—Sí, madre.
Manuela encajó el gorro blanco en la cabeza de su hija; por el borde de perlé, que le oprimió la frente, sobresalían tiesos sus cabellos negros.
—Ahora ve a lavarte y vístete como te dije anoche.
—Sí, madre.
En el pinar se oyó el chillido de una urraca y un rumor de metralla que traía el aire limpio.
Olvido se puso un traje de lana marrón hasta los tobillos y metió los pies en unas botas que le quedaban un par de tallas grandes. Desayunó pan tostado con mantequilla y un tazón de leche y se fue al recibidor a esperar a su madre. Sobre las losetas de barro vio cómo se le acercaba con una cinta de cuero entre sus guantes y sintió un escalofrío. El aroma a pan tostado aún vigilaba la casa. Olvido dejó de pensar en una caricia, en un beso. Silenciosa, Manuela cosió los extremos de la cinta al gorro de perlé y ésta quedó rodeando la garganta de la niña.
—Cuando regreses a casa te la descoseré y podrás quitarte el gorro.
—Se parece al casco que llevan los soldados a la guerra.
—No digas tonterías.
Una niebla fresca permanecía acostada sobre la mañana de septiembre. Camino del establo, Manuela se adentró en ella. La niña contempló cómo ese aliento de fantasma la engullía y sintió miedo de que la mañana fuera sólo un sueño. Deseaba ir a la escuela para tener amigos. Se frotó los ojos enredándose los pelos del flequillo y repitió su nombre en voz alta. De entre la niebla surgió aquel trozo de carbón que era la cabeza del caballo, la mirada de cristal y las crines rizadas, después el pecho cuadrado entre las cinchas y las patas gruesas con los cascos de hierro imitando la lluvia. Enganchado a él venía la carreta y sobre el pescante la mueca sangrienta del chal de Manuela, y un rostro con ángulos secretos donde se escondía la amargura.
A la entrada del pueblo desapareció la niebla. Sobre las calles empedradas los cascos del caballo negro se convirtieron en granizo. La carreta atravesó la plaza; unas mujeres cargadas con cestos de ropa se quedaron mirando cómo descendía por la calle de la escuela.
Las voces de los niños se escapaban por las ventanas recitando los ríos de España.
—Entra, hija, todo irá bien. Leer y escribir es muy decente.
Olvido descendió de la carreta y su madre, azotando el lomo del animal, se alejó con un rumor de tormenta. Puso la mano en el picaporte y lo empujó al abismo. La puerta de la escuela se abrió lentamente. Avanzó por un pasillo hasta la clase de donde procedían las voces. Tenía mapas colgados en las paredes y una pizarra al frente. Sus compañeros, sentados a los pupitres, se la quedaron mirando. Ella les sonrió; sentía los ojos de todos ellos sobre la ropa, sobre la piel. Caminó hacia la mesa de la profesora, que acababa de anunciar la llegada de «la nueva», pero alguien le puso la zancadilla y cayó al suelo. Una marea de risas se extendió por la clase.
—¡Torpe! ¡Eres un monstruo torpe y analfabeto!
La señorita la ayudó a incorporarse y la guió, asiéndola por un brazo, hasta la última fila de pupitres. Luego, incapaz de controlar a sus alumnos, escribió en la pizarra los sistemas montañosos.
Olvido Laguna se acurrucó sobre el pupitre y lloró en silencio. Las lágrimas cayeron en la madera mientras una lluvia repentina se estrellaba contra los cristales de las ventanas.
—¡Los monstruos no saben llorar, burra, que no te enteras de nada! —gritaban algunos niños.
Con los ojos cerrados, ella imaginó que se subía en el lomo maltrecho del caballo negro y, escondida entre las crines, se perdía en el monte.
—¿No tienes nada que decir, analfabeta? ¿Tampoco sabes hablar? Contesta, fea, monstruo.
Un niño alto de la primera fila se puso en pie y gritó:
—¡Callaos, dejadla en paz!
Sus compañeros lo miraron sorprendidos. Era el hijo menor del maestro. Aquel niño que, en los últimos años, había cogido por costumbre sonreír a Olvido a la salida de la iglesia. Se llamaba Esteban.
—¡Cállate tú! —le contestó ella limpiándose las lágrimas—. No necesito que nadie me defienda, puedo hacerlo yo sola.
Hasta la última fila de pupitres voló la mirada gris del niño; allí le esperaba la de Olvido, llena de rabia. Cuando se encontraron, la señorita de ciudad olvidó, por un instante, los sistemas montañosos, y los chicos de la escuela, el odio de sus padres.
Aquella noche Esteban no se acordó de las trincheras, de los fusiles disparando libertad, de las traiciones que dejaban a la muerte pudriéndose bajo los pinos; no se acordó de su padre, ni de la guerra que sobrevolaba el pueblo como un buitre. Sólo se acordó de los ojos de Olvido mirándolo a través de unas hebras de pelo oscuro y de lo que ocurrió a la salida de la escuela: sus compañeros se abalanzaron sobre el gorro blanco para arrancárselo mientras ella se comía un bollo de canela. Sólo se acordó de su miedo, el de él, al enfrentarse con los otros chicos gritándoles: «Cobardes, bestias, no se pega a una chica». Sólo se acordó de los reproches, las burlas, los dientes amenazándolo con la soledad. Sólo se acordó de esa angustia nacida en la puerta de una iglesia cuando la memoria no era más que un juguete, del cuerpo de ella oprimido contra los desconchones de moho de la pared como el de una presa agazapada en una cueva donde entra la lluvia; de los labios de la niña manchados de canela. Sólo se acordó de cómo quiso tocarlos y no se atrevió, de cómo quiso decirle: «No tengas miedo, yo te protegeré siempre y cuando sea más mayor me iré a la guerra de mi padre». Pero no le dijo nada, sólo pudo ofrecerle una mano para ayudarla. Ella no la aceptó, le arrojó el bollo de canela a la cara y salió corriendo. «No necesito que nadie me defienda, no necesito a nadie», le gritó.
Olvido regresó a la casona roja atravesando el pinar. Le habían descosido la cinta de cuero de uno de los lados del gorro, por eso cuando vio a su madre apoyada en las puertas de hierro, esperándola bajo el lazo de muerto, quiso recordar los ojos grises de aquel niño, grandes, valientes, y esa mano sin guante que le había ofrecido ayuda. Y no lloró mientras Manuela le pegaba con la palmeta; lo único que ya podía herirla era no ver de nuevo a Esteban.
La señorita de ciudad creyó que no regresaría a la escuela; se equivocó. Ataviada con su gorro, continuó asistiendo a clase. Se sentaba a un pupitre de la última fila; rellenaba las cartillas, primero las de palotes, después las de frases inútiles como «mi mamá me mima». Los insultos de sus compañeros poco a poco dejaron de molestarla, porque cuando los escuchaba sentía junto a ella los ojos color tormenta de Esteban, su pelo de soldado, su barbilla alta desafiándolos a todos.
—¡Os he dicho que la dejéis en paz, gallinas!
—¡Déjame en paz tú, sé defenderme sola!
Al niño se le convertía la mirada en un naufragio y arrugaba los labios, pero no se rendía.
Una mañana del mes de mayo de 1937 encontraron muerto al padre de Esteban en un sendero del pinar que conducía hasta el pueblo. Regresaba a casa para disfrutar de unos días de permiso. Alguien se lo impidió reventándole el vientre con una escopeta. Durante un tiempo, se rumoreó que los del otro bando además de matarlo le habían arrancado las tripas.
Ruborizada por la muerte, la señorita de ciudad lo anunció en la escuela.
—Nuestro querido Esteban no asistirá hoy a clase. Recemos una oración por las tripas —tosió—, perdón, por su papá, que ha subido al cielo con un traje de guerrero.
Olvido Laguna, que acababa de cumplir doce años, tardó unos minutos en comprender lo que había sucedido. Luego abandonó la clase ante la sorpresa de la maestra y de sus compañeros.
Se dirigió a la plaza y ascendió por la cuesta hasta el cementerio. Ocultándose entre las lápidas y las cruces, se situó muy cerca de la tumba donde estaban metiendo el ataúd del maestro. El entierro era un racimo negro al borde de un agujero. La viuda apoyada en un hombro de la hija, que apuntalaba el dolor de su madre. Esta, a su vez, con una mano desfigurada de zurcir medias, oprimía el brazo de su hijo menor. Tras la familia, numerosos habitantes del pueblo. El padre Imperio, a la cabeza de todos ellos, desperdigaba agua bendita con una maza de plata y escupía latín sobre el agujero. Golpeó el féretro la tierra y el racimo se deshizo. Sólo quedó unido el bloque que formaban la viuda y la hija; el hijo menor se alejó de ese lugar vencido por la primavera y por la muerte. Se alistaría, ocultando sus trece años en la venganza de un muchacho de dieciséis, y mataría a los traidores que habían asesinado a su padre. Olvido lo siguió; cantaban las chicharras, quemaba el sol, olía a orgasmo de amapolas y margaritas.
—Hola. —La niña apareció delante de una cruz.
A Esteban se le cayó el corazón sobre la lápida de Paquita Muñoz, fallecida a los seis años.
—En la escuela nos han dicho que tu padre se ha muerto.
—Lo han «matao» los traidores, que es diferente. Y tú ¿qué quieres?
Esteban vestía un traje de paño marrón con un brazalete de luto.
—Me he escapado de la escuela porque nunca había visto un entierro.
—Mentirosa. —Se metió una mano en el bolsillo del pantalón.
Olvido retiró su mirada de los ojos grises y la clavó en la madriguera que el muchacho tenía dibujada en la barbilla. Allí escondió su orgullo.
—También he venido a consolarte porque pensé que estarías triste.
—Muy pronto seré un soldado y los soldados no pueden ponerse tristes. Tienen que ser valientes para ir a luchar al frente.
—Yo creo que estás un poco triste.
—Pues si lo estuviera, no querría tu ayuda. Tú nunca me dejas que te defienda.
—Si quieres me voy.
—No. El cementerio es peligroso para una chica. Te acompañaré hasta tu casa. Los soldados debemos cuidar de las mujeres.
La brisa del pinar arrastraba el aliento de las jaras, el tomillo, los helechos, y lo elevaba hasta las copas de los árboles. Esteban caminaba cabizbajo mientras ella le hablaba sobre las madreselvas que vivían en su jardín y el caballo negro con las crines más largas y rizadas del mundo. De vez en cuando, él la miraba de reojo y siempre la descubría observando sus manos. Angustiado —la primavera cerca de Olvido le entraba a borbotones por la nariz y la boca—, se preguntó si tendría algún resto de suciedad prendido en una uña. De pronto, ella tropezó con una piedra y lo golpeó en un brazo.
—Perdona —le dijo apartándose el flequillo de los ojos.
—No me has hecho daño. ¿Quieres darme la mano?
Había imaginado muchas veces el tacto del muchacho, incluso había soñado con él.
—No tropezaré más.
La piel sin el algodón blanco de unos guantes.
—Tienes la cabeza muy dura.
—Y tú también.
—Yo me empeñé porque tú te empeñaste. Un soldado no debe permitir que se insulte a una mujer.. .Y tú eres tan diferente al resto de las niñas.
—Mira, allí está mi casa.
El tejado de la casona roja se convirtió en un horizonte. Caminaron en silencio hasta que apareció ante ellos la fachada principal con sus desconchones causados por la abundancia de la lluvia, y el vapor fértil que desprendía el jardín. Un escalofrío sacudió el cuerpo de Esteban. Sus padres le habían enseñado que en aquella casa, de apariencia infernal, vivían unas mujeres malvadas. También recordó a sus amigos y el juego que les empalaba el vello de los brazos: «Si no te acercas a la casa roja y tocas las puertas eres un gallina, cobarde, gallina».
Él emprendía una carrera con la boca seca, después probaba el tacto de herrumbre en las puertas de hierro y regresaba al pinar festejando su valentía con los compañeros.
—Es mejor que te marches. Si mi madre me ve contigo se va a enfadar; tiene muy mal genio.
Por una ventana de la casona roja se escapaba la fragancia del guiso que Manuela cocía a fuego lento.
—Qué bien huele.
—Mi madre está haciendo la comida; es una cocinera buenísima. Si no tuviese tan mal genio le preguntaría si puedes quedarte a almorzar.
—Tengo que volver a casa con mi madre y mi hermana, pero gracias.
Una urraca sobrevoló sus cabezas y, tras un graznido, escucharon una voz hueca:
—Olvido Laguna. —El cuerpo de Manuela apareció encarcelado tras las puertas—. ¿Qué estás haciendo con este niño?
—Madre, no la oí llegar. El, él —tartamudeó— es el hijo del maestro. Se llama Esteban, he ido al entierro de su padre y…
—Así que eres el hijo pequeño del maestro —le interrumpió Manuela escudriñando al chico—. Sí, tienes sus mismos ojos grises.
—Yo ya me iba… mi madre me espera en casa. Hasta mañana, Olvido —se despidió retorciéndose las manos.
—Espera, muchacho, no tengas tanta prisa. ¿Te gustaría entrar un momento en la casa y probar lo que estoy cocinando? —Manuela sonreía—. Es un guiso muy especial.
—Muchas gracias, pero me esperan para comer. —Le temblaba la voz.
—Olvido, dile a tu amiguito que sea un niño educado y acepte mi invitación. —Le brillaban las pupilas negras.
—Entra, Esteban, por favor. Verás qué rica está la comida de mi madre.
Las puertas se abrieron con ayuda de las garras de algodón blanco que se aferraban a los barrotes.
—Pruebo una cucharadita y me voy a casa.
Esteban recorrió el camino de piedras y margaritas. No se atrevía a mirar a su alrededor; sentía que el jardín de hortensias, dondiegos y madreselvas lo acechaba como si fuera una presa donde hincar los dientes. Entró el último en el recibidor de losetas de barro; atufaba a hierbas y a ajo frito.
La cocina le pareció muy espaciosa. En el medio se alzaba una mesa ancha; allí, bajo la luz de la ventana, Manuela Laguna destripaba los gallos y las gallinas para sus recetas. Apoyadas en las paredes había alacenas con las repisas cubiertas por unos paños de cuadros azules. Sobre ellas reposaban cestos de paja llenos de hortalizas y frutas. Del techo colgaban pucheros, cacerolas y ristras de ajos y cebollas.
—Acércate al puchero, muchacho. Huele de maravilla, ¿verdad?
—Sí, señora. —Se sentía mareado.
Manuela cogió una cuchara y removió la comida con deleite.
—Son tripas de cerdo con hierbas y ajo. Sé un buen chico y pruébalo. —En la cuchara humeaba un pedazo de carne.
Manuela sopló varias veces y se lo ofreció sonriéndole. Esteban miró a Olvido mientras se lo metía en la boca. Lo masticó despacio; quemaba.
—¿Puedo comer un poco más?
—Claro, muchacho, come, come hasta saciarte —le contestó entregándole la cuchara.