Llegó el verano, y con él los bañistas de pantalones cortos, los niños jugando en la arena. Manuela tuvo celos de aquellos que se metían en el mar, que nadaban entre las aguas y saltaban las olas. Los vigilaba desde la terraza del hotel. Le molestaba su barullo, sus gritos, su alegría. Algunos jóvenes se le habían acercado mientras bordaba el
petit point
o mientras paseaba por el puerto. Tenían ganas de entablar conversación o de ligársela, pero ella los rechazaba sin ninguna amabilidad; se había saturado de hombres para siempre.
Una noche de agosto emprendió uno de sus paseos por la playa y llegó cerca del puerto. Su sombra menuda se reflejaba en la arena. Llevaba los botines en la mano y los pies desnudos para pisar la luna. La noche era húmeda. Escuchó los cánticos de unos hombres que parecían escaparse de alguna taberna. Eran cánticos en una lengua extranjera. Marineros, pensó. En el puerto atracaban muchos barcos de pesca que procedían de países lejanos, y la tripulación se emborrachaba antes de volver a embarcar. Los cánticos sonaron junto a Manuela y supo que los marineros estaban en la playa. Sobre la superficie del mar se reflejaba una serpiente de plata. Los cánticos se convirtieron en gritos, silbidos. Manuela distinguió algún rostro rubicundo, alguna boina impregnada de sebo reluciente. Se remangó el vestido y se metió en el mar para que él la protegiera.
Amaneció en la sala de un hospital, en una cama metálica puesta en fila, como las comadres de su pueblo, y con olor a medicina.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó una voz blanca—. ¿Tiene parientes?
Ella negó con la cabeza.
—Ya pasó todo, se recuperará.
Manuela aún tenía el mar en la boca y, entre los dientes, la arena de la playa.
La dueña del hotel fue a visitarla. Habían intimado algo mientras la ayudaba en la cocina. La verdad es que la muchacha guisa estupendamente, pensó. Debería proponerle que trabajara en el hotel, pero, después de lo que ha pasado, es probable que ya no se sienta segura y se marche por donde ha venido.
—¿Vas mejorciña, mujer? —le preguntó pasándole la mano por la frente—. Dicen que eran noruegos de un barco atracado en el puerto.
—¿Quiénes?
Del vestido de la dueña del hotel se desprendía el aroma a brea que se pegaba en las esquinas de los pasillos. Manuela tuvo una arcada.
Otro día fueron a verla unos hombres que no conocía de nada. Le hicieron preguntas que no supo responder, y repetían sin cesar: «Tuvo usted mucha suerte, estuvo a punto de ahogarse».
Cuando le dieron el alta una semana más tarde, un médico de gafas le dijo sonriéndole:
—Debe aprender a nadar, ¿comprende? Y, si no lo hace, no vuelva a zambullirse en el mar. Prométamelo. —Y le tendió una mano.
Manuela se quedó mirando la piel de aquel hombre y le pidió que le trajera unos guantes.
—¿Para qué, muchacha?
—Para ponérmelos.
Salió del hospital con los guantes de plástico que utilizaban para atender las heridas de los quemados. En una tienda del centro compró unos de algodón blanco y los cambió por los de plástico. Después, en una galería de arte, compró un óleo con el océano en calma, barcos y gaviotas.
La dueña del hotel la recibió con afecto. Manuela tenía las ojeras y los labios de un tono azulado como si se escondiera en ellos la carne del mar; o como si éste se hubiera apoderado de la muchacha.
—¿Te gustaría quedarte a trabajar en la cocina? La habitación te saldría gratis y además te daría también unas perriñas. ¿Qué dices?
Manuela aceptó su ofrecimiento. Cocinaba con los guantes puestos; ya no se los quitaba nunca. Tuvo que comprarse cuatro o cinco pares porque se le manchaban muy a menudo. La dueña del hotel no se atrevía a decirle que se los quitara para destripar los gallos o los conejos, y la muchacha se paseaba por los pasillos con los guantes empapados de sangre. Volvió a sentarse en la terraza por las tardes para bordar los
petit point
mirando al mar, sin embargo, no volvió a aventurarse en la playa por la noche.
Una mañana de los últimos días del otoño, cuando los vestidos le quedaron chicos, se marchó silenciosa, tal y como había llegado, sin despedirse de nadie, ni siquiera de la brisa salada que la persiguió hasta la estación del ferrocarril.
Hermética como la soledad, regresó a la casona roja. Cargaba con dos novedades: unos guantes de algodón —éstos le acompañarían hasta la muerte— y una barriga ajustada en las caderas. Pasados varios meses, se tumbó sin saber por qué en la cama con dosel púrpura y, como hizo su madre años atrás, llamó a Bernarda, quien mostraba un aspecto más lozano.
—Métete entre mis muslos y sácame la criatura igual que si fuera un cordero—. La cocinera emitió un gruñido, se escupió en las manos y las frotó con fuerza.
Al anochecer, Manuela parió una niña de apariencia sobrenatural a la que llamó Olvido. En el pueblo, las comadres murmuraron acerca de la procedencia de aquel nombre, pero jamás se supo si ella lo había elegido llevada por el deseo de olvidar algún suceso de su pasado, o sólo por capricho.
Tras el nacimiento de Olvido, Manuela tomó la decisión de dedicar su vida y la de su hija a conseguir un único objetivo: convertir a las mujeres Laguna en mujeres decentes y obtener así lo que nunca habían conocido, el respeto del pueblo. El primer acto que acometió fue organizar una hoguera sacramental en el jardín de la casona roja. Quemó los canapés de ópera, las cortinas de seda de damasco, los cuadros de las odaliscas, las ligas, las batas de raso, los
negligés
, los pantalones morunos de
El rapto del serrallo
, quemó cuanto podría traer a la memoria que esa casa había sido un burdel fastuoso, y lo hizo ante la vista y el olfato del pueblo; sus habitantes debían entender que la época de las putas Laguna se extinguía con esas llamas purificadoras. Como no se atrevió a quemar a las muchachas que trabajaban para ella —aunque se relamió al pensar en ese sacrificio—, les dio un montón de perras a cada una, y les dijo que se fuesen a ejercer la profesión a otra parte del mundo.
La prostituta gallega, convertida en madame en el último año, creyó que aquella limpieza inquisitorial no la alcanzaría. Se equivocó. Una mañana temprano, cuando desayunaba en la cocina, Manuela le anunció con su acento del norte que también debía marcharse.
—No tengo adonde ir. No recuerdo el camino hasta el mar. A tu lado, ésta ya era mi casa…
—Te daré el dinero suficiente para que se te abra la memoria, pero vete; ahora mi hija y yo somos decentes.
Por la noche la prostituta gallega cogió una soga y se colgó del castaño; como su cuerpo estuvo balanceándose hasta la madrugada, acabó convirtiéndose en un botafumeiro que perfumó el pueblo con el olor a eucalipto que desprendía su corazón muerto. Manuela la enterró en el centro del laberinto que formaba la rosaleda. Sólo ella sabía a través de qué sendas retorcidas se llegaba hasta él y no deseaba compartir aquella tumba ni aquel lugar con nadie. Allí, las rosas de diferentes colores se alzaban unas sobre otras formando una torre, el sol se echaba sobre la tierra y Manuela se sentía en paz.
La cocinera fue la única que permaneció en la casona roja. Manuela tuvo miedo de echarla por si también se colgaba del castaño. Podrían haberla acusado de infectar las calles con olor a yegua.
Cuando el padre Imperio conoció la noticia de la destrucción del burdel, sufrió una crisis de llanto. Arrodillado, esta vez frente al Cristo del altar, daba gracias a Dios al tiempo que se lamentaba, entre lágrimas y mocos, de que aquella destrucción llegara demasiado tarde. Mientras se golpeaba con el puño el lado izquierdo del pecho para detener un corazón que le escocía de recuerdos, sintió a su espalda unos pasos que hacían cloquear las baldosas cojas del piso.
—Ya está hecho, padre, ya quemé «to» lo malo que había en la casona roja.
Él se dio la vuelta y encontró a Manuela. La observó con detenimiento —el cabello, los ojos, los labios, el cuerpo enjuto—, pero fue incapaz de encontrar parecido alguno con Clara Laguna.
—¿Qué me mira tanto? Soy la Manuela. ¿Se me puso un bicho o qué?
Ni siquiera la voz de la joven se asemejaba lo más mínimo a la de su madre. La de Clara, a pesar de que era grave, sonaba armoniosa y bella; en cambio, la de Manuela despedía una tosquedad aprendida de los primeros gruñidos de Bernarda.
—Has hecho lo que había que hacer, hija mía —respondió él.
—¿Ahora podré venir a la iglesia como las nobles y las decentes?
—La casa de Dios siempre está abierta, y sobre todo para los más necesitados —agregó el padre Imperio santiguándose.
Los actos de purificación terminaron con un encuentro entre Manuela Laguna y un hombre que acababa de instalarse en el pueblo, un abogado de Segovia que había abierto un gabinete en la calle principal, y que se dedicaba a las herencias y a la administración de fincas y patrimonios. Rondaba los cuarenta y había llevado un halo de modernidad conduciendo un automóvil negro que despertaba la admiración de todo el que se cruzaba con él. Para ese hombre, que conocía la comarca y había probado en más de una ocasión los placeres orientales de la casona roja, el dinero no casaba con la moralidad. Así que aceptó el encargo de Manuela: administrar la fortuna que había amasado su madre en el burdel, fortuna que invirtió en bonos y en inmuebles alejados de las bocas torcidas del pueblo. La riqueza de las Laguna y del abogado —que se quedaba con una parte generosa de las ganancias— se convirtió pronto en un animal de gran tamaño.
Fue entonces cuando Manuela decidió reformar la casona roja. Pensaba que la honradez debía sentirse a gusto en su hogar para quedarse definitivamente. Pintó las fachadas, enfermas por las huellas del humo, de un rojo apagado, y los postigos de cuarterones de las ventanas, de color blanco. También adornó los techos de los dormitorios y del salón con una cornisa de escayola salpicada de cadenetas de flores, y compró una bañera de porcelana con patas de fiera para el cuarto de baño, y un armario, que colocó en el recibidor, donde guardaba la ropa blanca. La única pieza que sobrevivió a la matanza del burdel fue la gran cama de hierro con su dosel púrpura, cuyo colchón de lana había sido testigo de las hazañas carnales de su madre, de su propio nacimiento y del de su hija Olvido. Aquella conservación acercó a Manuela, por primera vez, a la nostalgia.
L
os domingos el pueblo castellano amanecía con el repicar de las campanas de la iglesia. Su voz verdosa le anunciaba el comienzo de una jornada que debía dedicarse a Dios y al descanso. Las palomas que se apelotonaban dentro del campanario emprendían el vuelo, desperezándose, en cuanto el hombre apodado «el Tolón» llamaba a misa sobre montañas de excrementos de ave. Comenzaba a fluir entre las calles y los campos un clamor a pan tostado, a jabón casero, a vestidos limpios. La misa comenzaba a las diez; el padre Imperio abría los portones de la iglesia a las nueve y media y éstos se iban tragando a los feligreses mansamente —los velos, las mantillas y la franela de los ricos, los remiendos y la pana de los pobres—. La plaza se quedaba vacía, desvalida sin chismes, sin muías, sin gritos de niños, mientras la fuente de tres caños interpretaba una canción de agua que adormecía a los perros, dejándolos echados en los zaguanes con el hocico apuntando al cielo. Sin embargo, aquel domingo de finales de mayo, la bandera republicana ondeaba en la fachada del ayuntamiento, un caserón neoclásico situado frente a la iglesia, y la plaza no se quedó vacía cuando el párroco cerró los portones. Un grupo de campesinos y jornaleros se manifestaba con el traje de faena para exigir a los terratenientes mejoras en el salario y el reparto de las tierras.
Desde que quemó los lujos del burdel y obtuvo la bendición del padre Imperio, Manuela asistía los domingos a la iglesia, aunque Clara le había enseñado que una mujer maldita no debía acudir hasta el momento de su muerte. Llegaba hasta el pueblo conduciendo la carreta tirada por un caballo negro que no tenía nombre, sólo un olor profundo a infancia. Vestía ropas oscuras, blusas amordazándole el cuello, faldas amplias, toquillas elaboradas con la soledad de sus guantes y unas medias tupidas. Apenas había cumplido los treinta, pero el rostro se le había puesto viejo, los ojos sin luz, las mejillas pellejudas, los labios invadidos de surcos. Nadie comprendía cómo Manuela Laguna era tan fea, sobre todo los que habían conocido a la madre. Además, estaba perdiendo su único encanto, el pelo andaluz. Cuando viajaba en la carreta, unas madejas formadas por cabellos tiñosos se le caían con el vaivén y navegaban en el viento. Alguna vez apareció una de esas madejas —a la que nadie encontró explicación— encima de la santa Biblia granate que reinaba en el altar de la iglesia, o flotando en el tazón del desayuno del alcalde, o en las fórmulas magistrales preparadas por el boticario.
Aquel domingo Olvido Laguna acudió por primera vez a la iglesia. Acababa de cumplir seis años y había salido de la casona roja en muy pocas ocasiones. Manuela la mantenía oculta lavándole la cara con agua de insectos y frotándosela con un estropajo de raíces de madreselva y pelos de cerdo; pero aquellos remedios no servían de nada, ni ésos ni otros que Manuela inventaba. La belleza inexplicable de Olvido, que su madre pretendía arrancarle del cuerpo con aguas milagrosas, frotamientos y emplastos, era inmune a todo, e incluso aumentaba tras aplicarle los remedios. La niña amanecía aún más agraciada, la piel más suave por aquella exfoliación artesanal, los pómulos más luminosos, los labios más atractivos con sus curvas de sangre, los ojos, de color azul, más puros y brillantes; aquella belleza poseía una desobediencia prodigiosa. Manuela se encerraba en su dormitorio después de cada fracaso y lloraba con una rabia adolescente. Algunas veces, lloraba desde la mañana temprano hasta la hora de la siesta, y cuando su hija tocaba débilmente con los nudillos en la puerta, se sorprendía de que siguiese viva. Pensaba que Olvido acabaría muriéndose de repente; nadie era capaz de soportar sobre el rostro el peso de esa hermosura. La idea de perder a su hija la enfurecía; deseaba verla casada con un hombre rico y decente cuya descendencia no llevaría el apellido Laguna en primer lugar. Para Manuela ésa era la única forma de conquistar el respeto del pueblo, y hasta que ese momento llegara, Olvido debía vivir. Después, si su hija se moría, no le importaba; quién le mandaría ser aún más guapa que su abuela, la prostituta de los ojos de oro.