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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (8 page)

BOOK: La canción de Troya
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—Parece como si malcriaras al muchacho.

—No. Lo creo incorruptible.

—No deseo asumir esta tarea, Peleo.

Ladeó la cabeza y frunció el entrecejo.

—Es necio azotar a un caballo muerto, ¿pero querrás por lo menos ver a los muchachos? Acaso cambies de opinión.

—Ni siquiera por otro Heracles o Peleo, señor. Pero los veré si así lo deseas.

Peleo se volvió e hizo señas a dos muchachos que viajaban en el segundo carro, quienes se aproximaron lentamente, uno tras otro. No pude ver al que marchaba detrás. Nada sorprendente; el que le precedía era sin duda muy atractivo. Sin embargo, resultaba decepcionante. ¿Sería aquél Aquiles, el queridísimo hijo único? No, definitivamente, no. Aquél tenía que ser Áyax, era demasiado mayor para ser Aquiles. ¿Qué tendría? ¿Catorce? ¿Trece años? Era ya tan alto como un hombre y en sus grandes brazos y hombros se marcaban sus músculos. Su aspecto no era desagradable, pero tampoco resultaba distinguido. No era más que un adolescente desarrollado, con nariz algo respingona y ojos grises e impasibles carentes de la luz del verdadero intelecto.

—Éste es Áyax —dijo Telamón con orgullo—. Sólo tiene diez años, aunque parece mucho mayor.

Le hice señas para que se pusiera a un lado.

—¿Es ése Aquiles? —inquirí con tenue voz.

—Sí —dijo Peleo tratando de parecer objetivo—. También está muy crecido para su edad, cumplió recientemente los seis.

Tragué saliva porque sentía la garganta reseca. El muchacho, pese a su temprana edad, poseía cierta magia personal, cierto encanto que utilizaba inconscientemente, con el que atraía la voluntad de los hombres y se hacía querer por ellos. Aunque no tan musculoso como su primo hermano Áyax, era asimismo alto y de recia estructura. Pese a su juventud se veía muy relajado, distribuía su peso en una pierna mientras adelantaba levemente la otra con gracia y sus brazos pendían a los costados, aunque no con torpeza. Tranquilo e inconscientemente regio, parecía hecho de oro. Sus cabellos eran como los rayos de Helio, sus tenues cejas brillaban como cristal dorado y su piel parecía de oro pulido. Era muy hermoso, con excepción de su boca, que era recta, como una hendidura carente de labios, conmovedoramente triste y sin embargo mostrando tal decisión que me impresionó vivamente. El muchacho me dirigió una grave mirada con sus ojos de color crepuscular, dorados y turbios, que expresaban curiosidad, dolor, pena, sorpresa e inteligencia.

—Seré su preceptor —dije renunciando así a siete años de mi ya escasa existencia.

Peleo sonrió radiante y Telamón me abrazó, pues hasta entonces no estaban muy seguros de que aceptara.

—No nos quedaremos —repuso Peleo—. En la carreta está todo cuanto necesitarán los muchachos y he traído criados para que te cuiden. ¿Continúa en pie la vieja casa?

Asentí.

—Entonces podrán instalarse en ella los criados. Tienen órdenes de obedecer todas tus intrucciones: tú hablas en mi nombre.

Poco después se marchaban.

Mientras los esclavos se ocupaban de descargar la carreta me dirigí a los muchachos. Áyax permanecía erguido, impasible y dócil como una montaña, mirándome con sus ojos límpidos: tendría que aporrear aquel sólido cráneo para que su mente fuera consciente de su legítima función. Aquiles aún seguía con la mirada el rastro de su padre por el camino, brillantes los grandes ojos por las lágrimas contenidas. Aquella separación revestía gran importancia para él.

—Venid conmigo, jóvenes. Os mostraré vuestra nueva casa.

Me siguieron en silencio hasta la cueva, donde les demostré cuan confortable podía ser una residencia tan extraña. Les señalé las suaves y mullidas pieles en las que dormirían, la zona de la cámara principal donde se sentarían conmigo para estudiar. Luego los conduje al borde del precipicio y me senté en mi silla con uno de ellos a cada lado.

—¿Deseabais iniciar vuestra instrucción? —les pregunté dirigiéndome más a Aquiles que a Áyax.

—Sí, mi señor —repuso Aquiles cortésmente.

Por lo menos su padre le había enseñado buenos modales.

—Mi nombre es Quirón, me llamaréis así.

—Sí, Quirón. Mi padre dice que debo congratularme de que seas mi maestro.

Me volví hacia Áyax.

—Sobre una mesa de la cueva encontrarás una lira. Tráemela, y asegúrate de que no se te cae.

El gigantesco muchacho me miró sin rencor.

—Nunca se me cae nada —repuso muy pragmático.

Enarqué las cejas con una leve sensación divertida que no hizo apuntar ningún destello de respuesta en los ojos grises del hijo de Telamón. En lugar de ello marchó a cumplir mis órdenes, como las acata un buen soldado, sin cuestionarlas. Reflexioné que lo mejor que podía hacer por Áyax era convertirlo en un soldado de perfecta fortaleza y recursos, mientras que los ojos de Aquiles reflejaban mi propia hilaridad.

—Áyax siempre se toma las cosas al pie de la letra —dijo el muchacho con su tono firme y comedido, tan grato al oído.

Extendió el brazo para señalar la ciudad que se veía a nuestros pies, a lo lejos.

—¿Es Yolco?

—Sí.

—Entonces, aquello que está sobre la colina debe de ser el palacio. ¡Qué pequeño se ve! Siempre pensé que empequeñecía a Pelión, pero desde aquí es como cualquier otra casa.

—Todos los palacios lo son si nos alejamos bastante de ellos.

—Sí, ya lo veo.

—Debes de echar de menos a tu padre.

—Creí que iba a llorar, pero ya ha pasado.

—Volverás a verlo en primavera y, entretanto, el tiempo pasará volando. No habrá ocasión para la ociosidad, que es lo que engendra descontento, engaños, malicia y travesuras.

Respiró largamente.

—¿Qué debo aprender, Quirón? ¿Qué necesito saber para ser un gran rey?

—Es excesivo para entrar en detalles, Aquiles. Un gran rey es una fuente de conocimientos. Cualquier rey es el mejor, pero un gran soberano comprende que es el representante de su pueblo ante dios.

—Entonces, el aprendizaje no llegará en seguida.

Áyax regresaba con la lira y la colocó con cuidado sobre el suelo. Era un gran instrumento, más similar a las arpas que tocan los egipcios, y estaba formado por un enorme caparazón de tortuga, que despedía radiantes colores castaños y ambarinos, y unos ganchos dorados. La tendí sobre mi rodilla y acaricié las cuerdas con un suave toque que produjo un simple sonido, no una melodía.

—Deberéis tocar la lira y aprender las canciones de vuestro pueblo. El mayor pecado es parecer inculto o grosero. Tendréis que aprender de memoria la historia y la geografía del mundo, todas las maravillas de la naturaleza, todos los tesoros que se esconden bajo el regazo de madre Kubaba, que es la Tierra. Os enseñaré a cazar, a matar, a luchar con toda clase de instrumentos, a fabricar vuestras propias armas. Aprenderéis qué hierbas curan las enfermedades y las heridas, a destilarlas para fabricar medicinas y a entablillar miembros rotos. Un gran rey concede más valor a la vida que a la muerte.

—¿También oratoria? —preguntó Aquiles.

—Sí, desde luego. Cuando hayáis aprendido de mí, arrastraréis con ella los corazones de vuestros oyentes a la alegría o el dolor. Os mostraré cómo juzgar qué son los hombres y cómo forjar leyes y llevarlas a la práctica. Aprenderéis lo que dios espera de vosotros porque sois los escogidos. — Con una sonrisa añadí-: ¡Y esto sólo es el comienzo!

Entonces cogí la lira, apoyé su base en el suelo y tañí sus cuerdas más sensibles. Por unos instantes me limité a tocar, las notas ganaron fuerza y luego, al llegar al clímax, cuando el último acorde se disipaba en el silencio, comencé a cantar:

Estaba solo, con enemigos en todas las esquinas.

La reina Hera extendió sus manos pensativa

y el Olimpo agitó sus doradas vigas

mientras ella se volvía inquieta a observarlo,

implacable en su divina ira. El rey Zeus

permanecía indefenso en los límites de su cielo

como prometió a la gloriosa Hera,

mientras su hijo sufría vasallaje en la Tierra.

Euristeo, lacayo frío e implacable de la diosa,

sonreía y contaba los regueros

de sudor que Heracles despedía como compensación

pues los hijos de los dioses deben reparar

porque los dioses están exentos de castigos;

tal es la diferencia entre los hombres

y los dioses que los atormentan como víctimas.

Hijo bastardo, sin una pizca de icor,

Heracles asumió el precio de la pasión,

pagó con su agonía y su degradación

mientras Hera reía ante el llanto del poderoso Zeus…

Era la balada de Heracles, fallecido hacía pocos años, y yo los observaba al cantarla. Áyax escuchaba atentamente; Aquiles, con el cuerpo en tensión. Se inclinaba hacia adelante y apoyaba la barbilla en las manos y los codos en los brazos del sillón, fijos sus ojos en mi rostro. Cuando por fin aparté la lira dejó caer las manos con un suspiro de agotamiento.

Así comenzó y así prosiguió a medida que pasaron los años. Aquiles hizo grandes progresos en todos los aspectos; Áyax avanzó lentamente en sus funciones. Sin embargo, el hijo de Telamón no era ningún necio: su valor y su tesón serían envidiables en cualquier monarca y siempre conseguía salir adelante. Pero Aquiles era mi preferido, mi alegría. Por nimias que fuesen mis observaciones, las atesoraba con celo para utilizarlas cuando fuese un gran soberano, según decía con una sonrisa. Le encantaba aprender y se superaba en todas la ramas del saber, era tan hábil con las manos como con la mente. Aún conservo algunos de los cuencos de arcilla y de los dibujos por él realizados.

Pero por encima de toda erudición, Aquiles era un ser nacido para la acción, la guerra y la realización de poderosas hazañas. Incluso en aspecto físico aventajaba a su primo porque sus pies eran como mercurio vivo y se aficionó al manejo de las armas como una mujer codiciosa a un joyero. Su puntería con la lanza era infalible y yo ni siquiera veía la espada cuando él la empuñaba; revés, estocada, tajo. ¡Oh, sí, había nacido para mandar! Comprendía el arte bélico sin esfuerzos, por puro instinto. Era un cazador nato que regresaba a la cueva arrastrando jabalíes demasiado pesados para cargar con ellos y que podía aventajar a los ciervos en su carrera. Sólo en una ocasión lo vi hallarse en problemas cuando, tras perseguir a su presa en plena ladera, se desplomó con tal fuerza que tardó cierto tiempo en recuperar los sentidos. Según explicó, le había fallado el pie derecho.

Áyax solía estallar en violenta ira, pero a Aquiles nunca le vi perder los estribos. Aunque no era tímido ni reservado, poseía serenidad y control internos. Era un guerrero pensante, algo singular. Sólo en un aspecto su boca como una hendidura revelaba la otra vertiente de su naturaleza: cuando algo no se ajustaba a su sentido de lo conveniente podía ser tan frío e inflexible como el viento del norte cargado de nieve.

Aquellos siete años disfruté más que el resto de mi vida en conjunto, no sólo gracias a Aquiles sino también a Áyax. El contraste entre los primos era tan notable y sus excelencias tan grandes que transformarlos en hombres se convirtió en una tarea llena de amor. De todos los muchachos que había instruido, mi preferido era Aquiles. Cuando por fin se marchó lloré, y durante muchas lunas después mi ansia de vivir fue una especie de tábano tan persistente como el que atormentó a ío. Hasta mucho tiempo después no pude dirigir la mirada desde mi asiento para ver brillar al sol el dorado borde del techo de palacio sin que flotara una niebla ante mis ojos que confundía baldosas y oro entre sí como mineral en un crisol.

Capítulo Cuatro
(Narrado por Helena)

J
antipa me dio una buena paliza; regresé del campo jadeante y agotada pero exhibí mi sonrisa más radiante ante el círculo de rostros de admiración del público allí congregado. A nadie le interesaba felicitar a Jantipa por ganar el encuentro: habían acudido para verme a mí. Me rodeaban y me ensalzaban, se valían de cualquier pretexto para tocarme la mano o el hombro; algunos, más atrevidos, se ofrecían jocosamente a enfrentarse conmigo en cualquier ocasión. Yo eludía sin dificultades sus ocurrencias, toscas y poco delicadas.

Por mi edad aún me consideraban una criatura, pero sus ojos negaban tal hecho. Sus miradas expresaban cosas sobre mí que yo ya conocía, porque en mi habitación tenía espejos de cobre pulido y también tenía ojos. Aunque nobles cortesanos, ninguno era de gran importancia en el esquema general. Los despedí como el agua tras el baño, cogí una toalla que me tendía mi sirvienta y me envolví los desnudos y sudorosos miembros entre un coro de protestas.

De pronto distinguí a mi padre tras aquella multitud. ¿Acaso me había estado observando? ¡Qué extraordinario! Él nunca acudía a presenciar aquellas parodias femeninas de deportes masculinos. Mi expresión hizo que algunos de los cortesanos se volvieran y al instante desaparecieron todos. Me acerqué a mi padre y lo besé en la mejilla.

—¿Siempre cuentas con un público tan entusiasta, pequeña? —me preguntó con el entrecejo fruncido.

—Sí, padre —respondí vanidosa—. Me admiran mucho, ¿sabes?

—Ya lo he visto. Debo de estar haciéndome viejo y perdiendo mis facultades de observación. Por fortuna, tu hermano mayor, que no es viejo ni está ciego, me insinuó esta mañana la conveniencia de presenciar los deportes femeninos.

—¿Por qué tiene que molestarse Castor conmigo? —exclamé irritada.

—Mal andarían las cosas si no lo hiciera.

Llegamos a la puerta que daba acceso a la sala del trono.

—Cuando te hayas lavado y vestido, ven a verme, Helena.

Me encogí de hombros ante su inexpresivo rostro y salí corriendo.

Neste me aguardaba en mis habitaciones, murmurando y regañándome. Dejé que me desnudara y aguardé el baño caliente y el hormigueo del raspador en mi piel. La mujer tiró la toalla en un rincón y soltó los cordones de mi taparrabos parloteando sin cesar. Pero ya no la escuchaba: salté sobre las frías losas y me metí en la bañera salpicando alegremente. Era una sensación deliciosa sentir el agua que lamía mi cuerpo, que me acariciaba y formaba un velo que me permitía acariciarme sin que repararan en ello los sagaces ojillos de Neste. Y cuan agradable era permanecer después erguida mientras ella me frotaba con aceites fragantes y sentir que se infiltraban en mi cuerpo. No había muchos momentos en el día para caricias y fricciones ni para entregarme a aquellas agitaciones y estremecimientos que a las muchachas como Jantipa no parecían importarles tanto como a mí. Tal vez se debiera a que no habían tenido a un Teseo que las enseñara.

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