El pueblo estaba abandonado desde hacía años pero recorrieron ojo avizor las calles salpicadas de desperdicios, el chico cogido de su mano. Vieron un contenedor de basura donde alguien había intentado quemar cadáveres. La carne y los huesos carbonizados bajo la ceniza húmeda podían haber sido anónimos de no ser por la forma de los cráneos. Ya no olía a nada. Había un mercado al final de la calle y en una de las naves repletas de cajas vacías apiladas había tres carritos metálicos de supermercado. Los examinó y tiró de uno de ellos y se puso en cuclillas e hizo girar las ruedas y luego se incorporó y lo empujó pasillo arriba y luego pasillo abajo.
Podríamos coger dos, dijo el chico.
No.
Yo podría llevar uno.
Tú eres el explorador. Te necesito para que tengas los ojos bien abiertos.
¿Y todo lo que hay en el escondite?
Tendremos que llevarnos solo lo que podamos.
¿Crees que viene alguien?
Sí. Tarde o temprano vendrán.
Habías dicho que no venía nadie.
No quise decir nunca.
Ojalá pudiéramos quedarnos aquí a vivir.
Sí.
Podríamos estar alerta.
Eso hacemos.
¿Y si vinieran algunos de los buenos?
Dudo mucho que vayamos a encontrarnos de los buenos en la carretera.
Ya estamos en la carretera.
Lo sé.
Y si siempre estás alerta ¿quiere decir que todo el rato estás asustado?
Bueno. De entrada supongo que tienes que estar un poco asustado para que estés alerta. Ojo avizor. Vigilando siempre.
Pero el resto del tiempo no estás asustado.
¿El resto del tiempo?
Sí.
No lo sé. Quizá es mejor estar siempre alerta. Si las complicaciones surgen cuando menos te lo esperas entonces quizá lo más inteligente sea esperar que se presenten.
¿Y tú siempre esperas que se presenten, papá?
Sí. Pero a veces puede que me olvide de estar ojo avizor.
Sentó al chico en el baúl bajo la lámpara de gasolina y con un peine de plástico y unas tijeras empezó a cortarle el pelo. Intentó hacer un buen trabajo y eso le llevó tiempo. Cuando hubo terminado retiró la toalla que cubría los hombros del chico y recogió del suelo los dorados cabellos y le limpió al chico la cara y los hombros con un paño húmedo y le puso un espejo delante para que se mirara.
Lo has hecho muy bien, papá.
Estupendo.
Me veo muy flaco.
Estás muy flaco.
Se cortó el pelo a sí mismo pero no le salió tan bien. Se recortó la barba con las tijeras mientras calentaba agua en un cazo y luego se afeitó con una maquinilla de plástico. El chico observaba. Cuando hubo terminado se miró en el espejo. Como si no tuviera mentón. Se volvió al chico. ¿Qué tal estoy? El chico ladeó la cabeza. No sé, dijo. ¿Crees que tendrás frío?
Montaron una cena suntuosa a la luz de unas velas. Jamón y judías verdes y puré de patata y bollos y salsa. Había encontrado cuatro botellas de whisky de tres cuartos todavía en las bolsas de papel con que habrían salido de la tienda y tomó un poco en un vaso mezclado con agua. Antes de terminárselo ya estaba mareado y no bebió más. De postre comieron melocotones y bollos con nata y después tomaron café. Tiró los platos de papel y los cubiertos de plástico a una bolsa de basura. Luego hicieron una partida de damas y después acostó al chico.
Por la noche lo despertó el golpeteo amortiguado de la lluvia en el colchón que tapaba la puerta del bunker. Pensó que debía de estar lloviendo mucho para haberlo oído. Se levantó cogiendo la linterna y subió los escalones y levantó la trampilla y peinó el patio con el haz de la linterna. El suelo estaba ya anegado y la lluvia se colaba dentro. Cerró la trampilla. Se había filtrado agua y goteaba escalera abajo pero le pareció que el bunker era bastante seguro en este sentido. Fue a mirar al chico. Estaba empapado de sudor y el hombre retiró una de las mantas y le abanicó la cara y luego apagó la estufa y se metió en cama.
Cuando volvió a despertar pensó que habría dejado de llover. Pero no era eso lo que le había despertado. En sueños había sido visitado por seres de una especie que desconocía por completo. No hablaban. Pensó que se habían agazapado junto al catre mientras él dormía y que luego se habían escabullido al despertarse él. Se volvió y miró al chico. Quizá comprendía por primera vez que para el chico él también era un extraterrestre. Un ser de un planeta que ya no existía y cuyas historias eran sospechosas. No podía inventar para gusto del chico el mundo que había perdido sin inventar también dicha pérdida y pensó que quizá el niño lo sabía mejor que él mismo. Trató de recordar el sueño pero no fue capaz. Solo quedaba de él una sensación. Pensó que esos seres quizá habían venido a ponerle sobre aviso. ¿De qué? De que él no podía avivar en el corazón del niño lo que en el suyo propio eran cenizas. Incluso ahora una parte de él deseaba no haber encontrado nunca este refugio. Una parte de él siempre deseaba que todo hubiera terminado.
Comprobó que la válvula de la bombona estuviera cerrada y giró el hornillo sobre el baúl y se puso a desmontarlo. Desenroscó el panel inferior y retiró la unidad de los quemadores y desconectó los dos quemadores con una pequeña llave perico. Vació el tarro de la quincalla y buscó un tornillo que ajustara en la junta y luego lo apretó. Empalmó la manguera de la bombona y sostuvo en la mano el quemador de azófar, pequeño y liviano. Lo dejó encima del baúl y llevó la chapa metálica a la basura y subió los escalones para ver qué tiempo hacía. El colchón que tapaba la trampilla estaba empapado de agua y le costó levantar la puerta. Se quedó de pie con la puerta apoyada en los hombros y miró hacia el exterior. Llovía ligeramente. Imposible saber la hora. Miró hacia la casa y luego hacia el campo lluvioso y finalmente bajó la puerta y descendió los escalones y se puso a preparar el desayuno.
Pasaron el día comiendo y durmiendo. Tenía planeado marcharse pero la lluvia justificaba de sobra esperar un poco. El carrito de supermercado estaba en el cobertizo. Era improbable que nadie pasara hoy por la carretera. Examinaron las provisiones y seleccionaron lo que se podían llevar, haciendo con ello un cubo en un rincón del refugio. El día fue breve, apenas día. Al anochecer la lluvia había cesado y abrieron la escotilla y empezaron a acarrear cajas y paquetes y bolsas de plástico por el suelo mojado hasta el cobertizo y fueron llenando el carrito. La entrada apenas iluminada del refugio parecía en la oscuridad del patio una tumba abierta en el día del juicio en un antiguo cuadro apocalíptico. Cuando el carrito estuvo lleno del todo ajustó encima del mismo una lona de plástico y sujetó los ojales al armazón de alambre con unos pulpos cortos y se quedaron contemplando su obra con la linterna. Pensó que debería haber cogido un juego de ruedas de repuesto de los otros carros pero ya era demasiado tarde. Debería haber conservado también el espejo de moto de su carrito viejo. Cenaron y durmieron hasta que amaneció y luego se bañaron otra vez con las esponjas y se lavaron el pelo con jofainas de agua caliente. Después de desayunar y ya de día se pusieron en camino, llevando mascarillas nuevas hechas con tela de sábana, el chico en cabeza con una escoba despejando el camino de palos y ramas y el hombre doblado sobre el asa del carrito vigilando la carretera que se perdía frente a ellos en la distancia.
El carrito pesaba demasiado para meterse con él en el bosque húmedo y pararon a mediodía en medio de la carretera y prepararon té caliente y comieron lo que quedaba de jamón enlatado con unas galletas saladas y mostaza y compota de manzana. Sentados espalda contra espalda y vigilando la carretera. ¿Tú sabes dónde estamos, papá?, dijo el chico.
Más o menos.
¿Más más o más menos?
Verás, creo que estamos a unos trescientos kilómetros de la costa. A vuelo de cuervo.
¿A vuelo de cuervo?
Es una manera de hablar. Quiero decir en línea recta.
¿Y llegaremos pronto?
No mucho. Bastante. Nosotros no vamos como los cuervos.
¿Porque los cuervos no han de seguir la carretera?
Por eso mismo.
Ellos van por donde quieren.
Sí.
¿Tú crees que puede haber cuervos en alguna parte?
No lo sé.
Pero ¿qué piensas?
Que es improbable.
¿Podrían volar hasta Marte o algo así?
No, no podrían.
¿Porque es demasiado lejos?
Sí.
Ni que quisieran.
Ni que quisieran.
Y si lo intentasen y se quedaran a medio camino o así y estuvieran demasiado cansados, ¿se caerían hacia abajo?
En realidad no podrían llegar a mitad de camino porque estarían en el espacio y como en el espacio no hay aire no podrían volar y además haría demasiado frío y morirían congelados.
Ah.
De todos modos ellos no sabrían dónde está Marte.
¿Nosotros sabemos dónde está?
Más o menos.
Si tuviéramos una nave espacial ¿podríamos ir a Marte?
Bueno, con una nave realmente buena y con gente que te ayudara supongo que se podría ir.
Y una vez allí ¿habría comida y esas cosas?
No. Allí no hay nada.
Ah.
Permanecieron mucho tiempo sentados encima de las mantas dobladas, vigilando los dos sentidos de la carretera. No hacía viento. Nada. Al cabo de un rato el chico dijo: Ya no hay cuervos. ¿Verdad que no?
No.
Solo en los libros.
Sí. Solo en los libros.
No pensaba que los hubiera.
¿Estás listo?
Sí.
Se levantaron y guardaron las tazas y el resto de las galletas. El hombre apiló las mantas en lo alto del carrito y aseguró la lona y luego miró al chico. ¿Qué?, dijo el chico.
Sé que pensabas que nos íbamos a morir.
Ya.
Pero no ha sido así.
No.
Vale.
¿Puedo hacerte una pregunta?
Claro.
Si fueras un cuervo ¿podrías volar tan alto como para ver el sol?
Sí que podrías.
Eso pensaba yo. Sería estupendo.
Desde luego. ¿Preparado?
Sí.
Se detuvo. ¿Y tu flauta?
La tiré.
¿La tiraste?
Sí.
Vale.
Vale.
En el crepúsculo largo y gris cruzaron un río y se detuvieron y desde la baranda de hormigón contemplaron el agua muerta pasar despacio por debajo. Esbozada sobre el palio de hollín corriente abajo el perfil de una ciudad quemada como un lienzo de papel negro. La vieron de nuevo al anochecer empujando el pesado carrito cuesta arriba y pararon a descansar y el hombre puso el carrito de costado para impedir que rodaba hacia abajo. Tenían ya las mascarillas grises en la boca y los ojos ribeteados de negro. Se sentaron en las cenizas de la cuneta y miraron hacia el este donde la forma de la ciudad se oscurecía al caer la noche. No vieron ninguna luz.
¿Crees que hay alguien allí, papá?
No lo sé.
¿Cuándo podremos parar?
Ya hemos parado.
¿Aquí en la colina?
Podemos bajar el carrito hasta esas rocas y cubrirlo con ramas.
¿Es un buen sitio para parar?
Bueno, a la gente no le gusta parar en una colina. Y a nosotros no nos gusta que la gente pare.
Entonces es un buen sitio.
Eso creo.
Porque somos listos.
Bueno, no nos pasemos de listos.
Vale.
¿Preparado?
Sí.
El chico se levantó y cogió la escoba y se la puso al hombro. Miró a su padre. ¿Qué objetivos tenemos a largo plazo?, dijo.
¿Qué?
Que cuáles son nuestros objetivos a largo plazo.
¿Dónde has oído tú eso?
No lo sé.
No, dime.
Tú lo dijiste.
¿Cuándo?
Hace mucho.
¿Y qué te respondí?
No sé.
Ya. Pues yo tampoco. Vamos. Está anocheciendo.
Al día siguiente cuando estaban doblando un recodo de la carretera el chico se detuvo y puso su mano sobre el carro. Papá, susurró. El hombre levantó la vista. Una silueta pequeña a lo lejos en la carretera, doblada y arrastrando los pies.
Se quedó apoyado en el asa del carrito. Vaya, dijo. ¿Quién será?
¿Qué tendríamos que hacer, papá?
Podría tratarse de un señuelo.
¿Qué vamos a hacer?
Sigamos andando. Así veremos si se da la vuelta.
Vale.
El viajero no estaba como para mirar atrás. Lo siguieron durante un rato y luego lo alcanzaron. Era un viejo, menudo y encorvado. Llevaba a la espalda un viejo morral militar con una colchoneta atada encima y tanteaba el suelo con un palo descortezado a guisa de bastón. Cuando los vio se desvió hacia un lado de la carretera y se quedó cautelosamente allí de pie. Llevaba una toalla mugrienta atada bajo la mandíbula como si tuviera dolor de muelas e incluso para lo normal en este nuevo mundo olía que apestaba.
No tengo nada, dijo. Podéis mirar si queréis.
No somos ladrones.
Inclinó una oreja al frente. ¿Qué?, dijo en voz alta.
Que no somos ladrones.
¿Qué sois?
Ellos no tenían manera de responder. Se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y aguardó. No llevaba zapatos y sus pies estaban mal envueltos en harapos y cartón atados con bramante verde y por los rasgones y los agujeros asomaban una serie de capas de tela cochambrosa. De golpe y porrazo pareció menguar todavía más. Apoyándose en el bastón se sentó entre las cenizas de la carretera con una mano en lo alto de la cabeza. Parecía recién caído de la carreta de un trapero. Se acercaron a él y se lo quedaron mirando. Señor, dijo el hombre. ¿Señor?
El chico se acuclilló y le puso una mano en el hombro. Tiene miedo, papá. Este hombre tiene miedo.
Miró en ambas direcciones de la carretera. Si esto es una emboscada el primero que caerá es él, dijo.
Solo está asustado, papá.
Dile que no le haremos daño.
El viejo meneó la cabeza de lado a lado, los dedos remetidos en el pelo asqueroso. El chico levantó la vista hacia su padre.
Quizá cree que no somos de verdad.
¿Qué cree que somos, entonces?
No lo sé.
No podemos quedarnos aquí. Vamos.
Está asustado, papá.
Es mejor que no le toques.
Podríamos darle algo de comer.
Se quedó mirando carretera abajo. Maldita sea, masculló. Miró al viejo. Quizá se convertía en un dios y ellos en árboles. Está bien, dijo.
Desató la lona y la dobló sin quitarla del todo y se puso a hurgar entre las latas de comida y eligió una de macedonia y la abrió con el abrelatas que llevaba en el bolsillo y retiró la tapa hacia atrás y se acercó a ellos y se puso en cuclillas y le pasó la lata al chico.