Vio un espacio entre los árboles que le pareció podía ser una zanja o un desmonte y salieron de la maleza a una vieja calzada. Placas de macadam agrietado asomando entre los montones de ceniza. Hizo que el chico se agachara y permanecieron a la escucha bajo el terraplén, recobrando el aliento. Podían oír el motor diesel allá en la carretera, alimentado con sabe Dios qué combustible. Cuando se incorporó para mirar solo pudo ver la parte superior del camión avanzando por la carretera. Hombres de pie en la caja con teleras, algunos empuñando rifles. El camión pasó de largo y volutas de humo negro penetraron en el bosque. El motor empezó a fallar y a remolonear. Finalmente enmudeció.
Volvió a agacharse y se puso la mano encima de la cabeza. Dios, dijo. Oyeron aquella cosa traquetear y petardear hasta detenerse. Luego solo silencio. Tenía la pistola en la mano, ni siquiera recordaba habérsela sacado del cinturón. Pudieron oír hablar a los hombres. Los oyeron abrir y levantar el capó. Permaneció sentado rodeando al chico con el brazo. Chsss… dijo. Chsss… Al cabo de un rato oyeron que el camión empezaba a rodar. Con ruido sordo y crujiendo como un barco. Probablemente no tenían otra manera de ponerlo en marcha salvo empujar y en esa cuesta no podían imprimirle la velocidad suficiente para que arrancara. Unos minutos después el motor tosió e hipó y volvió a pararse. Estiró la cabeza para mirar y allí estaba uno de ellos, acercándose por la maleza unos seis metros mientras se desabrochaba el cinturón. Se quedaron los dos inmóviles.
Amartilló la pistola y apuntó al hombre y el hombre se quedó allí de pie con una mano al costado, su sucia y arrugada mascarilla pintada inflándose y desinflándose.
Continúa andando.
Miró hacia la carretera.
No te vuelvas. Mírame a mí. Si los llamas eres hombre muerto.
El hombre avanzó, sujetándose el cinturón con una mano. Los agujeros daban fe de su progresiva demacración y en la parte donde solía asentar la hoja de su cuchillo el cuero parecía lacado. Bajó al desmonte y miró el arma y luego miró al chico. Los ojos engolletados de mugre y profundamente hundidos. Como un animal metido en una calavera mirando por los agujeros de los ojos. Llevaba una barba cortada recta a tijera por abajo y un tatuaje en el cuello, un pájaro hecho por alguien con una idea errónea de su apariencia. Era enjuto, nervudo, raquítico. Vestido con un mugriento mono azul y una gorra de pico negra con el logotipo de una empresa desaparecida en la parte delantera.
¿Adónde vais?
Yo iba a cagar.
Adónde vais con el camión.
No lo sé.
¿Cómo que no lo sabes? Quítate la mascarilla.
Se quitó la mascarilla por encima de la cabeza y se quedó con ella en la mano.
En serio que no lo sé, dijo.
¿No sabes adónde vais?
No.
¿Qué combustible lleva el camión?
Diesel.
Cuánto tenéis.
En la plataforma hay tres bidones de doscientos litros.
¿Tenéis munición para esas armas?
El hombre volvió la vista hacia la carretera.
Te he dicho que no miraras.
Sí… Tenemos municiones.
¿De dónde las habéis sacado?
De por ahí.
Mientes. Qué coméis.
Lo que encontramos.
Lo que encontráis.
Sí. Miró al chico. No me dispararás, dijo.
Eso es lo que tú te crees.
Solo te quedan dos balas. Quizá solo una. Y ellos oirán el disparo.
Ellos sí. Tú no.
¿Y eso?
La bala corre más que el sonido. La tendrás metida en el cerebro antes de que puedas oírla. Para oírla necesitarías un lóbulo frontal y cosas con nombres como colículo y gyrus temporal pero de eso ya no tendrás. Se habrá convertido en puré.
¿Eres médico?
No soy nada.
Tenemos a un hombre herido. Le convendría que le echa ras una mirada.
¿Te parece que tengo cara de imbécil o qué?
No sé de qué tienes cara.
¿Por qué le estás mirando?
Puedo mirar lo que me pase por las narices.
Te equivocas. Si vuelves a mirarle, disparo.
El chico estaba sentado con ambas manos en lo alto de cabeza y atisbando entre los antebrazos.
Apuesto a que el chico está muerto de hambre. ¿Por qué no venís los dos al camión? A tomar un bocado. No hay necesidad de ser tan duro de pelar.
Vosotros no tenéis nada de comer. Vámonos.
¿Adónde?
Vamos.
Yo no voy a ninguna parte.
Ah, ¿no?
Pues no.
Crees que no te mataré pero estás en un error. Pero lo que haría es llevarte un par de kilómetros por esta carretera y después soltarte. Es toda la ventaja que necesito. No nos encontrarás. Ni siquiera sabrás qué dirección hemos tomado.
¿Sabes lo que pienso?
Qué piensas.
Que estás cagado de miedo.
Soltó el cinturón y este cayó a la calzada con todo lo que llevaba colgando. Una cantimplora. Un viejo zurrón militar. Una funda de cuero para un cuchillo. Cuando levantó la vista el forajido tenía el cuchillo en la mano. Solo había dado dos pasos pero estaba casi entre él y el niño.
¿Qué crees que vas a hacer con eso?
No respondió. Era corpulento pero muy rápido. Se abalanzó sobre el chico y rodó por el suelo y se levantó sujetándolo contra el pecho y con el cuchillo a ras de garganta. El hombre se había echado ya al suelo y se movió a la vez que él y alzó la pistola e hizo fuego sosteniendo el arma con ambas manos y los codos en las rodillas a menos de dos metros de distancia. El hombre cayó instantáneamente hacia atrás y quedó tendido con la sangre manando a borbotones del agujero en la frente. El chico yacía en el regazo del muerto sin la menor expresión en su rostro. Se metió la pistola por el cinturón y se echó la mochila al hombro y levantó al chico del suelo y se lo pasó por encima de la cabeza y con el chico subido a sus hombros echó a correr por la vieja carretera, sujetándolo de las rodillas y el chico agarrado a su frente, cubierto de sangre y mudo como una piedra.
Llegaron a un viejo puente de hierro por donde en tiempos la desaparecida carretera atravesaba un casi desaparecido arroyo. Estaba empezando a toser y apenas si le quedaba resuello con que hacerlo. Saltó de la calzada y se adentró en el bosque. Luego dio media vuelta y se quedó allí jadeante, intentando escuchar. No oyó nada. Cubrió tambaleándose otros quinientos metros y finalmente se dejó caer de rodillas y depositó al chico en las hojas tapizadas de ceniza. Limpió su cara de sangre y lo abrazó. Tranquilo, dijo. Ya pasó.
En el largo y frío crepúsculo con la oscuridad cerniéndose sobre ellos los oyó una sola vez. Abrazó al chico. Tenía la tos metida en la garganta y no se le iba. El chico tan frágil y delgado, temblando como un perro bajo la chaqueta. Los pasos en la hojarasca se detuvieron. Luego continuaron. No hablaban ni se llamaban los unos a los otros, más siniestros por ello todavía. Con la noche ya cerrada el frío metálico se impuso y ahora el chico temblaba violentamente. No salió luna mas allá de las tinieblas y no había adónde ir. Tenían una única manta en la mochila y la sacó para tapar al chico y se bajó la cremallera de la parka y lo estrechó contra su pecho. Yacieron allí largo rato pero estaban helados y al final él se incorporó. Tenemos que seguir, dijo. No podemos quedarnos aquí. Miró en derredor pero no había nada que ver. Hablaba en una negrura sin profundidad ni dimensiones.
Llevó al chico cogido de la mano mientras cruzaban el bosque dando tumbos. La otra mano la llevaba tendida al frente. No habría visto menos con los ojos cerrados. El chico iba envuelto en la manta y él le dijo que si se le caía ya no la iban a encontrar. Quería que lo llevara en brazos pero el hombre le dijo que no podían detenerse. Toda la noche a trompicones por el bosque poco antes del alba el chico se cayó y ya no pudo levantarse. Lo arropó con su propia parka y lo envolvió en la manta y se sentó abrazado a él, meciéndose adelante y atrás. En el revólver un solo cartucho. No afrontarás la verdad. Eres incapaz.
A la luz mezquina que pasaba por día puso al chico en la hojarasca y se quedó sentado mirando el bosque. Cuando hubo un poco más de claridad se levantó y caminó abriendo un perímetro en torno a su primitivo campamento en busca de panales pero aparte de sus propias huellas apenas dibujadas en la ceniza no vio nada. Volvió e incorporó al chico. Tenemos que irnos, dijo. El chico se quedó allí sentado, hecho un guiñapo, su rostro desprovisto de expresión. La suciedad seca en su pelo y la cara con churretes de lo mismo. Háblame, le dijo pero el chico no le habló.
Fueron hacia el este entre los árboles muertos todavía en pie. Pasaron frente a una vieja casa de madera y cruzaron una p de tierra. Una parcela desbrozada que en otro tiempo quizá había sido una huerta. Parándose de vez en cuando para escuchar. El sol escondido no proyectaba sombras. Se toparon inesperadamente con la carretera y con una mano hizo parar al chico y se acurrucaron en la cuneta como leprosos. Escucharon. Ni un soplo de viento. Silencio absoluto. Al cabo de un rato se levantó y salió a la calzada. Miró al chico. Vamos, dijo. El chico se acercó y el hombre señaló con el dedo las huellas que el camión había dejado en la ceniza al alejarse. El chico se quedó de pie envuelto en la manta mirando la carretera.
No tenía manera de saber si habían conseguido poner en marcha el camión. Ni tampoco cuánto tiempo estarían dispuestos a permanecer emboscados. Se bajó la mochila del hombro y se sentó y la abrió. Necesitamos comer, dijo. ¿Tienes hambre? El chico negó con la cabeza.
No. Claro. Sacó la botella de plástico de agua y desenroscó el tapón y se la tendió al chico y este bebió un poco. Bajó la botella para respirar y se sentó en la carretera con las piernas cruzadas y bebió otra vez. Luego le devolvió la botella y el hombre bebió también y enroscó el tapón y hurgó en la mochila. Comieron una lata de alubias, pasándosela el uno al otro, y el hombre arrojó la lata vacía al bosque. Luego se pusieron de nuevo en marcha por la carretera.
Los del camión habían acampado en la carretera misma. Habían encendido fuego y unos zoquetes carbonizados de leña habían quedado pegados al alquitrán junto con huesos y ceniza. Se agachó y extendió la mano sobre el alquitrán derretido. Despedía calorcillo. Se incorporó y miró carretera abajo. Luego se llevó al chico hacia el bosque. Quiero que esperes aquí, dijo. No estaré lejos. Podré oírte si me llamas.
Llévame contigo, dijo el chico. Parecía a punto de echarse a llorar.
No. Quiero que esperes aquí.
Por favor, papá.
Basta. Haz lo que te digo. Coge la pistola.
Yo no quiero la pistola.
No te he preguntado si la querías. Cógela.
Caminó por el bosque hasta el lugar donde habían dejado el carrito. Seguía allí pero estaba saqueado. Las pocas cosas que quedaban yacían esparcidas por la hojarasca. Algunos libros y juguetes del chico. Sus zapatos viejos y algunos harapos. Puso el carrito derecho y metió dentro las cosas del chico y lo empujó hasta la carretera. Luego volvió atrás. Allí no había nada. Sangre seca oscura en la hojarasca. La mochila del chico había desaparecido. De regreso encontró los huesos y la p todo en una pila con piedras encima. Un charco de vísceras. Empujó los huesos con la puntera del zapato. Parecía que le hubieran hervido. Ni rastro de ropa. Anochecía de nuevo y hacía ya mucho frío. Dio media vuelta y fue hasta adonde había dejado al chico esperando y se arrodilló y lo rodeó con sus brazos.
Empujaron el carrito por el bosque hasta la carretera vieja y lo dejaron allí y se dirigieron al sur por la calzada huyendo de la oscuridad. El chico iba dando tumbos de tan cansado como estaba y el hombre lo agarró y se lo subió a los hombros y siguieron adelante. Para cuando llegaron al puente apenas había ya luz. Se bajó al chico y descendieron a tientas por el terraplén. Una vez debajo del puente sacó su mechero y lo encendió y paseó la trémula llama por encima del suelo. Arena y grava escupidas por el arroyo. Dejó la mochila en tierra y apagó el encendedor y agarró al chico por los hombros. Apenas si le veía con tanta oscuridad. Quiero que esperes aquí, dijo. Voy a buscar leña. Es preciso encender fuego.
Tengo miedo.
Lo sé. No me alejaré mucho y podré oírte, de modo que si te entra miedo me llamas y yo vendré enseguida.
Estoy muy asustado.
Cuanto antes me vaya antes volveré y así encenderemos fuego y ya no tendrás que temer por nada. No te tumbes. Si te tumbas te quedarás dormido y si yo llamo no me contestarás y no podré encontrarte. ¿Has entendido?
El chico no respondió. Él estaba ya a punto de enfadarse cuando se dio cuenta de que el chico sacudía la cabeza en la oscuridad. Bueno, dijo. Bueno.
Subió por el terraplén y se metió en el bosque llevando ambas manos al frente. Había leña por todas partes, ramas y tronquitos secos esparcidos por el suelo. Fue haciendo un montón con el pie y cuando le pareció suficiente se agachó y recogió las ramas y llamó al chico y el chico le contestó y le guió con su voz hasta el puente. Se sentaron a oscuras mientras él mondaba ramas glandes con la navaja y partía las pequeñas a mano. Se sacó el encendedor del bolsillo y accionó la rueda con el pulgar. Era un encendedor de gasolina y la gasolina produjo una frágil llama azul y una vez prendida la leña vio crecer el fuego entre el trenzado. Apiló más leña y se inclinó para soplar en la base de la pequeña hoguera y acomodó la leña con sus manos, dando así forma al fuego.
Hizo otros dos viajes al bosque, arrastrando broza y ramas hasta el puente y tirándolas desde allí abajo. Veía el resplandor de la lumbre desde cierta distancia pero no creyó que desde la otra carretera pudiera verse. Bajo el puente vislumbró una oscura poza de agua estancada entre las rocas. Un borde de hielo en pendiente. Tiró la última pila de leña desde el puente y su aliento se volvió blanco en el resplandor de la lumbre.
Se sentó en la arena e hizo inventario de lo que había en la mochila. Los prismáticos. Una botella de cuarto de gasolina casi llena. La botella de agua. Unos alicates. Dos cucharas. Lo colocó todo en fila. Había cinco latas pequeñas de comida; eligió una de salchichas y otra de maíz y las abrió con el pequeño abrelatas del ejército y las colocó al borde del fuego; se quedaron mirando cómo las etiquetas se enroscaban e iban chamuscándose. Cuando el maíz empezó a echar humo sacó las latas del fuego con los alicates y se pusieron a comer despacio doblados sobre las latas con sus cucharas. El chico cabeceaba de sueño.