haesten se habían apoderado de Lundene para exigir a alguien, a Alfredo lo más probable, que les diese dinero a cambio de abandonar la ciudad, en cuyo caso, delante de mí tenía a su emisario.

Ulf negó con la cabeza.

—Partí de allí cuando llegaron, señor. Bastante malo es que tenga que satisfacer vuestras exacciones, pero a ellos les he tenido que entregar la mitad del cargamento —dijo Ulf, estremecido—. El
jarl
Sigefrid es una mala persona señor. Es mejor no tener tratos con él.

—¿Cómo es que no me he enterado de que estaban del lado de Haesten? —pregunté.

—Porque no lo estaban. Se habían asentado en Frankia. Pero cruzaron el mar y siguieron río arriba.

—Con veintidós barcos de escandinavos —comenté, con mal sabor de boca.

—Son hombres de todas las procedencias, señor —añadió Ulf—. Daneses, frisios, sajones, escandinavos, de todas partes. Sigefrid saca hombres de esas cloacas que están dejadas de la mano de los dioses. Tienen hambre, señor, carecen dueño, pura canalla. Proceden de todas partes.

Un hombre sin amo es de la más baja estofa. No guarda lealtad a nadie; sólo cuenta con su espada, el hambre y avaricia. Hubo un tiempo en que yo fui uno de ésos.

—¿Así que Sigefrid y Erik nos darán quebraderos de caza? —pregunté, con delicadeza.

—De Sigefrid, no os quepa duda —repuso Ulf—. Erik es más joven, y los hombres hablan bien de él. Pero Sigefrid está impaciente por armarla.

—¿Buscará un rescate? —quise saber.

—Podría ser —dijo Ulf, con gesto dubitativo—. Tiene que pagar a todos esos hombres, y sólo dispone de las migajas que saca de Frankia. Pero, ¿quién estaría dispuesto a pagar? Lundene pertenece a Mercia, ¿no es así?

—Así es —respondí.

—Y en Mercia no hay rey —continuó—. Una situación fuera de lo normal, ¿verdad? Un reino sin rey.

Recordé la visita de Æthelwold y toqué el amuleto del martillo de Thor.

—¿Has oído hablar alguna vez de muertos que vuelve a la vida? —le pregunté a Ulf.

—¿Muertos que resucitan? —me contestó alarmado, sin apartar los ojos de mí, mientras acariciaba su propio amuleto del martillo—. Los muertos bien están en Niflheim señor.

—¿No será por casualidad un antiguo ritual mágico —aventuré—, capaz de devolver la vida a los muertos?

—Eso son cuentos —dijo Ulf, apretando el amuleto con todas sus fuerzas.

—¿Cuentos?

—Del extremo norte, señor, de las tierras heladas donde crecen los abedules, unos parajes donde suceden cosas raras. Dicen que los hombres son capaces de volar en la oscuridad; incluso me han contado que los muertos pueden caminar sobre los mares congelados. Pero nunca lo he visto con mis propios ojos —se llevó el amuleto a los labios y lo besó—. Creo que son sólo cuentos para asustar a los niños en las noches de invierno, señor.

—Quizá —repuse, mientras me volvía para ver a un chico que corría a los pies de la muralla que acabábamos de levantar. Saltó por encima de las vigas que soportarían el saliente defensivo, resbaló en el fango, trepó por el foso y se detuvo, demasiado jadeante como para hablar. Esperé a que se recuperase.

—¡El
Haligast,
señor —exclamó—, el
Haligast!

Ulf me miró con cara de sorpresa. Como todos los comerciantes hablaba algo de inglés, pero aquello le pilló desprevenido.

—¡El
Espíritu de la Divinidad
! —le traduje en danés.

—¡Ya viene, señor! —gritaba el chico, nervioso, sin dejar de señalar río arriba—. ¡Está llegando!

—¿El Espíritu Santo se acerca? —preguntó Ulf, asustado. Lo más seguro es que no supiera qué quería decir eso del espíritu de la divinidad, pero sabía lo bastante como para tener miedo de cualquier aparición espectral, y la pregunta que acababa de hacerle sobre muertos que volvían a la vida le había dejado aterrado.

—Se trata del barco de Alfredo —le aclaré, para preguntarle al chaval a continuación—: ¿Va el rey a bordo?

—Ondea su estandarte, señor.

—Entonces, sí —comenté.

—¿Alfredo? ¿Qué se le ha perdido por aquí? —preguntó Ulf, arreglándose la túnica.

—Viene a ver de qué lado se decanta mi lealtad —repuse, con sequedad.

—Vaya, vaya, señor, ¿así que podríais ser uno de ésos que se mecen al extremo de una soga? —dijo Ulf, con una sonrisa.

—Necesito hojas de hacha —le contesté—. Lleva las mejores a casa. Ya hablaremos del precio.

La presencia de Alfredo no me había sorprendido. A lo largo de aquellos años, se pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo las ciudadelas que edificaba para comprobar la marcha de las obras. Había estado en Coccham no menos de doce veces a lo largo de idéntico número de meses; pero, si no recuerdo mal, aquella visita no era para inspeccionar las murallas, sino para enterarse de la razón de que Æthelwold hubiera ido a verme. Los espías del rey habían cumplido la misión que tenían encomendada, y ahora el rey en persona venía a preguntarme.

Gracias a la corriente invernal del Temes, su barco se desplazaba con rapidez. En los meses más fríos era preferible viajar en barco, y a Alfredo le gustaba el
Haligast,
porque le permitía trabajar a bordo mientras recorría la frontera norte de Wessex. Era un barco de veinte remos, con capacidad suficiente para llevar a bordo a la mitad de la guardia personal de Alfredo y al inevitable ejército de curas que lo acompañaba. El estandarte real, un dragón verde, ondeaba en el palo mayor, mientras dos banderas, que podían servir como velas en caso de navegar por el mar, colgaban de la cruceta. En una de ellas, se veía la silueta de un santo; la otra era una lona verde, con una cruz blanca bordada. En la popa, disponía de un pequeño camarote en el que se acurrucaba el timonel, y donde Alfredo había colocado una mesa. En un segundo barco, el
Heofonhlaf,
se apiñaba el resto de su escolta personal y más curas.
Heofonhlaf
significa «pan celestial». Alfredo nunca fue capaz de encontrar un buen nombre para un barco.

El primero en atracar fue el
Heofonhlaf.
Un enjambre de hombres con cota de malla, escudos y lanzas saltó a tierra y formó en el embarcadero de madera. A continuación, arribó el
Haligast;
el timonel hizo que la proa chocase con fuerza contra uno de los pilotes, de modo que Alfredo, que esperaba de pie, en mitad del barco, se tambaleó. Había reyes entonces que podrían haber arrancado las entrañas a un timonel por hacerles perder la dignidad de ese modo, pero a Alfredo pareció no importarle demasiado. Hablaba muy serio con un monje de rostro enjuto, barbilla afilada y pálidas mejillas. Era Asser de Gales. Ya tenía noticias de que el hermano Asser era la nueva mascota del rey, y de sobra sabía que el fraile me odiaba con todas sus fuerzas, como yo a él. A pesar de todo le dediqué una sonrisa, aunque él se hizo a un lado como si le hubiera vomitado encima del hábito, inclinando la cabeza ante Alfredo, que cualquiera habría tomado por su hermano gemelo, porque Alfredo de Wessex más parecía clérigo que rey. Llevaba una capa negra y larga, y una incipiente calvicie le daba el aspecto de un monje tonsurado. Siempre tenía las manos manchadas de tinta, como un escribano. De rostro enjuto y flaco, serio, grave y demacrado, era barbilampiño. La mayoría de las veces no llevaba barba, pero en aquella ocasión lucía un mentón poblado de canas.

Una vez que el
Haligast
estuvo amarrado, Alfredo tomó a Asser del brazo y bajó a tierra con él. El galés llevaba una cruz descomunal en el pecho y, antes de volverse a mí, Alfredo la rozó con la mano:

—Mi señor Uhtred —dijo, con entusiasmo. Se mostraba más afable que de costumbre, no porque estuviera contento de verme, sino porque pensaba que le estaba traicionando. El no podía imaginar otra razón para que yo hubiese cenado con Æthelwold, su sobrino.

—Mi rey —dije yo, haciendo una reverencia. Hice como que no veía al hermano Asser. En una ocasión, el galés me había acusado de piratería, asesinato y de no sé cuántos delitos más. Casi todas sus imputaciones eran ciertas, pero yo seguía con vida. Me dedicó una mirada henchida de desprecio y cruzó por el fango, para ir a asegurarse de que las monjas del convento de Coccham no estaban embarazadas, beodas o risueñas.

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