Mis propios hombres y algunos soldados de Áyax nos acompañaron para mantener a Eneas bastante alejado de Héctor a fin de que Áyax lo obligara a batirse en duelo con él. Sin embargo, una vez la pareja entabló la lucha, ambos contrincantes perdieron parte de su entusiasmo bélico; observamos a Héctor y a Áyax mucho más de cerca de lo que veíamos caer nuestros proyectiles.
Áyax nunca utilizaba un carro de combate, probablemente porque nunca habían construido uno capaz de soportar su peso más el de Teucro y un auriga. En lugar de ello solía mantenerse firme en el terreno y simulaba ser un cairo.
El bronce chocaba con el bronce, un guardabrazo saltó bajo la repentina dilatación muscular y cayó en el suelo, donde fue pisoteado. Áyax y Héctor estaban equitativamente emparejados. Se detuvieron frente a frente y se observaron mientras alrededor de ellos decaía lentamente el fragor de la lucha. Eneas advirtió dónde se centraba mi atención con un agudo silbido.
—¡Esto es demasiado bueno para perdérselo, mi canoso amigo! Prefiero observar que luchar, ¿y tú? ¡Eneas de Dardania propone una tregua!
—Accedo a ella hasta el momento en que concluya el duelo. Entonces, si ha caído Áyax, defenderé su cuerpo y su armadura con mi vida. Pero si es Héctor quien cae, ayudaré a Áyax a robarte su cuerpo y su armadura. ¡Néstor de Pilos acepta la tregua!
—¡Así sea!
En el círculo que nos rodeaba nadie levantó el brazo. En torno a nuestro territorio la batalla proseguía con incesante violencia mientras nosotros no nos movíamos ni hablábamos. El corazón rae rebosaba de orgullo al mirar a Áyax. No bajaba la guardia ni exponía su cuerpo detrás de su colosal escudo. Héctor bailaba como una llama viva en torno a aquella masa, asestándole terribles cuchilladas desde detrás de su escudo. Ninguno de ellos parecía tener noción del tiempo ni daba muestras de fatiga; una y otra vez levantaban los brazos y los dejaban caer con crecientes energías. En dos ocasiones Héctor estuvo a punto de perder su escudo, sin embargo cruzó el acero de Áyax con el suyo y prosiguió la lucha conservando escudo y espada pese a todos los esfuerzos de su adversario. Fue un largo y encarnizado enfrentamiento. En cuanto uno de ellos veía una oportunidad se lanzaba sobre el contrario, se encontraba con su arma y seguía luchando sin perder los ánimos.
Me sobresaltó un golpecito en el brazo; era un emisario de Agamenón.
—El gran soberano desea saber por qué se ha interrumpido la batalla en esta zona, rey Néstor.
—Hemos pactado una tregua provisional. ¡Contémplalo tú mismo! ¿Lucharías si sucediera algo semejante en tu sector?
El hombre observó atentamente.
—Reconozco al príncipe Áyax, ¿pero quién se le enfrenta?
—Ve y dile al gran soberano que Áyax y Héctor luchan a muerte.
El mensajero se alejó, con lo que me permitió centrar de nuevo mi atención en el duelo. Ambos contendientes aún se atacaban y eludían enérgicamente. ¿Cuánto tiempo llevaban ya así? No tuve que protegerme los ojos cuando alcé la vista hacia el globo amarillo del polvoriento sol para comprobar que se encontraba en occidente y casi se había puesto en el horizonte. ¡Por Ares, qué resistencia!
Agamenón detuvo su carro junto al mío.
—¿Has podido delegar el mando, señor?
—He dejado a Ulises al cargo. ¡Dioses! ¿Cuánto tiempo llevan en ello, Néstor?
—La octava parte de la tarde.
—Tendrán que concluir pronto. El sol se pone.
—¡Es increíble!, ¿verdad?
—¿Propusiste una tregua?
—Los hombres no estaban dispuestos a luchar ni yo tampoco. ¿Cómo va por ahí?
—Más bien nos defendemos, aunque nos vemos enormemente superados en número. Diomedes se ha comportado todo el día como un titán. Ha matado a Pándaro, el que quebrantó la tregua, y se ha escabullido con su armadura ante las mismas narices de Héctor. ¡Ah, ahí veo a Eneas! No es de sorprender que deseara una tregua. Diomedes le acertó en el hombro con una lanza y cree haberle causado bastante daño.
—Por eso se alejó de su extremo.
—El dárdano es el hombre más astuto con quien cuenta Príamo, pero siempre se preocupa de sí mismo en primer lugar. Por lo menos eso dicen.
—¿Cómo está Menelao? ¿Alcanzó la flecha algún órgano vital?
—No. Macaón lo vendó y lo devolvió al combate.
—Luchó muy bien.
—Te sorprendió, ¿verdad?
El cuerno de la oscuridad profirió su prolongado y deprimente aviso sobre el estrépito y el polvo del campo de batalla. Los hombres depusieron sus armas y resoplaron aliviados. Dejaron caer sus escudos y enfundaron torpemente sus espadas, pero Héctor y Áyax seguían luchando. Por fin la noche los venció, apenas podían distinguir las armas que empuñaban cuando me apeé de mi carro para separarlos.
—Es demasiado tarde y ha oscurecido, mis leones. Declaro que se ha producido un empate, por lo que podéis enfundar vuestras espadas.
Héctor se quitó el casco con mano temblorosa.
—Confieso que no lamento que esto concluya. Estoy agotado.
Áyax le entregó su escudo a Teucro, cuyas rodillas se doblaron bajo aquel peso.
—También yo estoy agotado —confesó.
—Eres un gran hombre, Áyax —dijo Héctor tendiéndole su brazo diestro.
Áyax enlazó la muñeca del troyano con sus dedos.
—Confieso lo mismo de ti, Héctor.
—No comprendo que valoren a Aquiles mejor que a ti. ¡Ten, toma mi espada!
Y se la tendió de modo impulsivo.
Áyax contempló la hoja con sincero placer y la sopesó en su mano.
—En lo sucesivo la usaré siempre en combate. A cambio te ofrezco mi tahalí. Mi padre me dijo que su padre decía haberlo recibido de su padre, que era el propio Zeus inmortal.
Inclinó la cabeza y se desprendió de la valiosa reliquia, un singular ejemplar de brillante cuero castaño repujado con un diseño en oro.
—Lo sustituiré por el mío —respondió Héctor, encantado.
Observé la satisfacción, el mutuo agrado y respeto que se habían granjeado en tan terribles circunstancias. De pronto cruzó por mi mente el helado aleteo de una premonición: aquel intercambio de propiedades era de mal agüero.
Aquella noche acampamos donde nos encontrábamos, bajo los muros de Troya, con el ejército de Héctor entre nosotros y la abierta puerta Escea. Encendimos hogueras y sobre ellas colgamos calderos en barras. Los esclavos trajeron grandes bandejas de pan de cebada y carne y corrió el vino aguado. Durante un rato observé el espectáculo de una miríada de antorchas que entraban y salían fluctuantes por la puerta Escea mientras los esclavos troyanos iban y venían sirviendo al ejército de Héctor. A continuación fui a comer con Agamenón y los demás junto a una hoguera alrededor de la cual se habían instalado nuestros hombres. Al internarme entre la luz observé cómo volvían hacia mí sus cansados rostros para saludarme y advertí el vacío que pesa siempre en los hombres tras librar un duro combate.
—No hemos avanzado ni un dedo —le dije a Ulises.
—Tampoco ellos —repuso tranquilamente mientras mordía un pedazo de cerdo cocido.
—¿Cuántos hombres hemos perdido? —se interesó Idomeneo.
—Aproximadamente los mismos que Héctor, quizá algunos menos —dijo Ulises—. No son suficientes para inclinar la balanza hacia ningún lado.
—Entonces mañana lo sabremos —dijo Meriones con un bostezo.
—Sí, mañana —corroboró Agamenón, que también bostezaba.
La conversación era escasa. Los cuerpos estaban doloridos y resentidos, se nos cerraban los párpados y teníamos las panzas repletas. Había llegado el momento de envolvernos en pieles junto al fuego. Parpadeé sobre las llamas contemplando los centenares de lucecitas que salpicaban la llanura, cada una era fuente de consuelo y seguridad en la oscura noche que reinaba sobre todos nosotros. El humo se remontaba hacia las estrellas, procedente de diez mil fogatas bajo los muros de Troya. Me tendí en el suelo y observé aquellas estrellas oscilantes en la niebla artificial hasta que se diluyeron en el sueño, portador de la oscuridad mental.
El segundo día no fue como el primero. La carnicería no se vio interrumpida por tregua alguna, ningún duelo atrajo nuestra atención, no hubo actos galantes de heroísmo que elevaran la lucha por encima del nivel humano. Nuestros esfuerzos fueron inexorables y tenaces. Mis huesos clamaban por descansar, mis ojos estaban cegados por las lágrimas que todos debemos verter cuando vemos morir a un hijo. Antíloco lloraba a su hermano, luego pidió ocupar su lugar en la línea de combate; de modo que puse a otro pilio como auriga de mi carro.
Héctor se hallaba en su elemento, imposible de alcanzar, tan mortífero como Ares, arriba y abajo del campo, hostigando a sus tropas con voz bronca, sin dar cuartel ni rebajarse a pedirlo. Áyax no tuvo tiempo de perseguirlo, pues Héctor le envió a todas las fuerzas de la guardia real para que le hostigaran a él y a Diomedes, con lo que mantuvo a sus dos enemigos más peligrosos restringidos en un punto por pura superioridad numérica. Cuando Héctor arrojaba su lanza contra alguien lo condenaba a una muerte segura, era tan experto en ello como el propio Aquiles. Si se producía un claro en nuestras líneas introducía a sus hombres en él. Luego, en cuanto los había infiltrado, seguía enviando cada vez más efectivos, como el leñador que en el bosque hunde el fino filo de su hacha cada vez más profundamente en un gigantesco árbol.
¡Oh, cuánto dolor, crueldad y sufrimiento! Las lágrimas me cegaron al ver caer a otro de mis hijos, desgarrado su vientre con una lanza proyectada por Eneas. Al cabo de unos momentos Antíloco se salvó milagrosamente de perder la cabeza bajo el filo de una espada. ¡Por favor, ése no! ¡Compasiva Hera, todopoderoso Zeus, preservadme a Antíloco!
Los heraldos acudían con frecuencia a explicarme cuál era la situación en otros lugares del campo de batalla, y yo agradecía que por lo menos nuestros jefes resultaran ilesos. Sin embargo, tal vez porque nuestros hombres estaban cansados, porque carecíamos de los quince mil tesalios que Aquiles mantenía en reserva o por alguna otra razón más sombría, comenzamos a perder terreno. Lenta e imperceptiblemente el núcleo del combate se fue alejando cada vez más de los muros de Troya y fue aproximándose por momentos a nuestro propio muro defensivo. Me encontré en las primeras filas con mi auriga sollozando rabioso porque las riendas se habían enredado entre las patas de nuestros caballos y éstos iniciaban el retroceso.
Héctor se precipitaba contra nosotros; pedí ayuda frenéticamente mientras su carro avanzaba amenazador entre el gentío. La fortuna me acompañó. Diomedes y Ulises habían conseguido de algún modo introducirse en el centro de nuestra vanguardia y sus hombres estaban junto a los míos. Diomedes no intentó enfrentarse al propio Héctor sino que, en lugar de ello, se centró en su auriga, que no era el acostumbrado y por consiguiente no tan experto. Le arrojó su lanza y lo dejó clavado en su puesto. El cadáver siguió tirando de las riendas hasta que los caballos corcovearon al sentir el bocado. Con la ayuda de Ulises nos pusimos a salvo mientras Héctor vomitaba maldiciones y liberaba a los animales con un cuchillo.
Traté de reunirme con mi sector de la línea pero fue inútil. El ambiente estaba impregnado de terror y se difundían rumores de malos presagios. Ninguno de nosotros podía engañarse por más tiempo: estábamos en franca retirada. Al comprenderlo, Héctor lanzó contra nosotros el resto de sus líneas de reserva con una exclamación de triunfo.
Ulises salvó la jornada. Saltó en un carro libre —¿dónde estaría el suyo?— y obligó a los boecios a volver para enfrentarse al enemigo cuando ya huían precipitadamente. A continuación les hizo ceder terreno tranquilamente y en perfecto orden. Agamenón siguió al punto su ejemplo. Lo que había amenazado con convertirse en un desastre se realizó con pérdidas mínimas y sin el riesgo de sufrir una derrota aplastante.
Diomedes arremetió de pleno con sus argivos en la avanzadilla troyana y yo lo seguí con Idomeneo, Eurípilo, Áyax y todos sus hombres.
Habíamos colocado nuestros flancos en la vanguardia; el ejército se había convertido en una formación perfectamente recogida, rematada por un apéndice reducido que se enfrentaba a Héctor y la masa de nuestros hombres nos seguía en franco retroceso.
Teucro se mantenía en un rincón, tras el escudo de su hermano, y sus flechas volaban continuamente y alcanzaban siempre su objetivo. Héctor merodeaba por allí. Teucro lo vio y preparó otra flecha sonriente. Pero Héctor era demasiado astuto para caer víctima de un proyectil que sin duda esperaba de las proximidades de Áyax. Una tras otra recogió las flechas en su escudo, lo que irritó a Teucro y le hizo cometer un error y apartarse del escudo de su hermano, algo que Héctor estaba aguardando. Hacía tiempo que se había quedado sin lanzas, pero encontró una piedra que lanzó con el mismo impulso que una arma. El proyectil alcanzó a Teucro en el hombro derecho y lo derribó como un toro destinado al sacrificio. Áyax siguió luchando, demasiado absorto para advertirlo. ¡Ah, dioses! Mi exclamación de alivio halló eco en múltiples gargantas cuando Teucro asomó su cabeza entre la carnicería del suelo y comenzó a reptar entre los cadáveres y heridos para remontarse junto a Áyax. Pero en aquel momento constituía un exceso de equipaje que su hermano tenía que arrastrar y los troyanos cargaron contra ellos.
Dirigí desesperadamente la mirada hacia atrás para ver cuán lejos nos encontrábamos de nuestro propio muro y me quedé boquiabierto: nuestras líneas de retaguardia ya cruzaban atropelladamente los pasos elevados.
Entre Ulises y Agamenón mantenían el orden de nuestro ejército. La retirada concluyó sin grandes pérdidas de vidas y huimos tras nuestras murallas para refugiarnos en nuestra ciudad de piedra. Había oscurecido demasiado para que Héctor nos siguiera. Los dejamos en la orilla más alejada de nuestra zanja empalizada abucheándonos e increpándonos tras nuestros talones.
A
quella noche, en casa de Agamenón se celebró una reunión poco animada; nos sentamos e iniciamos la agotadora tarea de recuperar nuestras fuerzas con el fin de resistir la próxima jornada. Me dolía la cabeza, tenía la garganta irritada de proferir gritos bélicos y los costados despellejados en los puntos donde la coraza me había rozado pese al acolchado artificio que llevaba debajo. Todos mostrábamos heridas menores: rasguños, pinchazos, cortes y arañazos, y nos moríamos de sueño.