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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (9 page)

BOOK: La canción de Troya
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Otra doncella colocó mi falda formando un círculo en el suelo para que yo pudiera situarme en el centro y luego la subió por mis piernas y me la ciñó en la cintura. Era pesada, pero ya me había acostumbrado a soportarla porque hacía dos años, desde mi retorno de Atenas, que vestía la falda de las adultas. Mi madre había considerado ridículo que volviera a llevar prendas infantiles después de aquel episodio.

A continuación me pusieron la blusa, anudada bajo los senos, y el amplio cinturón y el delantal que sólo podían abrocharme si contenía el aliento. Una doméstica introdujo mis rizos por el agujero de la corona dorada y otra me puso unos lindos pendientes de cristal en mis orejas perforadas. Alcé uno tras otro los pies descalzos para que colocaran anillos y campanillas en los dedos, y tendí los brazos, que me adornaron con múltiples y tintineantes pulseras y anillos.

Cuando hubieron concluido fui hacia el espejo más grande y me observé críticamente. La falda era la más bonita que tenía, con volantes y flecos desde la cintura hasta los tobillos, y recargada con cuentas de ámbar y cristal, amuletos de lapislázuli y oro batido, campanillas doradas y colgantes, por lo que todos mis movimientos estaban acompañados de música. El cinturón no estaba bastante ceñido y les ordené a dos mujeres corpulentas que lo ajustaran.

—¿Por qué no puedo pintarme los pezones de oro, Neste? —le pregunté.

—Es inútil que insistas, joven princesa. Pregúntaselo a tu madre. Será mejor reservar tal artificio para cuando lo necesites… Cuando hayas parido un hijo y se te hayan oscurecido.

Decidí que quizá tenía razón. Podía considerarme afortunada: mis pezones eran sonrosados y replegados en sí como capullos; mis senos, plenos y altos.

¿Cómo los había calificado Teseo? Dos cachorrillos blancos y rollizos, con narices sonrosadas. Al pensar en él cambié de talante. Me aparté airada de mi imagen haciendo tintinear los abalorios. ¡Oh, yacer de nuevo en sus brazos! ¡Teseo, mi amado Teseo! Su boca, sus manos, el modo en que atormentaba mi cuerpo hasta que ardía en deseos de plenitud… Pero se habían presentado mis queridos hermanos Castor y Pólux y me habían apartado de él. ¡Si por lo menos él hubiera estado en Atenas cuando llegaron! Pero se hallaba muy lejos, en Esciro, con el rey Licomedes, por lo que nadie osó enfrentarse a los hijos de Tíndaro.

Aguardé a que mis sirvientas trazaran una línea negra en torno a mis ojos y me pintaran de oro los párpados, pero rechacé el carmín para las mejillas y los labios. Teseo me había dicho que no los necesitaba. Acto seguido bajé a la sala del trono a ver a mi padre, que se sentaba en un cómodo sillón junto a una ventana y que se levantó al punto.

—Ven aquí, a la luz —dijo.

Obedecí sin protestar, pues era mi indulgente progenitor, pero también el rey. Mientras permanecía bajo la cruda y despiadada luz del sol, él retrocedió unos pasos y me miró como si me viese por primera vez.

—¡Ah, sí, Teseo tenía una visión más atinada que nadie en Lacedemonia! Tu madre tiene razón, ya eres una mujer. Por consiguiente, debemos hacer algo contigo antes de que se presente otro Teseo.

Aunque me ardía el rostro guardé silencio.

—Ha llegado la hora de casarte, Helena.

Permaneció unos instantes pensativo.

—¿Cuántos años tienes?

—Catorce, padre.

¡Me hablaba de matrimonio! ¡Qué interesante!

—No es prematuro —comentó.

Entonces apareció mi madre. Esquivé su mirada, era una sensación extraña encontrarse ante mi padre y que él me mirara como un hombre. Pero ella hizo caso omiso de mí, fue a su lado y me examinó también valorándome. Luego ambos cambiaron una larga e intencionada mirada.

—Ya te lo dije, Tíndaro —comentó ella.

—Sí, Leda, necesita un esposo.

Mi madre profirió su risa cantarína y musical, que, según se rumoreaba, tanto había hechizado al todopoderoso Zeus. Debía de contar mi edad cuando la encontraron abrazada a un gran cisne con sus miembros desnudos y gimiendo de placer, pero había reaccionado rápidamente alegando que el cisne era Zeus, el propio Zeus, que la había seducido. Aunque a mí, su hija, no podía engañarme. ¿Qué sensaciones debían de producir aquellas deliciosas plumas blancas? Su padre la casó con Tíndaro tres días después, y ella le dio dos pares de gemelos: Castor y Clitemnestra primero, y luego, al cabo de unos años, Pólux y yo. Aunque, a la sazón, todos parecían creer que los gemelos eran Castor y Pólux. O que los cuatro habíamos nacido a la vez, como cuatrillizos. De ser así, ¿cuáles pertenecíamos a Zeus y cuáles a Tíndaro? Aquello era un misterio.

—Las mujeres de mi casa maduran tempranamente y sufren mucho —dijo Leda sin dejar de reír.

Mi padre no se reía. Se limitó a responder con cierta sequedad:

—Sí.

—No nos será difícil encontrarle un esposo. Tendrás que contenerlos a garrotazos, Tíndaro.

—Desde luego, es de alta cuna y estará ricamente dotada.

—¡Tonterías! Es tan hermosa que no importaría que careciese por completo de dote. El gran rey de Ática nos hizo un favor al difundir los elogios de su belleza de Tesalia a Creta. No sucede cada día que un hombre tan viejo y agotado como Teseo pierda la cabeza y rapte a una criatura de doce años.

Mi padre apretó los labios con fuerza.

—Preferiría que no se mencionara ese tema —dijo fríamente.

—¡Qué lástima que sea más hermosa que Clitemnestra!

—Clitemnestra le conviene a Agamenón.

—¡Qué pena que no haya dos grandes soberanos de Micenas!

—Hay otros tres grandes monarcas en Grecia —repuso mi padre, que comenzaba a mostrarse práctico y eficaz.

Me aparté subrepticiamente de la luz, pues no deseaba ser advertida y despedida. El tema, yo misma, era demasiado interesante. Me gustaba oír cómo me calificaban de hermosa. En especial cuando a continuación añadían que era más hermosa que Clitemnestra, mi hermana mayor, casada con Agamenón, el gran soberano de Micenas y de toda Grecia. Aunque ella nunca me había gustado. Cuando yo era pequeña me sobrecogía verla irrumpir por los salones, en uno de sus famosos arrebatos, con los rojizos cabellos ondeando al aire a efectos de la furia y los negros ojos encendidos de ira. Sonreí divertida al imaginar cómo llevaría de cabeza a su marido con sus rabietas por muy gran rey que fuese. Aunque Agamenón parecía muy capaz de manejarla, pues era tan dominante como Clitemnestra.

Mis padres seguían hablando de mi matrimonio.

—Lo mejor será enviar heraldos a todos los reyes —decía mi padre.

—Sí… y cuanto antes mejor. Aunque la Nueva Religión se muestra reacia a la poligamia, muchos reyes no han tomado esposa. Idomeneo, por ejemplo. ¡Imagínate! Una hija en el trono de Micenas y la otra en el de Creta. ¡Qué triunfo!

Mi padre vacilaba.

—Creta no es la potencia de otros tiempos. Ambas posiciones no son equivalentes.

—¿Y qué opinas de Filoctetes?

—Es un hombre brillante, destinado a grandes hechos, según dicen. Sin embargo, es rey de Tesalia, lo que significa que debe rendir homenaje a Peleo así como a Agamenón. Más bien pienso en Diomedes, que ha regresado de la campaña de Tebas cubierto de riqueza y de gloria. Me agrada la idea de Argos, pero es a largo plazo. Si Peleo hubiera sido más joven, lo hubiera escogido automáticamente, mas dicen que se niega a casarse de nuevo.

—Es inútil obstinarse en los que no están disponibles —repuso mi madre con sentido práctico—. Siempre nos queda Menelao.

—No lo había olvidado. ¿Quién puede olvidarlo?

—Envía invitaciones a todos, Tíndaro. Hay herederos de tronos así como reyes. Ulises de Ítaca reina actualmente dada la senilidad de Laertes. Y Menesteo es un gran monarca, mucho más estable en Ática de lo que lo fue Teseo… ¡Gracias a los dioses que no tenemos que tratar con Teseo!

—¿Qué quieres decir? —intervine bruscamente.

Me sentía muy susceptible. En mi fuero interno había confiado en que Teseo acudiría en mi busca, reclamándome como esposa. Desde mi retorno de Atenas no había oído mencionar su nombre.

Mi madre tomó mis manos entre las suyas y las estrechó con firmeza.

—Será mejor que te enteres por nosotros, Helena. Teseo ha muerto, exiliado y asesinado en Esciro.

Me liberé de ella y salí corriendo de la sala al ver mis sueños destruidos. ¿Muerto? ¿Teseo había muerto? De ser así, parte de mí quedaría insensible para siempre.

Dos lunas después llegó mi cuñado Agamenón con su hermano Menelao en su séquito. Cuando entraron en la sala del trono me hallaba presente; lo que era una novedad para mí y por añadidura resultaba estimulante, pues de pronto yo era el eje en torno al cual giraban todas las conversaciones. Desde la entrada de palacio habían venido mensajeros a advertirnos, de modo que el gran rey de Micenas y de toda Grecia entró acompañado del estrépito de las trompas y sobre una alfombra de oro dispuesta para su imperial llegada.

Nunca acabé de decidirme sobre si Agamenón me gustaba o no, aunque sí llegué a comprender el respeto que inspiraba. Era muy alto y marchaba tan erguido y disciplinado como un soldado profesional, como si fuese el amo del mundo. Sus cabellos negros como azabache estaban tenuemente salpicados de gris, sus ojos negros tenían una expresión viva que podía ser amenazadora, su perfil era altivo, y curvaba los finos labios en permanente expresión desdeñosa.

Los hombres tan morenos no eran corrientes en Grecia, un país de hombres grandes y rubios. Pero en lugar de sentirse avergonzado por su color, se enorgullecía de él. Aunque estaba de moda ir rasurado, exhibía una larga y rizada barba negra peinada en tirabuzones ordenados con cintas de oro y llevaba los cabellos de igual modo. Vestía una larga túnica de lana púrpura totalmente cuajada de un complicado dibujo bordado con hilos de oro, y en su diestra ostentaba el cetro imperial de oro macizo que manejaba tan fácilmente como si fuera de yeso.

Mi padre descendió de su trono y se arrodilló a besarle la mano, rindiéndole así el homenaje que todos los grandes reyes debían al supremo soberano de Micenas. Mi madre se adelantó a su encuentro. Por el momento ignoraron mi presencia, lo que me dio tiempo para centrar mi atención en Menelao, mi posible pretendiente. ¡Oh dioses! Mi entusiasta impaciencia dio paso a la sorpresa y la desilusión. Me había hecho completamente a la idea de casarme con una réplica de Agamenón, pero aquel hombre no se le parecía en absoluto. ¿Sería realmente hermano del monarca supremo de Micenas, engendrado por Atreo en el mismo vientre? Parecía imposible. Era bajo y corpulento, con piernas tan gruesas e informes que se veían ridiculas con los ajustados pantalones que vestía. Sus hombros eran redondos y encorvados. Era un hombre blando e insignificante, de rasgos vulgares y cabellos igualmente pelirrojos como mi hermana. Me hubiera sentido más atraída por él si sus cabellos hubieran sido de otro color.

Mi padre me hizo señas para que me acercase. Avancé con torpeza y le di la mano. El imperial visitante me dirigió una mirada cálida de admiración. Por vez primera experimenté un fenómeno que se haría muy familiar en días venideros: yo no era ni más ni menos que un galardón animal ofrecido en subasta al mejor postor.

—Es perfecta —le dijo Agamenón a mi padre—. ¿Cómo logras engendrar criaturas tan hermosas, Tíndaro?

Mi padre se echó a reír y rodeó la cintura de mi madre con su brazo.

—Sólo participo a medias en ello, señor —dijo.

Entonces se volvieron y me dejaron para que conversara con Menelao, pero antes distinguí la última pregunta del soberano supremo.

—¿Qué hay de cierto detrás del intermedio de Teseo? —inquirió.

—La raptó, Agamenón -intervino mi madre rápidamente—. Por fortuna los atenienses consideraron que era la gota que colmaba el vaso y lo expulsaron antes de que pudiera desflorarla. Castor y Pólux nos la devolvieron intacta.

¡Era una terrible embustera!

Observé que Menelao me miraba, me pavoneé ante sus ojos.

—¿No habías estado antes en Amidas? —le pregunté.

Murmuró unas palabras y ladeó la cabeza.

—¿Qué dices? —insistí.

—Nnnnno —consiguió pronunciar al fin.

¡Era tartamudo!

Los pretendientes se reunieron. Menelao era el único al que se le permitía residir en el mismo palacio, gracias a su relación con nuestra familia… y a la influencia de su hermano. Los restantes fueron acomodados en la casa de invitados y en las residencias de los nobles. Eran un centenar en total. Descubrí aliviada que ninguno era tan aburrido ni poco atractivo como el pelirrojo y tartamudo Menelao.

Filoctetes e Idomeneo llegaron juntos. El corpulento y rubio Filoctetes, irradiando energía; el altivo Idomeneo, con aire majestuoso y con la consciente arrogancia de quien ha nacido en la casa de Minos y está destinado a gobernar como rey supremo de Creta, sucesor de Catreo.

Cuando Diomedes hizo su aparición comprendí que era el mejor de todos, un auténtico soberano y guerrero. Tenía el mismo aire de experiencia mundana que poseía Teseo, aunque era tan moreno como rubio aquél, tan moreno como Agamenón. ¡Qué hermoso! Alto y esbelto como una pantera negra. Sus ojos irradiaban un humor insolente, su boca parecía estar siempre riendo. Y desde el primer instante comprendí que lo escogería. Cuando me habló, su mirada me embelesó, sentí una intensa oleada de deseo y un dolor en el sexo. Sí, escogería a Diomedes, futuro rey de Argos.

En cuanto llegó el último de todos, mi padre celebró un gran banquete. Yo me sentaba en el estrado como una reina, simulando no advertir las miradas que continuamente me dirigían un centenar de pares de ojos ardientes, mientras que mis ojos se escapaban todo lo posible hacia Diomedes, quien de pronto desvió su atención de mí y la centró en un hombre que se abría camino entre los bancos. Su llegada fue recibida con gritos de entusiasmo por unos y miradas reprobatorias por otros. Diomedes se levantó de pronto y abrazó estrechamente al desconocido. Cruzaron unas breves palabras, luego el desconocido le dio unas palmadas a Diomedes en la espalda y se adelantó hacia el estrado para saludar a mi padre y a Agamenón, quienes se habían levantado al verlo. ¿Cómo era posible que Agamenón se levantara? ¡El monarca supremo de Micenas no se levantaba por nadie!

Pero aquel hombre, el recién llegado, era diferente. Era alto, y lo hubiera sido mucho más si sus piernas hubieran estado proporcionadas al resto de su cuerpo. Pero no era así. Eran anormalmente cortas y tendían a arquearse; su estructura muscular parecía demasiado grande para apoyarse sobre miembros tan enclenques. Su rostro era realmente hermoso, de rasgos delicados y ojos grandes, de un gris luminoso, brillantes y expresivos. Era pelirrojo, sus cabellos tenían el rojo más vivo y agresivo que había visto en mi vida. Clitemnestra y Menelao palidecían a su lado.

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