La carretera (8 page)

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Authors: Cormac McCarthy

Tags: #Ciencia Ficción, #Drama

BOOK: La carretera
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Acamparon en un coto forestal no lejos de la carretera. No les fue posible encontrar un sitio abrigado donde encender fuego sin que nadie lo viera y no lo encendieron. Comieron cada cual dos de aquellas tortas de maíz y durmieron juntos acurrucados en el suelo bajo las americanas y las mantas. El abrazó al niño y al cabo de un rato el niño dejó de tiritar y al rato se quedó dormido.

El perro que él recuerda nos siguió a distancia durante dos días. Traté de engatusarlo para que viniera pero el perro no quiso. Hice un lazo con alambre para atraparlo. Había tres cartuchos en la pistola. Ninguno de sobra. El perro, una hembra, se alejó por la carretera. El chico se lo quedó mirando y luego me miró a mí y después al perro y se echó a llorar suplicando por la vida del animal y yo le prometí que no le haría ningún daño. Un perro flaco como una espaldera con pellejo encima. Al día siguiente se había ido. Ese es el perro que él recuerda. No se acuerda de ningún niño pequeño.

Se había guardado en el bolsillo un puñado de pasas envueltas en un paño y a mediodía se sentaron en la hierba seca junto a la carretera y se las comieron. El chico le miró. No hay nada más, ¿verdad?, dijo.

No. Nada más.

¿Ahora nos moriremos?

No.

¿Qué vamos a hacer?

Primero beberemos un poco de agua. Luego seguiremos andando por la carretera.

Vale.

Al atardecer atravesaron un campo tratando de encontrar un sitio seguro donde encender fuego. Tirando del carrito por el terreno. Una región tan poco prometedora. Mañana encontrarían algo que llevarse a la boca. La noche los sorprendió en una carretera embarrada. Se adentraron en un campo y avanzaron despacio hacia un grupo de árboles que se veían pelados y negros en la lejanía contra el poco mundo visible que quedaba. Para cuando llegaron ya era noche cerrada. Cogió al niño de la mano y amontonó con el pie ramas y maleza y encendió lumbre. La leña estaba húmeda pero el hombre rascó la corteza muerta con su cuchillo y puso broza y ramitas a secar junto al fuego. Luego extendió el plástico en el suelo y sacó del carrito las americanas y las mantas y se quitaron los zapatos húmedos y embarrados y se sentaron en silencio con las palmas de las manos vueltas hacia la lumbre. Intentó pensar en algo que decir pero no pudo. No era la primera vez que tenía esta sensación, más allá del entumecimiento y la sorda desesperación. Como si el mundo se encogiera en torno a un núcleo no procesado de entidades desglosables. Las cosas cayendo en el olvido y con ellas sus nombres. Los colores. Los nombres de los pájaros. Alimentos. Por último los nombres de cosas que uno creía verdaderas. Más frágiles de lo que él habría pensado. ¿Cuánto de ese mundo había desaparecido ya? El sagrado idioma desprovisto de sus referentes y por tanto de su realidad. Rebajado como algo que intenta preservar el calor. A tiempo para desaparecer para siempre en un abrir y cerrar de ojos.

Durmieron toda la noche de puro cansancio y por la mañana la lumbre estaba apagada y negra en el suelo. Se calzó los zapatos embarrados y fue a buscar leña, soplando en sus manos abocinadas. Mucho frío. Podía ser noviembre. Quizá más tarde. Encendió fuego y se llegó hasta el borde del coto y contempló el campo. Los sembrados muertos. A lo lejos un granero.

Echaron a andar por la pista de tierra y subieron una loma donde antaño había habido una casa. Había ardido tiempo atrás. La forma oxidada de una caldera en medio del agua negra del sótano. En los sembrados chapas carbonizadas de material para techos allí donde el viento las había tirado. En el granero rescataron del suelo polvoriento de una tolva metálica unos cuantos puñados de un grano que no supo identificar y se los comieron allí de pie con polvo y todo. Luego cruzaron los campos en dirección a la carretera.

Siguieron un muro de piedra al final de lo que quedaba de un huerto. Los árboles en sus esmeradas hileras retorcidos y negros y las ramas caídas a montones en el suelo. Se detuvo y miró más allá de los campos. Viento en el este. La blanda ceniza moviéndose en los surcos. Deteniéndose. Moviéndose de nuevo. Él ya lo había visto antes. Dibujos de sangre seca en los rastrojos y grises vísceras enroscadas allá donde los muertos habían sido destripados como animales y llevados a rastras. Sobre el muro del fondo un friso de cabezas humanas, todas de parecido rostro, resecas y hundidas con la sonrisa rígida y los ojos marchitos. Lucían aros de oro en sus coriáceas orejas y el viento hacía bailar sus escasos y raídos cabellos. Los dientes como empastes en sus alvéolos, los toscos tatuajes grabados con alguna tintura de elaboración casera descoloridos a la pauperizada luz del sol. Arañas, espadas, dianas. Un dragón. Consignas rúnicas, credos mal escritos. Viejas cicatrices con motivos viejos pespunteados en sus bordes. Las cabezas no deformadas a porrazos habían sido desolladas y los meros cráneos pintados y rubricados de parte a parte de la frente a garabatos y una de aquellas calaveras peladas tenía las suturas cuidadosamente entintadas como un plano para montaje. Miró al chico que estaba detrás de él. En pie junto al carrito soportando el viento. Miró la hierba seca que se movía y las hileras de árboles oscuros y retorcidos. Unos jirones de tela que el viento había estampado en el muro, la ceniza tiñéndolo todo de gris. Caminó paralelo al muro echando un último vistazo a las máscaras y cruzó un portillo de escalones y salió a donde el chico le estaba esperando. Le pasó un brazo por los hombros. Bien, dijo. Vámonos.

Le había dado por ver un mensaje en cada ejemplo de la historia tardía, un mensaje y una advertencia, y eso resultó ser este retablo de muertos y devorados. Al despertar por la mañana se dio la vuelta tapado con la manta y miró carretera abajo entre los árboles por donde habían venido, justo a tiempo de ver aparecer a los manifestantes a la tropa. Vestidos con prendas de lo más variado, todos ellos con bufandas rojas alrededor del cuello. Rojas o naranjas, lo más parecido al rojo que pudieron encontrar. Apoyó una mano en la cabeza del chico. Chsss…, dijo.

¿Qué ocurre, papá?

Hay gente en la carretera. No levantes la cabeza. No mires.

El fuego extinguido, sin humo. Nada que pudiera verse del carrito. Se pegó al suelo y miró por encima de su antebrazo. Un ejército con zapatillas deportivas, pisando fuerte. Portando trozos de tubería de tres palmos de largo envueltos en cuero. Fiadores en la muñeca. A algunos de los tubos les habían ensartado tramos de cadena provistos en su extremo de cachiporras de toda clase. Pasaron de largo en ruidoso desfile, balanceándose como juguetes de cuerda. Barbudos, echando un aliento humoso a través de las mascarillas. Chsss…, dijo. Chsss… La falange que los seguía portaba una especie de lanzas adornadas con cintas y borlas, la larga hoja hecha de ballesta de camión alisada a martillazos en alguna tosca fragua de tierra adentro. El chico permanecía tumbado con la cara entre los brazos, presa del pánico. Un ligero temblor de tierra cuando pasaron a unos sesenta metros. Pisando fuerte. Detrás de ellos carros tirados por esclavos con arneses y repletos de mercancía de guerra y más atrás las mujeres, como una docena, algunas de ellas embarazadas, y por último un conjunto adicional de calamitas mal vestidos para el frío y provistos de dogales y enyuntados entre sí. Se alejaron todos. Ellos permanecieron a la escucha.

¿Se han ido, papá?

Sí, se han ido.

¿Los has visto?

Sí.

¿Eran de los malos?

Sí, eran de los malos.

Son muchos, esos malos.

Sí. Pero ya se han ido.

Se pusieron de pie y se sacudieron la ropa, pendientes del silencio en la lejanía.

¿Adónde crees que van, papá?

No lo sé. Están en movimiento y eso es mala señal.

¿Y por qué es mala señal?

Porque sí. Tenemos que coger el mapa y echar una ojeada.

Sacaron el carrito de entre la maleza con que lo habían cubierto y lo enderezó y metió dentro las mantas y las americanas y lo empujaron hasta la carretera y desde allí observaron la retaguardia de aquella andrajosa horda que parecía flotar en el aire convulso como una ilusión óptica.

A media tarde empezó a nevar otra vez. Vieron cómo los copos de color gris claro descendían de la primera y taciturna oscuridad. Siguieron adelante. Una frágil capa de nieve líquida formándose en la oscura superficie de la carretera. El chico se rezagaba a cada momento y el hombre se detuvo para esperarlo. No te separes de mí, dijo.

Andas demasiado deprisa.

Iré más despacio.

Continuaron.

Otra vez no me hablas.

Estoy hablando.

¿Quieres que paremos?

Yo siempre quiero parar.

Hemos de tener más cuidado. Yo he de tener más cuidado.

Ya lo sé.

Pararemos, ¿vale?

Vale.

Solo hace falta encontrar un buen sitio.

Vale.

La nieve caía en cortinas a su alrededor. No se veía nada a ninguno de los dos lados de la carretera. Él estaba tosiendo otra vez y el chico tiritaba, los dos juntos bajo el plástico, empujando el carrito de supermercado por la nieve. Finalmente él se detuvo. El chico temblaba ahora violentamente.

Tenemos que parar, dijo.

Hace mucho frío.

Lo sé.

¿Dónde estamos?

¿Que dónde estamos?

Sí.

No lo sé.

Si estuviéramos a punto de morir ¿me lo dirías?

No sé. Pero no estamos a punto de morir.

Dejaron el carrito puesto del revés en un campo de juncias y él envolvió americanas y mantas en el plástico y partieron. Agárrate a mi chaqueta, dijo. No te sueltes. Recorrieron el campo de juncias hasta un cercado y lo cruzaron sujetando uno el alambre del otro con las manos. El alambre estaba frío y crujía en las grapas. Estaba anocheciendo rápidamente. Siguieron adelante. A lo que llegaron fue a un bosque de cedros, los árboles muertos y negros pero lo bastante enteros aún como para soportar la nieve. Al pie de cada uno un precioso círculo de tierra oscura y humus.

Se instalaron bajo un árbol y apilaron las mantas y las americanas en el suelo y él tapó al chico con una de las mantas y se puso a amontonar las agujas de cedro muertas. Despejó con el pie un trecho en la nieve donde la lumbre no prendiera fuego al árbol y trajo leña de los otros cedros, partiendo luego las ramas y sacudiendo la nieve. Cuando arrimó el encendedor a la estupenda yesca el fuego crepitó al instante y supo que no iba a durar mucho. Miró al chico. He de ir a por más leña, dijo. Estaré por estos andurriales, ¿de acuerdo?

¿Qué son andurriales?

Simplemente quiere decir que no me voy lejos.

Vale.

Había ya medio palmo de nieve en el suelo. Avanzó con dificultad entre los árboles tirando de las ramas caídas que asomaban de la nieve y regresó con una buena brazada pero para entonces lo único que quedaba del fuego era un nido de ascuas temblorosas. Arrojó las ramas al fuego y partió otra vez. Difícil andar sobre aviso. El bosque estaba cada vez más oscuro y la lumbre no iluminaba hasta muy lejos. Si se daba prisa solo se sentía más débil. Cuando miró a su espalda el chico estaba con la nieve a media pierna recogiendo ramas pequeñas y apilándolas sobre sus brazos.

La nieve caía y no dejaba de caer. Se despertó una y otra vez durante la noche y se levantó para reavivar con paciencia el fuego. Había desplegado el toldo y apuntaló uno de los extremos al pie del árbol para ver si podía reflejar el calor. Observó la cara del chico a la luz naranja de la lumbre. Sus mejillas hundidas y tiznadas de negro. Tuvo que contener la rabia. Era inútil. No creía que el chico pudiera continuar mucho más. Aunque dejara de nevar la carretera estaría casi impracticable. La nieve caía a susurros en medio de la quietud y las chispas crecieron y mermaron y se extinguieron en la negrura eterna.

Estaba medio dormido cuando oyó un estruendo en el bosque. Luego otro. Se incorporó. Del fuego quedaban unas llamas dispersas entre los rescoldos. Aguzó el oído. El chasquido seco de ramas al partirse. Después otro estruendo. Alargó el brazo y despertó al chico. Levanta, dijo. Tenemos que irnos.

El chico se quitó el sueño de los ojos frotando con el dorso de las manos. ¿Qué pasa?, dijo. ¿Qué ocurre, papá?

Vamos. Hay que ponerse en marcha.

Pero ¿qué pasa?

Los árboles. Están cayendo.

El chico se incorporó y miró a su alrededor muy espantado.

No te preocupes, dijo el hombre. Vamos. Hay que darse prisa.

Recogió americanas y mantas y las dobló y envolvió todo ello con el plástico. Levantó la cabeza. La nieve se le coló en los ojos. El fuego era poco más que brasa y no daba ninguna luz y la leña casi se había terminado y los árboles estaban cayendo por todas partes en la negrura. El chico se le agarró. Echaron a andar y él trató de encontrar un espacio despejado en la oscuridad pero al final puso el plástico en el suelo y se sentaron cubiertos por las mantas, él abrazando al chico. El ruido sordo de los árboles al caer y de los montones de nieve explotando contra el suelo pusieron el bosque a temblar. Abrazó al chico y le dijo que todo iría bien y que eso pasaría pronto y así fue al cabo de un rato. La escandalera extinguiéndose en la distancia. Y luego otra vez, aislada y muy lejos. Después silencio. Bueno, dijo. Caco que ya está. Cavó un túnel bajo uno de los cedros caídos retirando la nieve con los brazos, sus manos congeladas dentro de las mangas. Llevaron allí las americanas y las mantas y el plástico y al cabo de un rato se durmieron pese al frío intenso.

Al despuntar el día salió de la madriguera apartando el plástico, que la nieve acumulada hacía muy pesado. Se puso de pie y miró en derredor. Había dejado de nevar y los cedros yacían en montículos de nieve y ramas partidas y algunos troncos todavía en pie que se veían desnudos y como quemados en aquel paisaje grisáceo. Caminó como pudo por la nieve acumulada dejando al chico dormido debajo del árbol como un animal en hibernación. La nieve le llegaba casi a las rodillas. En el campo las juncias muertas estaban prácticamente cubiertas y la nieve formaba afilados surcos sobre los alambres del cercado y el silencio era expectante. Se quedó apoyado en una estaca, tosiendo. No tenía idea de dónde podía estar el carrito y pensó que se estaba volviendo tonto y que su cabeza no regía. Concéntrate, dijo. Tienes que pensar. Cuando dio media vuelta para regresar el chico le estaba llamando.

Tenemos que irnos, dijo. No podemos quedarnos aquí. El chico contempló sombríamente el ventisquero.

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