El chico cogió la lata. Tiene burbujas, dijo.
Bebe.
El chico miró a su padre y luego inclinó la lata para beber. Se quedó allí sentado pensando en ello. Está muy rico, dijo.
Así es.
Toma un poco, papá.
Quiero que te la bebas tú.
Solo un poco.
Cogió la lata y dio un sorbo y se la devolvió. Bebe tú, dijo.
Quedémonos aquí sentados un rato.
Es porque nunca más volveré a beber otra, ¿verdad?
Nunca más es mucho tiempo.
Vale, dijo el chico.
Al atardecer del día siguiente estaban en la ciudad. Las largas curvas de los intercambiadores de la interestatal como las ruinas de una enorme casa del terror contra el fondo tenebroso. Llevaba el revólver metido por la parte delantera del cinturón y la parka con su cremallera bajada. Por todas partes muertos momificados. La carne rajada a lo largo del hueso, los ligamentos tirantes como alambres de tan secos como estaban. Marchitos y ojerosos como modernos habitantes de los pantanos, las caras de sábana hervida, las amarillentas empalizadas de sus dientes. Descalzos hasta el último de ellos como peregrinos de baja extracción pues hacía tiempo que les habían robado a todos sus zapatos.
Siguieron adelante. No dejaba de vigilar a su espalda por el retrovisor. Lo único que se movía en la calle era la ceniza que el viento levantaba. Cruzaron el alto puente de hormigón sobre el río. Debajo un amarradero. Pequeñas embarcaciones de placer semihundidas en el agua gris. Río abajo chimeneas altas que el hollín volvía borrosas.
Al día siguiente en un recodo varios kilómetros al sur de la ciudad y medio perdida entre los zarzales muertos llegaron a una vieja casa de madera con chimeneas y aleros y una pared de piedra. El hombre se detuvo. Luego empujó el carrito hacia el camino particular.
¿Qué sitio es este, papá?
La casa donde yo crecí.
El chico se quedó allí mirando. La mayoría de las tablas de madera habían desaparecido de las paredes inferiores para servir de leña, dejando al descubierto las tachuelas y el material aislante. La mosquitera podrida del porche de atrás estaba tirada en la terraza de cemento.
¿Vamos a entrar?
¿Y por qué no?
Tengo miedo.
¿No quieres ver dónde vivía yo?
No.
Estate tranquilo.
Podría haber alguien dentro.
No lo creo.
¿Y si resulta que sí?
Levantó la vista hacia el alero de su antigua habitación Luego miró al chico. ¿Quieres esperar aquí?
No. Siempre dices lo mismo.
Lo siento.
Ya lo sé. Pero siempre lo dices.
Dejaron las mochilas en la terraza y caminaron por el porche apartando basura a puntapiés y entraron en la cocina. El chico no se soltó de su mano. Todo estaba casi como él lo recordaba. Las habitaciones vacías. En el cuartito contiguo al comedor había un camastro de hierro sin colchón, una mesa plegable metálica. En el pequeño hogar la misma parrilla de hierro colado. De las paredes faltaba la chapa de pino y solo se veían los listones de enrasar. Permaneció allí de pie. Tocó con el pulgar los agujeros de chincheta en la madera pintada de la repisa allí donde cuarenta años atrás habían colgado calcetines. Cuando yo era pequeño celebrábamos la Navidad aquí. Se dio la vuelta y contempló el patio arruinado. Una maraña de lilas muertas. La forma de un seto. En las frías noches de invierno cuando se iba la luz por una tormenta nos sentábamos aquí, mis hermanas y yo, delante del fuego y hacíamos los deberes. El chico le observó. Y observó figuras que lo reclamaban pero que él no podía ver. Papá, deberíamos irnos, dijo. Sí, dijo el hombre. Pero se quedó quieto.
Pasaron por el comedor donde los ladrillos refractarios del hogar eran tan amarillos como el día en que lo construyeron porque su madre no soportaba ver que se ennegrecieran. El suelo estaba alabeado debido a la lluvia. En el salón una pila de huesos de un pequeño animal descoyuntado. Posiblemente un gato. Un vasito de cristal junto a la puerta. El chico le agarró la mano. Subieron la escalera y torcieron hacia el pasillo. Pequeños conos de yeso húmedo erguidos en el suelo. Los listones del techo a la vista. Se detuvo en el umbral de su habitación. Un pequeño espacio bajo el alero. Aquí es donde yo dormía. Mi cama estaba contra esa pared. En las noches contadas por millares soñar los sueños de la imaginación de un niño, mundos ricos o temibles según se presentaran pero nunca el que iba a ser. Abrió la puerta del armario casi esperando encontrar las cosas de su infancia. La luz diurna cruda y fría colándose por el tejado. Gris como su corazón.
Deberíamos irnos, papá. ¿Podemos irnos?
Sí. Claro que podemos.
Estoy asustado.
Lo sé. Perdona.
Tengo miedo.
Tranquilo. No deberíamos haber venido.
Tres noches más tarde en las estribaciones de las montañas orientales se despertó a oscuras al oír algo que se acercaba. Permaneció con las manos a los costados. El suelo estaba temblando. La cosa venía hacia ellos.
¿Papá?, dijo el chico. ¿Papá?
Chsss… No pasa nada.
¿Qué es, papá?
Cada vez sonaba más cerca. Todo temblaba. Después pasó por debajo de ellos como un tren subterráneo y se retiró hacia la noche y desapareció. El chico se abrazó a él llorando, la cabeza sepultada en su pecho. Chsss… Tranquilo.
Tengo mucho miedo.
Lo sé. Tranquilo. Ya pasó.
¿Qué era, papá?
Era un terremoto. Ya ha pasado. Estamos a salvo. Chsss…
En aquellos primeros años las carreteras estaban pobladas por refugiados envueltos hasta arriba en sus harapos. Con mascarillas y gafas protectoras, sentados en la cuneta como aviadores fracasados. Sus carretillas repletas de desechos. Tirando de carromatos o carritos de supermercado. Los ojos brillantes en sus cráneos. Hollejos de hombres sin credo tambaleándose por los pasos elevados como emigrantes en una tierra salvaje. La fragilidad de todo por fin revelada. Viejos y preocupantes problemas desintegrados en la nada y la noche. El último ejemplo de una cosa pone punto final a la clase. Apaga la luz y se va. Mira a tu alrededor. «Siempre» es mucho tiempo. Pero el chico sabía lo que él sabía. Que siempre es un abrir y cerrar de ojos.
A media tarde se sentó junto a una ventana gris en una casa abandonada y en la luz grisácea leyó periódicos viejos mientras el chico dormía. Noticias curiosas. Temas pintorescos. Las prímulas se cierran a las ocho. Miró dormir al chico. ¿Serás capaz? ¿Cuando llegue el momento? ¿Serás capaz?
Acuclillados en la carretera comieron arroz frío y alubias frías que habían cocido días atrás. Empezando ya a fermentar. No había sitio donde hacer fuego sin que les vieran. Dormían acurrucados el uno contra al otro envueltos en las malolientes colchas en medio de la oscuridad y el frío. Él abrazando al chico. Tan flaco. Mi corazón, dijo. Mi corazón. Pero sabía que aun siendo un buen padre era muy posible que ella llevara razón en lo que dijo. Que el chico era lo único que había entre él y la muerte.
Avanzado el año. No sabía en qué mes estaban. Le parecía que Tenían comida suficiente para cruzar las montañas pero toda certeza era imposible. El paso en la divisoria de aguas estaba a mil quinientos metros de altitud e iba a hacer mucho frío. Él dijo que todo dependía de llegar a la costa, pero al despertar en mitad de la noche supo que eran palabras vanas y sin el menor fundamento. Había bastantes probabilidades de que murieran en las montañas y ahí se acabaría todo.
Atravesaron las ruinas de una población turística y tomaron la carretera hacia el sur. Kilómetros de bosques quemados en las laderas y nevando antes de lo que había previsto. Ni una sola huella en el asfalto, nada vivo en ninguna parte. Las rocas negras por el fuego como formas de osos en los taludes descarnadamente arbolados. Desde un puente de piedra miró corretear las aguas hacia una poza y girar lentamente formando una espuma gris. Donde antaño había visto truchas nadar en la corriente, resiguiendo sus sombras perfectas en las piedras del lecho. Siguieron adelante, el chico le pisaba los talones. Apoyado en el carrito, subiendo lentamente por las curvas pronunciadas. Había incendios activos todavía arriba en las montañas y por la noche podían ver sus luces de un naranja intenso entre el hollín que descendía. Empezaba a hacer más frío pero tenían la lumbre encendida toda la noche y así la dejaban por la mañana cuando se ponían en camino. Había envuelto los pies de ambos en tela de arpillera atada con cordel y por ahora la nieve era solo de unos centímetros pero sabía que si el espesor aumentaba tendrían que abandonar el carrito. La marcha se hacía ya penosa y cada dos por tres se detenía para descansar. Afanándose hasta el borde de la carretera y una vez allí doblado con las manos en las rodillas de espaldas al chico, en pleno ataque de tos. Después se incorporaba, los ojos lagrimeando. En la nieve gris una fina bruma de sangre.
Acamparon pegados a una roca y él hizo un cobijo con palos y la lona. Encendió fuego y se pusieron a arrastrar una gran pila de leña menuda para toda la noche. Habían amontonado una alfombrilla de ramas secas de cicuta encima de la nieve y se sentaron envueltos en las mantas mirando la lumbre y bebiendo lo que les quedaba del cacao rescatado hacía semanas de la basura. Nevaba otra vez, copos blandos descendiendo a la deriva en la oscuridad. Él se quedó medio dormido con el agradable calor. La sombra del chico pasó por encima de él. Con una brazada de leña. Le miró atizar el fuego. El dragón personificado. Las chispas volaban hacia lo alto y morían en la oscuridad sin estrellas. No todas las palabras moribundas son verdad y esta bendición no es menos real porque la hayan despojado de su suelo.
Al despertarse por la mañana de la lumbre solo quedaban carbones. Caminó hasta la carretera. Todo estaba encendido. Como si el sol ausente hubiera vuelto por fin. La nieve naranja y temblorosa. Un incendio en el bosque se abría paso por los cerros de pura yesca, llameando y titilando como una aurora boreal contra el cielo nublado. Pese al frío que hacía permaneció un buen rato de pie. El color de todo aquello removía en él algo olvidado hacía tiempo. Haz una lista. Recita una letanía. Recuerda.
Hacía más frío. Nada se movía en aquellas alturas. Un fuerte olor a humo de leña flotaba sobre la carretera. Empujando el carrito por la nieve. Unos cuantos kilómetros cada día. No tenía la menor idea de a qué distancia podía estar la cumbre. Comían muy frugalmente y el hambre no los abandonaba. Se detuvo a contemplar la región. Un río allá abajo. ¿Qué distancia habían recorrido?
Soñaba que ella estaba enferma y que él la cuidaba. El sueño transmitía una apariencia de sacrificio pero él pensaba de otra manera. No la cuidó y ella murió a solas en la oscuridad y no hay ningún otro sueño ni otro mundo de vigilia y no hay ninguna otra historia que contar.
En esta carretera no hay interlocutores de Dios. Se han ido y me han dejado aquí solo y se han llevado consigo el mundo. Duda: ¿En qué difiere el nunca será de lo que nunca fue?
Oscuridad de la luna invisible. Las noches ahora solo un poco menos negras. De día el sol proscrito circunda la tierra cual madre afligida con una lámpara.
Personas sentadas en la acera al amanecer medio inmoladas y humeando en sus prendas de vestir. Como frustrados suicidas sectarios. Otros vendrían a ayudarlos. Antes de transcurrido un año había incendios en las montañas y cánticos delirantes. Los gritos de los asesinados. De día los muertos empalados en estacas a lo largo de la carretera. ¿Qué habían hecho? Él pensaba que en la historia del mundo tal vez incluso había más castigo que crimen pero ese era un magro consuelo.
El aire iba enrareciéndose y pensó que la cima no debía de estar lejos. Quizá mañana. Mañana pasó sin novedad. Ya no nevaba pero había medio palmo de nieve en la carretera y empujar el carrito por aquellas cuestas requería un gran esfuerzo. Pensó que tendrían que abandonarlo. ¿Cuántas cosas podían cargar entre los dos? Se detuvo y dirigió la vista hacia los áridos taludes. La ceniza caía sobre la nieve hasta dejarla prácticamente negra.
A cada curva parecía que el paso estuviera allí mismo y entonces un atardecer se detuvo y miró todo aquello y lo reconoció. Se desabrochó el cuello de la parka y se bajó la capucha y aguzó el oído. El viento entre las negras matas de cicuta. El aparcamiento vacío en el mirador. El chico de pie a su lado. Como él mismo había estado junto a su propio padre un invierno de hacía muchos años. ¿Qué es, papá?, dijo el chico.
El desfiladero. Ahí lo tenemos.
Por la mañana se pusieron de nuevo en marcha. Hacía mucho frío. A media tarde empezó a nevar otra vez y acamparon temprano y se metieron bajo el corrido de la lona y observaron caer la nieve sobre la lumbre. Por la mañana había varios centímetros de nieve reciente en el suelo pero había dejado de nevar y el silencio era tal que casi podían oír sus corazones. Apiló un poco de leña sobre los rescoldos y avivó el fuego y se abrió camino por el ventisquero para desenterrar el carrito. Buscó entre las latas y volvió y se sentaron junto al fuego y comieron las galletas que quedaban y una lata de salchichas. En un bolsillo de su mochila había encontrado medio paquete de cacao y se lo preparó al chico y luego él se sirvió agua caliente en su taza y se quedó sentado soplando sobre el borde.
Me prometiste que no harías eso, dijo el chico.
¿El qué?
Ya sabes qué, papá.
Tiró el agua caliente al cazo y cogió la taza del chico y se sirvió un poco de cacao y luego le devolvió la taza.
Tengo que vigilarte todo el rato, dijo el chico.
Ya lo sé.
Si no cumples una promesa pequeña tampoco cumplirás una grande. Es lo que tú me dijiste.
Lo sé. Descuida.
Estuvieron todo el día bajando por la pendiente sur de la hoya. Donde el ventisquero era más hondo el carrito no avanzaba y tuvo que tirar de él con una mano mientras abría camino en la nieve. De no haber estado en las montañas habrían podido encontrar algo que sirviera de trineo. Un viejo rótulo de metal o una chapa de hojalata para techos. Las envolturas de sus pies estaban ya empapadas y les daban frío y humedad. Se apoyó en el carrito para recobrar el aliento mientras el chico aguardaba. Hubo un chasquido fuerte en algún punto de la montaña. Luego otro. Es solo un árbol que cae, dijo. No pasa nada. El chico estaba mirando los árboles muertos de la cuneta. Tranquilo, dijo el hombre. Tarde o temprano todos los árboles del mundo tienen que caer. Pero no encima de nosotros.