¿Hay amor después del amor?
Paula se ve abandonada por su marido, quedando a cargo de sus tres hijos. Para salir de la amargura que impregna su vida su terapeuta le aconseja que escriba, que refleje sus sentimientos y vivencias sobre el papel. Así nos descubrirá cómo superado el dolor se enfrenta a la posibilidad de un nuevo amor, por supuesto no ausente de problemas y dificultades, pero que tendrá que superar para seguir adelante.
Una nueva entrega de la autora de
Secretos de arena
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Helena Nieto
Un punto y aparte
ePUB v1.0
everox24.08.12
Título:
Un punto y aparte
Helena Nieto, 2011.
Imagen de cubierta: Getty Images
Editor original: everox (v1.0)
ePub base v2.0
La lluvia había dejado de golpear los cristales cuando al fin me quedé dormida. Hacía un segundo que había vuelto la vista al despertador que con su luz fluorescente iluminaba la oscuridad de la habitación, ya eran las dos. Miguel no había llamado, y deduje que la cena se había alargado más de lo previsto. Cuando desperté por el frío que sentía en mi espalda habían pasado seis horas. Miguel no había vuelto. En vez de sentir pánico pensando qué había podido sucederle, conseguí ver lo que hasta entonces no había querido aceptar. No dormía a mi lado porque estaba con otra mujer.
Sus pasos le delataron por el pasillo. Abrió la puerta al tiempo que estiré el brazo para encender la luz de la mesilla. Nos observamos en silencio. No puedo imaginarme qué expresión tendría mi rostro, pero después de quince años de matrimonio conocía a la perfección mis gestos como para percibir que estaba enfadada. Se acercó, alzó su mano para hacerme una caricia como si fuera un cachorro herido, y eso me dolió más. Mi instinto me hizo apartarlo con brusquedad.
—Déjame, no me toques.
—Quiero el divorcio, Paula.
Sus palabras hicieron eco en mi cerebro y no contesté. Me levanté, cogí la bata y me encerré en el baño. Al mirarme al espejo, rompí a llorar. Mi matrimonio se había acabado.
Escribo por orden de mi terapeuta. Pero no, no es del todo cierto. Sandra, mi mejor amiga y compañera de trabajo me recomendó que visitara a su cuñado, un prestigioso psicólogo que cobra un dineral por pasarte una hora contando todo lo que nunca dirías a nadie, ni siquiera a tu almohada. Fui a verlo por no aguantar a Sandra todo el día con lo mismo… y me quedé muda. Al ver que no abría la boca, optó por recetarme unos ansiolíticos y me hizo una recomendación: escribe.
—¿Escribir?
—Si no eres capaz de hablar para soltar todo lo que tienes dentro, escríbelo. Te sentirás mucho mejor.
Por la noche lo intenté. Con un bolígrafo y un folio decidí escribir lo que me atormentaba, lo que me dolía, lo que sentía… Cuando terminé tuve que reconocer que era una terapia fantástica, y hoy en día, después de tres años, sigo haciéndolo. He dejado el papel y el bolígrafo y me he pasado al portátil. No volví a visitar al terapeuta ni a tomar ansiolíticos. Desahogarme en un papel fue un verdadero descubrimiento.
No sé cuánto tiempo estuve encerrada en el baño. En ningún momento se acercó a la puerta para preguntar me cómo estaba. ¿Acaso le importaba? Era evidente que no, supongo que se imaginó que no me suicidaría y, siendo así, lo demás le traía sin cuidado. No pensaba quedarme callada. Fui en su busca. Quería que me dijera a la cara quién era ella, aunque me lo imaginaba, y también que tuviera el valor de explicarme desde cuándo, desde qué momento yo, como mujer, había dejado de interesarle. No estaba en la habitación ni en el salón. Escuché ruido en la cocina. Abrí la puerta con brusquedad. Lo pillé desprevenido.
—Paula… qué susto me has dado…
—¿Es Sonia, verdad? —pregunté. Se estaba sirviendo una taza de café.
No respondió.
—Por lo menos ten la decencia de ser sincero aunque sea por una vez en tu vida —le increpé.
Pasé por su lado y le empujé haciendo que derramara parte del café sobre la camisa.
—¡Dios! Mira lo que has hecho…
—¿Tienes una aventura con una mujer mucho más joven que tú? —grité ajena a sus intentos de limpiarse las manchas—. Porque es ella, ¿verdad?
—Cálmate… Paula, por favor… hablemos —dijo acercándose.
Furiosa intenté golpearle. Él me sujetó por las muñecas.
—No te pongas histérica…
—¡Suéltame!
Volvía a llorar sin poder evitarlo.
—No es una aventura. Estoy enamorado de Sonia.
Me quedé sin palabras. Era lo último que deseaba oír. Tal vez hubiera aceptado escuchar que era un lío, que era sexo sin más…
—Lo siento —dijo de pronto como si fuera la respuesta a todo.
—¿Cuántos años tiene? ¿Eh? ¿Lo sabes? Por Dios, Miguel, casi podría ser tu hija —afirmé secándome las lágrimas.
—Veintiséis, veintisiete… ¿Qué importa eso, Paula?
—Necesitas reafirmar tu masculinidad tirándote a una veinteañera… es alucinante.
—No digas tonterías.
—Tienes cuarenta y cinco años. ¿Es que no lo ves?
Bajó los ojos. Se produjo un largo silencio. Me asomé a la ventana. El cielo estaba gris con amenaza de lluvia. De pronto me volví, y mi voz acongojada le hizo mirarme:
—¿Qué vamos a decir a los niños?
Él tampoco respondió. Salió de la cocina dejándome sola.
Vi la taza que había puesto sobre la mesa y llena de rabia la estrellé contra el suelo. No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil mirando los restos de loza que estaban desperdigados sobre el gres con la mente en blanco y sin pensar en nada. Luego el sonido del teléfono me hizo volver a la realidad. Nadie contestó cuando pregunté. No tuve la menor duda de que al otro lado de la línea estaba Sonia. Furiosa, colgué el auricular y me dirigí a la habitación. Miguel recogía parte de su ropa.
En ese momento fui consciente de que iba en serio, muy en serio. Estaba aturdida. Negué con la cabeza.
—Menudo cabrón —murmuré a sus espaldas.
Él se hizo el sordo. Ni me miró…
Pensar en ella, solo me servía para martirizarme, sobre todo si recordaba que tenía un físico espectacular que acentuaba con ropa ceñida y generosos escotes que dejaban muy poco a la imaginación.
Al principio me sentí incapaz de asimilarlo. Durante las dos primeras semanas me hice a la idea de que Miguel estaba de viaje y eso les dije a los niños cuando regresaron de sus vacaciones en el pueblo.
Pero Vicky, mi hija mayor, me sorprendió una noche con una pregunta a la que no conseguí responder.
—¿Cuándo va a volver papá? —preguntó.
Yo había hablado con él por la mañana para insistirle una vez más que debíamos hablar con ellos y explicarles la situación, pero como siempre, había hecho oídos sordos.
«Aparte de cabrón, cobarde», me había dicho Sandra ese mismo día.
—De eso tenemos que hablar —contesté mirando a Vicky.
Tenía casi quince años. No era ninguna tonta. Adivinó enseguida que su padre no iba a volver de ningún viaje.
—¿Os vais a divorciar? —preguntó de pronto.
No pude evitar ponerme nerviosa. Me levanté de la silla y sin mirarlos salí de la cocina.
—Por favor, terminad de cenar —dije cerrando la puerta.
Marqué el número de Miguel y cuando contestó solo fui capaz de decirle una cosa:
—Vicky acaba de preguntarme si nos vamos a divorciar…
No fue nada fácil hablarles del divorcio. Lo hice sola como tantas otras cosas, porque Miguel delegó toda la carga en mí. Alex solo tenía seis años y era demasiado pequeño para entender lo que estaba pasando. Vicky y Dani reaccionaron tal y como había supuesto, echándose a llorar. Intenté consolarlos asegurándoles que todo seguiría igual, aun sabiendo que no era cierto. Tuve que hacer un gran esfuerzo por contener las lágrimas y los mantuve abrazados hasta que se tranquilizaron.
Nos divorciamos de mutuo acuerdo y Miguel no puso objeción alguna a lo que mi abogada pidió. Tampoco yo mostré inconvenientes ante su deseo de ver a los niños todas las semanas. Todo lo contrario. Suponía que con el tiempo iría perdiendo interés en estar con ellos y no me equivoqué. Después de los primeros meses en que los llamaba a diario e iba a visitarlos muy a menudo, se limitó a dedicarles un par de días al mes, eso cuando podía y no le surgían mil complicaciones para no cumplir sus promesas.
Me costó digerir todo lo que pasaba a mí alrededor, sobre todo cuando se trataba de mis hijos. De repente, Miguel era para ellos el mejor padre del universo, e intentaban chantajearme emocionalmente, sobre todo Vicky, cuando no cedía a sus deseos.
—Pues papá me lo compraría… papá me dejaría ir… a papá no le importaría… —repetía con frecuencia.
Solía respirar hondo y callarme. Pero un día no pude más y estallé ante los dos mayores:
—Pues si «papá» es tan maravilloso, ¿por qué se fue y os dejó? —respondí furiosa—. ¿Me lo podéis explicar?
Los dos me miraron inquietos y se quedaron mudos. No había querido herirles, pero estaba harta de oír «papá» cada minuto, como si yo no existiera, como si no fuera la que se ocupaba de ellos las veinticuatro horas del día…
El dolor de la soledad duró meses y meses. Llegaba agotada de trabajar y tenía que enfrentarme a la realidad de mi casa. Mis hijos, sobre todo los chicos, me reclamaban a cada minuto para que les resolviera cualquier nimiedad, desde ayudarles a hacer la mochila del colegio, hasta recordarles los días de entrenamiento de baloncesto o que llevaran algo para comer en el recreo. Luego, aparte las cosas importantes como asistir a las reuniones escolares, citas con profesores, revisarles los deberes… preocuparme porque no se sintieran solos, desatendidos o tristes a causa de la ausencia de Miguel… Cuando llegaba la noche y apoyaba la cabeza en la almohada, estaba exhausta. Aun así no era capaz de dormir y daba vueltas y vueltas en la cama deseando que las horas pasaran en un instante y que el despertador sonara de una vez. Los fines de semana eran aún peores. Cuando no me apetecía salir, me quedaba en casa sintiéndome culpable por haberles robado esos domingos y esas vacaciones en las que los cinco juntos compartíamos tiempo y diversiones. Estaba llena de decepción, decepción por todo, pero más que nada por mí misma.
Todas mis amigas estaban casadas y salían con sus maridos e hijos los sábados y domingos. Yo los llevaba al cine, al McDonald's, a la piscina, e intentaba no aburrirme demasiado; luego en las vacaciones de verano me refugiaba en la casa familiar del pueblo donde los niños salían solos y yo pasaba las horas charlando con mi hermana, tomando el sol en la playa o absorta leyendo un libro. Y si una cosa aborrecía era verme rodeada de parejas y empezar a sentirme como un bicho raro entre todas ellas. No asistía a las fiestas ni verbenas del pueblo, al contrario de mi hermana y mi cuñado que, con su grupo de amigos, todo matrimonios a los que les entusiasmaba bailar, acudían. Yo prefería tomar algo en una terraza hasta la medianoche, junto a mi madre o algún pariente con el que coincidía una vez cada mil años y al que no tenía nada especial que contar, pero que me servía para distraerme.
Y si no, me bastaba con estar en casa leyendo o viendo una película.
Y aunque al final acababa aburrida de tanta tranquilidad siempre esperaba a agotar las vacaciones para volver a casa.