La catedral del mar (47 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La catedral del mar
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—¿Qué te parece? —le preguntó Arnau sonriente, extendiendo la mano sobre la mesa.

—Muy bien —le contestó Guillem devolviéndole la sonrisa—, pero así no conseguiremos ningún cliente y menos a alguien que nos confíe sus dineros. —La sonrisa de Arnau se desdibujó al instante—. No te preocupes, sólo falta esto. Es lo que había salido a comprar.

Guillem le entregó un paño que Arnau desenrolló con cuidado. Se trataba de un tapete de carísima seda roja, con flecos dorados en sus extremos.

—Eso —le dijo el esclavo— es lo que te falta sobre la mesa. Es la señal pública de que has cumplido con todos los requisitos que exigen las autoridades y de que tienes tu mesa convenientemente asegurada ante el magistrado municipal por valor de mil marcos de plata. Nadie, bajo severas penas, puede poner el tapete sobre una mesa de cambio o esteras ante ella si no posee la autorización municipal. Por eso, si no la pones, nadie entrará ni depositará aquí sus dineros.

A partir de ese día Arnau y Guillem se dedicaron por entero a su nuevo negocio y, tal como le aconsejó Hasdai Crescas, el antiguo bastaix se volcó en el aprendizaje de los rudimentos de su profesión.

—La primera función de un cambista —le dijo Guillem, sentados los dos en la mesa, con el rabillo del ojo puesto en la puerta por si alguien se decidía a entrar— es la del cambio manual de moneda.

Guillem se levantó de la mesa, la rodeó, se detuvo delante de Arnau y depositó una bolsa de dinero frente a él.

—Ahora fíjate bien —le dijo sacando una moneda de la bolsa y poniéndola sobre la mesa—. ¿La conoces? —Arnau asintió—. Es un croat de plata catalán. Se acuñan en Barcelona, a pocos pasos de aquí…

—Pocos he tenido en la bolsa —lo interrumpió Arnau—, pero estoy cansado de llevarlos a las espaldas. Por lo visto el rey sólo confía en los bastaixos para ese transporte.

Guillem asintió sonriendo y metió de nuevo la mano en la bolsa.

—Esto —continuó, sacando otra moneda y poniéndola junto al croat— es un florín aragonés de oro.

—De ésos nunca he tenido —dijo Arnau cogiendo el florín.

—No te preocupes, tendrás muchos. —Arnau miró a Guillem a los ojos y el moro asintió con seriedad—. Este es un antiguo dinero barcelonés de tern. —Guillem puso otra moneda sobre la mesa y antes de que Arnau volviera a interrumpirlo, continuó sacando monedas—. Pero en el comercio se mueven muchas otras monedas —dijo—, y debes conocerlas todas. Las musulmanas: besantes, mazmudinas rexedíes, besantes de oro. —Guillem fue colocando todas las monedas en fila, frente a Arnau—. Los torneses franceses; las doblas de oro castellanas; los florines de oro acuñados en Florencia; los genoveses, acuñados en Génova; los ducados venecianos; la moneda marsellesa, y las demás monedas catalanas: el real valenciano o mallorquín, el gros de Montpellier, los melgurienses del Pirineo oriental y la jaquesa, acuñada en Jaca y utilizada principalmente en Lérida.

—¡Virgen Santa! —exclamó Arnau cuando el moro finalizó.

—Debes conocerlas todas —insistió Guillem.

Arnau recorrió la fila con la mirada una y otra vez. Después suspiró.

—¿Hay más? —preguntó, levantando la mirada hacia Guillem.

—Sí. Muchas más. Pero éstas son las más habituales.

—¿Y cómo se cambian?

En esta ocasión fue el moro quien suspiró.

—Eso es más complicado. —Arnau lo instó a continuar—. Bien, para su cambio se utilizan las unidades de cuenta: las libras y los marcos para las grandes transacciones; los dineros y los sueldos para el uso corriente. —Arnau asintió; él siempre había hablado de sueldos o dineros, independientemente de la moneda que los representase, aunque por lo general siempre era la misma—. Una vez que tienes una moneda, hay que calcular su valor según la unidad de cuenta y luego hacer lo mismo con aquella por la que quieres cambiarla.

Arnau trataba de seguir las explicaciones del moro.

—¿Y esos valores?

—Se fijan periódicamente en la lonja de Barcelona, en el Consulado de la Mar. Hay que acudir allí para ver cuál es el cambio oficial.

—¿Varía? —Arnau negó con la cabeza. No conocía aquellas monedas, ignoraba cómo se efectuaban los cambios y, además, ¡resultaba que el cambio variaba!

—Constantemente —le contestó Guillem— Y hay que dominar los cambios; ahí está el mayor beneficio de un cambista. Ya lo comprobarás. Uno de los mayores negocios es el de la compraventa de dinero…

—¿Comprar dinero?

—Sí. Comprar… o vender dinero. Comprar plata con oro u oro con plata, jugando con las muchas monedas que existen; aquí, en Barcelona, si el cambio es bueno o en el extranjero si resulta que allí es mejor.

Arnau gesticuló con ambas manos en señal de impotencia.

—En realidad es bastante sencillo —insistió Guillem—. Verás, en Cataluña es el rey quien fija la paridad entre el florín de oro y el croat de plata, y el rey ha dicho que es de trece a uno; un florín de oro vale trece croats de plata. Pero en Florencia, en Venecia o en Alejandría, lo que diga el rey no les importa y el oro que contiene un florín no vale trece veces la plata que contiene un croat. Aquí el rey fija la paridad por motivos políticos; allí, pesan el oro y la plata que contienen las monedas y fijan su valor. O sea, que si uno atesora croats de plata y los vende fuera, obtendrá más oro del que le darían en Cataluña por esos mismos croats. Y si vuelve aquí con ese oro, volverán a darle trece croats por cada florín de oro.

—Pero eso lo podría hacer todo el mundo —objetó Arnau.

—Y lo hace…, todo el que puede. El que tiene diez o cien croats no lo hace. Lo hace quien cuenta con mucha gente dispuesta a entregarle esos diez o cien croats. —Se miraron—. Ésos somos nosotros —finalizó el moro abriendo las manos.

Algún tiempo después, cuando Arnau dominaba ya las monedas y controlaba sus cambios, Guillem empezó a hablarle de las rutas y las mercaderías.

—Hoy en día, la principal —le dijo— es la que va por Candía a Chipre, desde allí hasta Beirut y de allí hasta Damasco o Alejandría…, aunque el Papa ha prohibido comerciar con Alejandría.

—Entonces, ¿cómo se hace? —preguntó Arnau, que jugueteaba con el ábaco.

—Con dinero, por supuesto. Se compra el perdón.

Arnau recordó entonces las explicaciones que le dieron en la cantera real sobre los dineros con los que se pagaba la construcción de las atarazanas reales.

—¿Y sólo comerciamos a través del Mediterráneo?

—No. Comerciamos con todo el mundo. Con Castilla, con Francia y Flandes, pero principalmente lo hacemos a través del Mediterráneo. La diferencia estriba en el tipo de mercaderías; en Francia, Inglaterra y Flandes compramos tejidos, sobre todo de lujo: paños de Tolosa, de Brujas, de Malinas, Dieste o Vilages, aunque también les vendemos lino catalán. También compramos artículos de cobre y latón. En Oriente, en Siria y Egipto, compramos especias…

—Pimienta —lo interrumpió Arnau.

—Sí, pimienta. Pero no te confundas. Cuando alguien te hable del comercio de especias, incluirá la cera, el azúcar y hasta los colmillos de elefante. Si te habla de especias menudas, entonces sí se estará refiriendo a lo que se entiende comúnmente por especias: canela, clavo de especie, pimienta, nuez moscada…

—¿Has dicho cera? ¿Importamos cera? ¿Cómo es posible que importemos cera si el otro día me dijiste que exportábamos miel?

—Pues sí —lo interrumpió el moro—. Exportamos miel pero importamos cera. La miel nos sobra, pero las iglesias consumen mucha cera.

Arnau recordó la principal obligación de los bastaixos: mantener siempre encendidos los cirios a la Virgen de la Mar.

—La cera viene de Dacia a través de Bizancio. Otros de los principales productos con que se comercia —continuó Guillem— son los alimentos. Antes, hace bastante años, exportábamos trigo, ahora tenemos que importar todo tipo de cereales (trigo, arroz, mijo y cebada) y exportamos aceite, vino, frutos secos, azafrán, tocino y miel. También se comercia con salazón…

En aquel momento entró un cliente, y Arnau y Guillem interrumpieron su conversación. El hombre se sentó frente a los cambistas y, tras un intercambio de saludos, depositó una considerable suma de dinero. Guillem se felicitó: no conocía a aquel cliente, lo cual era buena señal; empezaban a no depender de los antiguos clientes de Hasdai. Arnau lo atendió con seriedad; contó las monedas y comprobó su autenticidad aunque, por si acaso, se las fue pasando una a una a Guillem. Luego anotó el depósito en los libros. Guillem lo observó mientras escribía. Había mejorado; había hecho un esfuerzo considerable en ese sentido. El preceptor de los Puig le enseñó las letras, pero había pasado años sin usar la escritura.

En espera del inicio de la época de navegación, Arnau y Guillem se limitaban a preparar los contratos de comanda. Compraban productos para exportar, concurrían con otros mercaderes para fletar naves o los contrataban y discutían qué productos importarían en el tornaviaje de cada uno de los barcos.

—¿Qué ganan los mercaderes que contratamos? —le preguntó un día Arnau.

—Depende de la comanda. En las comandas normales, por lo general, un cuarto de los beneficios. En las comandas de dinero, oro o plata, no juega el cuarto. Nosotros marcamos el cambio que queremos y el mercader obtiene sus beneficios del sobrecambio que pueda conseguir.

—¿Qué hacen esos hombres en tierras tan lejanas? —volvió a preguntar Arnau tratando de imaginar cómo eran aquellos lugares—. Son tierras extranjeras, allí se hablan otras lenguas… Todo debe de ser diferente.

—Sí, pero piensa que en todas esas ciudades —le contestó Guillem— existen consulados catalanes. Son como el Consulado de la Mar de Barcelona —aclaró—. En cada uno de esos puertos existe un cónsul, nombrado por la ciudad de Barcelona, que imparte justicia en materia comercial y que media en los conflictos que puedan surgir entre los mercaderes catalanes y las gentes o las autoridades del lugar. Todos los consulados tienen una alhóndiga. Son recintos amurallados en los que se hospedan los mercaderes catalanes y que están provistos de almacenes para guardar las mercaderías hasta que son vendidas o embarcadas de nuevo. Cada alhóndiga es como una parte de Cataluña en tierras extranjeras. Son extraterritoriales; quien manda en ellas es el cónsul, no las autoridades del país en que se encuentran.

—¿Y eso?

—A todos los gobiernos les interesa el comercio. Cobran impuestos y llenan sus arcas. El comercio es un mundo aparte, Arnau. Podemos estar en guerra con los sarracenos, pero ya desde el siglo pasado, por ejemplo, tenemos consulados en Túnez o Bugía, y pierde cuidado: ningún cabecilla moro violará las alhóndigas catalanas.

La mesa de cambio de Arnau Estanyol funcionaba. La peste había diezmado a los cambistas catalanes, la presencia de Guillem era una garantía para los inversores y la gente, a medida que remitía la epidemia, sacaba a la luz aquellos dineros que había guardado en sus casas. Sin embargo, Guillem no podía dormir. «Véndelos en Mallorca», le aconsejó Hasdai refiriéndose a los esclavos, para que Arnau no se enterase de la operación. Y Guillem así lo ordenó. ¡En mala hora!, maldijo dando la enésima vuelta en la cama. Recurrió a uno de los últimos barcos que partían de Barcelona en época de navegación, casi a primeros de octubre. Bizancio, Palestina, Rodas y Chipre: ésos eran los destinos de los cuatro mercaderes que embarcaron en nombre del cambista de Barcelona, Arnau Estanyol, mediante letras de cambio que Guillem le hizo firmar a Arnau. Este ni siquiera las miró. Aquellos mercaderes debían comprar esclavos y llevarlos a Mallorca. Guillem volvió a cambiar de postura.

Sin embargo, las circunstancias políticas conspiraban en su contra: pese a la mediación del Sumo Pontífice, el rey Pedro conquistó definitivamente la Cerdaña y el Rosellón un año después de su primer intento, cuando finalizó la prórroga que entonces había concedido. El 15 de julio de 1344, Jaime III, tras la rendición de la mayor parte de sus villas y ciudades, se arrodilló ante su cuñado con la cabeza descubierta, solicitando misericordia y entregando sus territorios al conde de Barcelona. El rey Pedro le concedió el señorío de Montpellier y los vizcondados de Omelades y Carladés, pero recuperó las tierras catalanas de sus antepasados: Mallorca, el Rosellón y la Cerdaña.

Sin embargo, después de haberse rendido, Jaime de Mallorca reunió un pequeño ejército de sesenta caballeros y trescientos hombres a pie, y volvió a entrar en la Cerdaña para guerrear contra su cuñado. El rey Pedro ni siquiera acudió a presentar batalla. Se limitó a mandar a sus lugartenientes. Cansado, hastiado y derrotado, el rey Jaime buscó refugio junto al papa Clemente VI, que seguía favoreciendo sus intereses y allí, en manos de la Iglesia, se tramó la última de las estrategias: Jaime III vendió al rey Felipe VI de Francia el señorío de Montpellier por doce mil escudos de oro; con esa cantidad, más los préstamos de la Iglesia, armó una flota que le proporcionó la reina Juana de Napóles, y en 1349 volvió a desembarcar en Mallorca.

Estaba previsto que los esclavos llegaran en los primeros viajes del año 1349. Había una gran cantidad de dinero en juego, y si algo fallaba, el nombre de Arnau —por mucho que Hasdai respondiera por él— quedaría mancillado frente a los corresponsales con quienes tendría que trabajar en el futuro. Las letras de cambio las había firmado él y, aunque Hasdai pagase como avalista, el mercado no permitía que una letra se impagase. Las relaciones con los corresponsales de países lejanos se basaban en la confianza, en la confianza ciega. ¿Cómo iba a triunfar un cambista que fallaba en su primera operación?

—Hasta él me ha dicho que evitemos cualquier ruta que pase por Mallorca —le confesó un día a Hasdai, la única persona con quien podía explayarse, en el huerto de la casa del judío.

Evitaban mirarse y, sin embargo, sabían que los dos estaban pensando lo mismo. ¡Cuatro barcos de esclavos! Aquella operación podía arruinar incluso a Hasdai.

—Si el rey Jaime no ha sido capaz de mantener la palabra dada el día que se rindió —dijo Guillem buscando la mirada de Hasdai—, ¿qué será del comercio y los bienes de los catalanes?

Hasdai no contestó. ¿Qué podía decirle?

—Quizá tus mercaderes elijan otro puerto —apuntó al fin.

—¿Barcelona? —preguntó Guillem meneando la cabeza.

—Nadie podía prever algo así —trató de tranquilizarlo el judío. Arnau había salvado a sus hijos de una muerte segura. ¿Cómo no consolarse con eso?

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