Cuando posó su mirada en mí el influjo de su autoridad me provocó escalofríos. Me pregunté quién sería.
Mi padre hizo señas impaciente a un criado, que colocó una silla real entre él y Agamenón. ¿Quién sería para verse tan honrado y sin embargo mostrarse tan poco impresionado?
—Ésta es Helena —me presentó mi padre.
—No es de sorprender que se haya reunido aquí casi toda Grecia, Tíndaro -comentó mientras cogía un muslo de ave y le hincaba los blancos dientes con entusiasmo—. Ahora creo lo que dicen por ahí, que es la mujer más hermosa del mundo. ¡Tendrás problemas con esta manada de impulsivos para contentar a uno solo y decepcionar a tantos!
Agamenón miró compungido a mi padre y ambos se echaron a reír.
—Desde el instante en que has llegado confiaba en que planteases claramente el problema, Ulises —dijo el gran monarca.
Mi sorpresa y mi intriga se disiparon y me sentí muy necia. Desde luego que era Ulises. ¿Quién si no se hubiera atrevido a hablar a Agamenón como a un igual? ¿Quién hubiera merecido un asiento especial en el estrado?
Había oído hablar mucho de él. Siempre que trataban de legislación, decisiones, nuevos impuestos y guerras surgía su nombre. En una ocasión mi padre emprendió un pesado viaje hasta Ítaca sólo para consultarle. Se le consideraba el hombre más inteligente del mundo, más incluso que Néstor y Palamedes. Y no sólo era inteligente sino también prudente. No era, pues, de sorprender que lo hubiera imaginado como un venerable y barbudo anciano, encorvado por las preocupaciones de un siglo de existencia, tan vetusto como el rey Néstor de Pilos. Cuando Agamenón tenía cuestiones importantes que discutir enviaba en busca de Palamedes, Néstor y Ulises, pero solía ser Ulises quien tomaba las decisiones.
Mucho se había hablado acerca del Zorro de Ítaca, como era conocido. Su reino consistía en cuatro islitas rocosas y estériles de la costa oeste, un pobre y parco dominio en cuanto a reinos se refería. Residía en un sencillo palacio, era granjero porque sus nobles no podían contribuir con suficientes impuestos para financiarlo; sin embargo, su nombre había hecho famosas a Ítaca, Leuco, Zacinto y Cefalonia.
Cuando llegó a Amidas y lo vi por vez primera no tendría más de veinticinco años; e incluso quizá aún fuera más joven, si la sabiduría tuviera la facultad de envejecer el rostro humano.
Siguieron hablando, olvidando tal vez que yo me encontraba a la izquierda de mi padre y que podía oírlos con disimulo. Puesto que tenía a Menelao a mi otro lado, ninguna conversación me distraía.
—¿Acaso te propones pedir a Helena, mi astuto amigo?
—Me descubres, Tíndaro —repuso Ulises con aire travieso.
—Cierto. Pero ¿por qué? No hubiera imaginado que andaras tras una gran belleza aunque disfrutara de una dote considerable.
Ulises hizo una mueca.
—Es por causa de mi curiosidad… ¡Recuerda mi curiosidad! ¿Crees que podría perderme un espectáculo como éste?
Agamenón sonrió, pero mi padre rió sonoramente.
—¡Es cierto que es un espectáculo! ¿Qué debo hacer, Ulises? ¡Míralos! Más de un centenar de reyes y príncipes andando a la greña, preguntándose quién será el afortunado… y decididos a cuestionar la elección por muy lógica o política que sea.
En esta ocasión intervino Agamenón:
—Se ha convertido en una especie de competición. ¿Quién es el más favorecido por el supremo monarca de Micenas y su suegro Tíndaro de Lacedemonia? ¡Saben que Tíndaro seguirá mi consejo! Lo único que surgirá de esta situación es una enemistad duradera.
—¡Por supuesto! Fijaos en Filoctetes, cómo estira orgulloso su cuello y resopla. Y no hablemos de Diomedes, Idomeneo, Menesteo, Eurípilo y todos los demás.
—¿Qué debemos hacer? — preguntó Agamenón.
—¿Es una solicitud formal de consejo, señor?
—Así es.
Me puse en tensión, pues comenzaba a comprender el insignificante papel que interpretaba en todo aquello. De pronto sentí deseos de llorar. ¿Acaso iba yo a escoger? ¡No! Lo harían ellos: Agamenón y mi padre. Aunque ahora comprendía que mi destino se hallaba en las manos de Ulises. ¿Y acaso a él le importaba? En aquel momento me guiñó un ojo y el corazón me dio un vuelco. No, no le importaba. No se veía el menor asomo de deseo en sus hermosos ojos grises. No había venido a pedir mi mano, sino porque sabía que se requeriría su consejo. Sólo se había presentado para realzar su propia reputación.
—Como siempre, estaré encantado de serviros de ayuda —repuso tranquilamente dirigiendo su mirada a mi padre—. Sin embargo, Tíndaro, antes de que podamos discutir el problema de casar a Helena de un modo político y seguro, tengo que solicitarte un pequeño favor.
Agamenón pareció ofendido. Pese a mi desconcierto me pregunté qué sutil negociación se llevaba a cabo.
—¿Quieres a Helena para ti? —inquirió mi padre secamente.
Ulises estalló en una carcajada tan estentórea que provocó un silencio instantáneo en el salón.
—¡No, no! No me atrevería a aspirar a ella cuando mi fortuna es insignificante y mi reino, mísero. ¡Pobre Helena! Me siento trastornado al imaginar tanta belleza encerrada en una roca del mar Jónico. No, no deseo a Helena como esposa. Quiero a otra.
—¡Ah! — exclamó Agamenón, aliviado—. ¿De quién se trata?
Ulises prefirió responderle a mi padre.
—De Penélope, Tíndaro, la hija de tu hermano Icario.
—Eso no será difícil —repuso mi padre, sorprendido.
—A Icario no le agrado y recibirá mejores ofertas por la mano de Penélope.
—Hablaré de ello con mi padre.
—Considéralo hecho —dijo Agamenón.
Fue un duro golpe para mí, pues no podía comprender qué veía en Penélope. Yo la conocía bien, ya que era prima hermana mía. No era mal parecida y era una gran heredera por añadidura, pero terriblemente aburrida. En una ocasión me había descubierto permitiendo que un noble de nuestra casa me besara los senos -¡desde luego que no iba a consentirle nada más!— y me despachó un sermón en el sentido de que los deseos de la carne eran denigrantes y poco elevados. Declaró con su voz fría y moderada que haría mejor si centraba mi atención en habilidades realmente femeninas como ¡tejer! La miré como si estuviera loca. ¡Había dicho «tejer»!
Ulises comenzó a hablar. Aparté mis pensamientos sobre mi prima Penélope y lo escuché atentamente.
—Tengo una idea bastante clara acerca de cómo piensas conceder a tu hija y comprendo tus razones, Tíndaro. Sin embargo, es irrelevante a quién escojas. Lo importante es que protejas los intereses de Agamenón y los tuyos, así como tus relaciones con el desdichado centenar de rechazados cuando hayas anunciado tu elección. Yo puedo lograrlo siempre que hagas exactamente lo que te diga.
—Lo haremos —repuso Agamenón.
—Entonces, el primer paso consiste en devolver todos los regalos que los pretendientes han ofrecido, acompañados de corteses agradecimientos por la intención. Nadie debe calificarte de avaricioso, Tíndaro.
Mi padre pareció contrariado.
—¿Es realmente necesario?
—No sólo necesario… ¡Es imprescindible!
—Los regalos serán devueltos —dijo Agamenón.
—Bien.
Ulises se inclinó en su asiento y los dos reyes lo imitaron.
—Anunciarás tu elección de noche, en la sala del trono. Deseo que el recinto se halle oscuro y con ambientación sacra, a lo que contribuirá la noche. Que todos los sacerdotes se hallen presentes y quemen abundante incienso. Mi propósito es abrumar el ánimo de los pretendientes y eso puede conseguirse mediante un ritual. No puedes permitirte que el nombre de tu elegido sea saludado por guerreros enfurecidos.
—Como gustes -suspiró mi padre, a quien desagradaban las minucias.
—Eso es simplemente el principio, Tíndaro. Cuando tomes la palabra deberás informar a los pretendientes de cuánto adoras a esa preciosa joya que es tu hija y cuánto has rogado a los dioses para que te guiasen en tu elección que, según añadirás, ha sido aprobada en el Olimpo: los presagios son propicios y los oráculos, claros. Pero el todopoderoso Zeus ha exigido una condición. A saber, que antes de que cualquiera, menos tú, conozca el nombre del afortunado vencedor, todos jurarán apoyar tu decisión. Algo más que eso. Todos deben jurar asimismo que prestarán al marido de Helena absoluta ayuda y colaboración y que el bienestar de su esposo les será tan querido como los dioses. Y también que, si fuera necesario, todos ellos irían a la guerra para defender sus derechos.
Agamenón permanecía en silencio, con la mirada en el vacío, mordiéndose los labios y encendido visiblemente por algún fuego interior. Mi padre parecía simplemente sorprendido. Ulises se recostó en su asiento y volvió a morder el ave, sin duda complacido consigo mismo. De pronto Agamenón se volvió y lo asió por los hombros, blancos los nudillos por su fuerte presión y con aire siniestro. Pero Ulises le devolvió sin miedo la mirada.
—¡Por la madre Kubaba, Ulises, eres un genio! —exclamó.
A continuación se volvió hacia mi padre y añadió:
—¿Comprendes lo que esto significa, Tíndaro? Aquel que se case con Helena tendrá asegurada la permanente e irrevocable alianza con casi todas las naciones griegas. ¡Su futuro es seguro; su posición, mil veces elevada!
Mi padre, aunque visiblemente aliviado, parecía incrédulo.
—¿Qué juramento podría imponerles? —preguntó—. ¿Qué compromiso será tan terrible para comprometerlos a algo que puedan deplorar?
—Sólo uno —dijo Agamenón lentamente—. El juramento del Caballo Descuartizado: por Zeus tonante, por Poseidón, dios de los temblores terrestres, por las hijas de Coré, por el Río y por la Muerte.
Sus palabras cayeron como gotas de sangre de la cabeza de Medusa. Mi padre se cubrió el rostro con las manos con un estremecimiento.
Ulises, al parecer inmutable, cambió bruscamente de tema.
—¿Qué sucederá en el Helesponto? —le preguntó a Agamenón muy animado.
El soberano supremo frunció el entrecejo.
—No lo sé. ¿Qué apena al rey Príamo de Troya? ¿Por qué se muestra ciego ante las ventajas del comercio griego en el Ponto Euxino?
—Creo que a Príamo le conviene impedir tal comercio —repuso Ulises tomando un dulce de miel—. De todos modos se enriquece con los impuestos que allí percibe. Y asimismo ha establecido tratados con sus colegas, los reyes de Asia Menor, y sin duda obtiene una participación en los exorbitantes precios que nosotros, los griegos, debemos pagar por el estaño y el bronce, puesto que nos vemos obligados a comprarlo en Asia Menor. La exclusión de los griegos del Ponto Euxino significa más dinero para Troya, no menos.
—¡Telamón nos hizo una mala jugada cuando raptó a Hesíone! —exclamó mi padre, irritado.
Agamenón negó con la cabeza.
—Estaba en su derecho a hacerlo. Lo único que Heracles pedía era el pago que se le adeudaba por un gran servicio prestado. Al negárselo el viejo roñoso de Laomedonte, cualquier idiota hubiera podido predecir el resultado.
—Heracles hace más de veinte años que ha muerto -intervino Ulises aclarando su vino con agua—. Teseo también ha muerto. Sólo Telamón vive aún y nunca consentirá en separarse de Hesíone, aunque ella estuviera dispuesta a irse. Raptos y violaciones son historias añejas —prosiguió con suavidad, al parecer como si nunca se hubiera enterado de lo sucedido entre Teseo y Helena—, y no tienen gran cosa que ver con la política. Grecia está en auge y Asia Menor lo sabe. Por consiguiente, ¿qué mejor política pueden adoptar Troya y el resto de Asia Menor que negarle a Grecia lo que necesita, cobre y estaño para convertirlos en bronce?
—Cierto —convino Agamenón mientras se acariciaba la barba—. ¿Qué resultará, pues, del embargo comercial de Troya?
—La guerra —repuso Ulises tranquilamente—. Antes o después estallará la guerra. Cuando nos apriete demasiado la necesidad, cuando nuestros comerciantes clamen justicia ante todos los soberanos entre Cnosos y Yolco, cuando ya no podamos reunir estaño suficiente para mezclar con el cobre y fabricar espadas, escudos y cabezas de flechas… entonces habrá guerra.
Su conversación se volvió más aburrida, pues ya no trataban de mí. Además, estaba sinceramente cansada de Menelao. El vino comenzaba a afectar a los reunidos, pocos eran los rostros que se volvían hacia mí en señal de adoración. Me escabullí de la mesa y me marché sigilosamente por la puerta que estaba tras la silla de mi padre. Mientras recorría el pasillo que seguía paralelo al comedor, lamenté no llevar una prenda más silenciosa que aquella falda tintineante. La escalera que conducía al sector femenino se hallaba en el extremo opuesto, en el lugar donde el pasillo se bifurcaba hacia otras salas oficiales. Llegué hasta ella y la subí corriendo sin que nadie acudiera en mi busca. Sólo tenía que pasar ante los aposentos de mi madre. Incliné la cabeza y tiré de la cortina.
Unas manos me asieron por los brazos y me detuvieron, y alguien me cubrió la boca para impedir que gritara. ¡Se trataba de Diomedes! Lo miré sobresaltada entre los fuertes latidos de mi corazón. Hasta aquel momento no había tenido la oportunidad de encontrarme a solas con él ni había cambiado otras palabras que simples saludos.
Su piel brillaba a la luz de la lámpara que le arrancaba reflejos ambarinos y en su garganta latía con intensidad una vena tensa como un cable. Mi mirada se fundió en sus ojos negros y cálidos mientras apartaba la mano de mi boca. ¡Qué hermoso era! ¡Cuánto apreciaba yo la belleza! Y más que nada cuando la descubría en un hombre.
—Reúnete conmigo en el jardín —susurró.
Negué violentamente con la cabeza.
—¡Debes de estar loco! ¡Déjame y no mencionaré que te he encontrado ante los aposentos de mi madre! ¡Deja que me marche!
Rió en silencio mostrando su blanca dentadura. — No me moveré de aquí hasta que me prometas reunirte conmigo en el jardín. Todavía permanecerán largo rato en el comedor, nadie nos echará de menos a ninguno de los dos. ¡Te deseo, muchacha! No me importan sus decisiones ni demoras, te deseo y me propongo tenerte.
Me llevé la mano a la cabeza, aún embotada por el calor reinante en el comedor. Luego, de manera instintiva, asentí. Diomedes me dejó partir al punto y corrí a mis habitaciones. Allí me aguardaba Neste para desnudarme.
—¡Acuéstate, vieja! ¡Me desnudaré sola!
La mujer, ya acostumbrada a mis modales, se marchó muy gustosamente y me quedé tirando de mis encajes con dedos temblorosos, quitándome con precipitación el corpino y la blusa y liberándome de la falda. Me despojé de campanillas, pulseras y anillos y me cubrí con la túnica de baño. Luego salí al pasillo y bajé por la escalera posterior que conducía al exterior. Había dicho que estaría en el jardín, acudí sonriente hacia las hileras de coles y raíces comestibles. ¿A quién se le ocurriría buscarnos entre las verduras?