En el taller, visible desde la calle, había diez personas trabajando frenéticamente. Por su aspecto, ninguna de ellas era Grau. Bernat vio que, junto a la puerta de entrada, al lado de un carro de bueyes cargado de tinajas nuevas, dos hombres se despedían. Uno montó en el carro y partió. El otro iba bien vestido y, antes de que se metiera en el taller, Bernat llamó su atención.
—¡Esperad! —El hombre miró cómo se le acercaba Bernat—. Busco a Grau Puig —le dijo.
El hombre lo examinó de arriba abajo.
—Si buscas trabajo, no necesitamos a nadie. El maestro no puede perder el tiempo —le dijo de malos modos—, ni yo tampoco —añadió empezando a darle la espalda.
—Soy pariente del maestro.
El hombre se detuvo en seco, antes de volverse violentamente.
—¿Acaso no te ha pagado suficiente el maestro? ¿Por qué sigues insistiendo? —masculló entre dientes empujando a Bernat. Arnau empezó a llorar—. Ya se te dijo que como volvieras por aquí te denunciaríamos. Grau Puig es un hombre importante, ¿sabes?
Bernat había ido retrocediendo a medida que el hombre lo empujaba, sin saber a qué se refería.
—Oídme —se defendió—, yo…
Arnau berreaba.
—¿No me has entendido? —gritó por encima del llanto de Arnau.
Sin embargo, unos chillidos aún más fuertes salieron de una de las ventanas del piso superior.
—¡Bernat! ¡Bernat!
Bernat y el hombre se volvieron hacia una mujer que, con medio cuerpo fuera, agitaba los brazos.
—¡Guiamona! —gritó Bernat devolviéndole el saludo.
La mujer desapareció y Bernat se volvió hacia el hombre con los ojos entrecerrados.
—¿Te conoce la señora Guiamona? —le preguntó él.
—Es mi hermana —contestó Bernat secamente—, y que sepas que a mí nadie me ha pagado nunca nada.
—Lo siento —se excusó el hombre, ahora azorado—. Me refería a los hermanos del maestro: primero uno, después otro, y otro, y otro.
Cuando vio que su hermana salía de la casa, Bernat lo dejó con la palabra en la boca y corrió a abrazarla.
—¿Y Grau? —preguntó Bernat a su hermana una vez acomodados, tras limpiarse la sangre del ojo, entregar a Arnau a la esclava mora que cuidaba de los hijos pequeños de Guiamona y ver cómo devoraba una escudilla de leche y cereales—. Me gustaría darle un abrazo.
Guiamona torció el gesto.
—¿Pasa algo? —se extrañó Bernat.
—Grau ha cambiado mucho. Ahora es rico e importante —Guiamona señaló los numerosos baúles que había junto a las paredes, un armario, mueble que Bernat no había visto jamás, con algunos libros y piezas de cerámica, las alfombras que embellecían el suelo y los tapices y cortinajes que colgaban de ventanas y techos—. Ahora casi no se preocupa del taller ni del sello; lo lleva Jaume, su primer oficial, con quien te has tropezado en la calle.
—Grau se dedica al comercio: barcos, vino, aceite. Ahora es cónsul de la cofradía, por lo tanto, según los Usatges, un prohombre y un caballero, y está pendiente de que lo nombren miembro del Consejo de Ciento de la ciudad —Guiamona dejó que su mirada vagase por la estancia—. Ya no es el mismo, Bernat.
—Tú también has cambiado mucho —la interrumpió Bernat. Guiamona miró su cuerpo de matrona y asintió sonriendo—. Ese Jaume —continuó Bernat— me ha dicho algo de los parientes de Grau. ¿A qué se refería?
Guiamona negó con la cabeza antes de contestar.
—Pues se refería a que, en cuanto se enteraron de que su hermano era rico, todos, hermanos, primos y sobrinos, empezaron a dejarse caer por el taller. Todos escapaban de sus tierras para venir en busca de la ayuda de Grau. —Guiamona no pudo dejar de percibir la expresión de su hermano—. Tú… ¿también? —Bernat asintió—. Pero… ¡si tenías unas tierras espléndidas…!
Guiamona no pudo reprimir las lágrimas al escuchar la historia de Bernat. Cuando éste le habló del muchacho de la forja, se levantó y se arrodilló junto a la silla en la que estaba su hermano.
—Eso no se lo cuentes a nadie —le aconsejó. Después continuó escuchándolo, con la cabeza apoyada en su pierna—. No te preocupes —sollozó cuando Bernat puso fin a su relato—, te ayudaremos.
—Hermana —le dijo Bernat acariciándole la cabeza—, ¿cómo vais a ayudarme cuando Grau no ha ayudado ni a sus propios hermanos?
—¡Porque mi hermano es distinto! —gritó Guiamona haciendo que Grau retrocediera un paso.
Ya había anochecido cuando su marido llegó a casa. El pequeño y delgado Grau, todo él nervio, subió la escalera mascullando improperios. Guiamona lo esperaba y lo oyó llegar. Jaume había informado a Grau de la nueva situación: «Vuestro cuñado duerme en el pajar junto a los aprendices, y el niño…, con vuestros hijos».
Grau se dirigió atropelladamente a su esposa cuando se encontró con ella.
—¿Cómo te has atrevido? —le gritó tras escuchar sus primeras explicaciones—. ¡Es un siervo fugitivo! ¿Sabes qué significaría que encontrasen un fugitivo en nuestra casa? ¡Mi ruina! ¡Sería mi ruina!
Guiamona lo escuchó sin intervenir, mientras él daba vueltas y hacía aspavientos alrededor de ella, que le sacaba una cabeza de alto.
—¡Estás loca! ¡He mandado a mis propios hermanos en barcos al extranjero! He dotado a las mujeres de mi familia para que se casen con gente de fuera, todo para que nadie pudiera tachar de nada a esta familia, y ahora tú… ¿Por qué debería actuar de modo diferente con tu hermano?
—¡Porque mi hermano es distinto! —le gritó Guiamona, ante su sorpresa.
Grau titubeó:
—¿Qué…?, ¿qué quieres decir?
—Lo sabes muy bien. No creo que deba recordártelo.
Grau agachó la vista:
—Precisamente hoy —murmuró— he estado reunido con uno de los cinco consejeros de la ciudad para que, como cónsul de la cofradía que soy, me elijan miembro del Consejo de Ciento. Parece que ya he logrado decantar a mi favor a tres de los cinco consejeros y todavía me quedan el baile y el veguer. ¿Te imaginas qué dirían mis enemigos si se enterasen de que he proporcionado amparo a un siervo fugitivo?
Guiamona se dirigió a su esposo con dulzura:
—Todo se lo debemos a él.
—Sólo soy un artesano, Guiamona. Rico, pero artesano. Los nobles me desprecian y los mercaderes me odian, por más que se asocien conmigo. Si supieran que hemos dado cobijo a un fugitivo… ¿Sabes qué dirían los nobles que tienen tierras?
—Se lo debemos todo a él —repitió Guiamona.
—Bien, pues démosle dinero y que se vaya.
—Necesita la libertad. Un año y un día.
Grau volvió a pasear con nerviosismo por la estancia. Luego se llevó las manos al rostro.
—No podemos —dijo a través de ellas—. No podemos, Guiamona —repitió mirándola—. ¿Te imaginas…?
—¡Te imaginas! ¡Te imaginas! —lo interrumpió ella volviendo a levantar la voz—. ¿Te imaginas lo que sucedería si lo echásemos de aquí, lo detuvieran los agentes de Llorenç de Bellera o tus propios enemigos, y se enterasen de que todo se lo debes a él, a un siervo fugitivo que consintió una dote que no correspondía?
—¿Me estás amenazando?
—No, Grau, no. Pero está escrito. Todo está escrito. Si no quieres hacerlo por gratitud, hazlo por ti mismo. Es mejor que lo tengas vigilado. Bernat no abandonará Barcelona, quiere la libertad. Si tú no lo acoges, tendrás a un fugitivo y a un niño, los dos con un lunar en el ojo derecho, ¡como yo!, vagando por Barcelona a disposición de esos enemigos tuyos a los que tanto temes.
Grau Puig miró fijamente a su esposa. Iba a contestar, pero sólo hizo un gesto con la mano. Abandonó la estancia y Guiamona oyó que subía la escalera en dirección al dormitorio.
—Tu hijo se quedará en la casa grande; doña Guiamona cuidará de él. Cuando tenga edad suficiente, entrará en el taller como aprendiz.
Bernat dejó de atender a lo que Jaume le decía. El oficial se presentó al amanecer en el dormitorio. Esclavos y aprendices saltaron de sus jergones como si hubiera entrado el demonio y salieron tropezando entre ellos. Bernat escuchó sus palabras y se dijo que Arnau estaría bien atendido y llegaría a convertirse en un aprendiz, un hombre libre con un oficio.
—¿Has entendido? —le preguntó el oficial. Ante el silencio de Bernat, Jaume lanzó una maldición:
—¡Malditos campesinos!
Bernat estuvo a punto de reaccionar con violencia, pero la sonrisa que apareció en el rostro de Jaume lo detuvo.
—Inténtalo —lo instó—. Hazlo y tu hermana no tendrá a qué agarrarse. Te repetiré lo importante, campesino: trabajarás de sol a sol, como todos, a cambio de lecho, comida y ropa… y de que doña Guiamona se ocupe de tu hijo. Tienes prohibido entrar en la casa; bajo ningún concepto podrás hacerlo. También tienes prohibido salir del taller hasta que transcurran el año y el día que necesitas para que te concedan la libertad, y cada vez que algún extraño entre en el taller, deberás esconderte. No debes contarle a nadie tu situación, ni siquiera a los de aquí dentro, aunque con ese lunar… —Jaume negó con la cabeza—. Ése es el acuerdo al que ha llegado el maestro con doña Guiamona. ¿Te parece bien?
—¿Cuándo podré ver a mi hijo? —preguntó Bernat.
—Eso no me incumbe.
Bernat cerró los ojos. Cuando vieron Barcelona por primera vez le prometió a Arnau la libertad. Su hijo no tendría señor alguno.
—¿Qué tengo que hacer? —dijo finalmente.
Cargar leña. Cargar troncos y troncos, cientos de ellos, miles de ellos, los necesarios para que los hornos trabajasen. Y cuidar de que éstos estuvieran siempre encendidos. Transportar arcilla y limpiar, limpiar el barro, el polvo de la arcilla y la ceniza de los hornos. Una y otra vez, sudando y llevando la ceniza y el polvo a la parte trasera de la casa. Cuando regresaba, cubierto de polvo y ceniza, el taller estaba de nuevo sucio y tenía que volver a empezar. Llevar las piezas al sol, ayudado por otros esclavos y bajo la atenta mirada de Jaume, que controlaba en todo momento el taller, paseándose entre ellos, gritando, pegando bofetadas a los jóvenes aprendices y maltratando a los esclavos, contra quienes no dudaba en utilizar el látigo cuando algo no era de su gusto.
En una ocasión en que una gran vasija se les escapó de las manos cuando la llevaban al sol y rodó por el suelo, Jaume la emprendió a latigazos contra los culpables. La vasija ni siquiera se había roto, pero el oficial, gritando como un poseso, azotaba sin piedad a los tres esclavos que junto a Bernat habían transportado la pieza; en un momento determinado levantó el látigo contra Bernat.
—Hazlo y te mataré —lo amenazó éste, quieto frente a él.
Jaume vaciló; a renglón seguido, enrojeció e hizo restallar el látigo en dirección a los otros, que ya habían tenido buen cuidado de ponerse a la suficiente distancia. Jaume salió corriendo tras ellos. Al ver que se alejaba, Bernat respiró hondo.
Con todo, Bernat siguió trabajando duramente sin necesidad de que nadie lo azuzara. Comía lo que le ponían delante. Le hubiera gustado decir a la gruesa mujer que los servía que sus perros habían estado mejor alimentados, pero al ver que los aprendices y los esclavos se lanzaban con avidez sobre las escudillas, optó por callar. Dormía en el dormitorio común en un jergón de paja, bajo el que guardaba sus escasas pertenencias y el dinero que había logrado rescatar. Sin embargo, su enfrentamiento con Jaume parecía haberle granjeado el respeto de los esclavos y los aprendices, y también el de los demás oficiales, por lo que Bernat dormía tranquilo, pese a las pulgas, el olor a sudor y los ronquidos. Y todo lo soportaba por las dos veces a la semana en que la esclava mora le bajaba a Arnau, generalmente dormido, cuando Guiamona ya no la necesitaba. Bernat lo cogía en brazos y aspiraba su fragancia, a ropa limpia, a afeites para niños. Después, con cuidado para no despertarlo, le apartaba la ropa para verle las piernas y los brazos, y la barriga satisfecha. Crecía y engordaba. Bernat acunaba a su hijo y se volvía hacia Habiba, la joven mora, suplicándole con la mirada algo más de tiempo. En ocasiones intentaba acariciarlo, pero sus rugosas manos dañaban la piel del niño y Habiba se lo quitaba sin contemplaciones. Con el paso de los días, llegó a un acuerdo tácito con la mora —ella jamás le hablaba—, y Bernat acariciaba las sonrosadas mejillas del pequeño con el dorso de los dedos; el contacto con su piel le producía temblores. Cuando, finalmente, la chica le hacía gestos de que le devolviera al niño, Bernat lo besaba en la frente antes de entregárselo.
Con el transcurso de los meses, Jaume se dio cuenta de que Bernat podía realizar un trabajo más fructífero para el taller. Ambos habían aprendido a respetarse.
—Los esclavos no tienen solución —le comentó el oficial a Grau Puig en una ocasión—; sólo trabajan por miedo al látigo, no ponen cuidado alguno. Sin embargo, vuestro cuñado…
—¡No digas que es mi cuñado! —lo interrumpió Grau una vez más, pero aquélla era una licencia que a Jaume le gustaba permitirse con su maestro.
—El campesino… —se corrigió el oficial simulando embarazo—, el campesino es diferente; pone interés hasta en las tareas menos importantes. Limpia los hornos con un cuidado que nunca antes…
—¿Y qué propones? —volvió a interrumpirlo Grau sin levantar la mirada de los papeles que estaba examinando.
—Pues podría dedicarlo a otras labores de más responsabilidad, y con lo barato que nos sale…
Al escuchar esas palabras, Grau alzó la vista hacia el oficial.
—No te equivoques —le dijo—. No nos habrá costado dinero como un esclavo, tampoco tendrá un contrato de aprendizaje y no habrá que pagarle como a los oficiales, pero es el trabajador más caro que tengo.
—Yo me refería…
—Sé a qué te referías. —Grau volvió a sus papeles—. Haz lo que consideres oportuno, pero te lo advierto: que el campesino nunca olvide cuál es su sitio en este taller. Si ocurre, te echaré de aquí y jamás serás maestro. ¿Me has entendido?
Jaume asintió, pero desde aquel día Bernat ayudó directamente a los oficiales; pasó incluso por encima de los jóvenes aprendices, incapaces de manejar los grandes y pesados moldes de arcilla refractaria que soportaban la temperatura necesaria para cocer la loza o la cerámica. Con éstos hacían unas grandes tinajas panzudas, de boca estrecha, cuello muy corto, base plana y estrecha, con capacidad hasta para doscientos ochenta litros y destinadas al transporte de grano o vino. Hasta entonces, Jaume había tenido que dedicar a aquellas tareas al menos a dos de sus oficiales; con la ayuda de Bernat, bastaba con uno para llevar a cabo todo el proceso: hacer el molde, cocerlo, aplicar a la tinaja una capa de óxido de estaño y óxido de plomo como fundente, y meterla en un segundo horno, a menor temperatura, a fin de que el estaño y el plomo se fundiesen y se mezclasen proporcionando a la pieza un revestimiento impermeable vidriado de color blanco.