La catedral del mar (9 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La catedral del mar
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—Cierto —intervino Grau, logrando que los niños le prestaran por fin atención. El preceptor sonrió—. Génova, nuestra enemiga, tiene un magnífico puerto natural protegido del mar, gracias al cual los barcos no necesitan varar en la playa. Venecia, nuestra aliada, cuenta con una gran laguna a la que se accede a través de estrechos canales; los temporales no la afectan y los barcos pueden estar tranquilos. El puerto de Pisa se comunica con el mar a través del río Arno, y hasta Marsella posee un puerto natural al abrigo de las inclemencias del mar.

—Los griegos foceos ya utilizaban el puerto de Marsella —añadió el preceptor.

—¿Nuestros enemigos tienen mejores puertos? —preguntó Josep, el mayor—. Pero nosotros los vencemos, ¡somos los dueños del Mediterráneo! —exclamó repitiendo las palabras que tantas veces había oído de boca de su padre. Los demás asintieron—. ¿Cómo es posible?

Grau buscó la explicación del preceptor.

—Porque Barcelona ha tenido siempre los mejores marineros. Pero ahora no tenemos puerto y, sin embargo…

—¿Cómo que no tenemos puerto? —saltó Genis—. ¿Y eso? —añadió señalando la playa.

—Eso no es un puerto. Un puerto tiene que ser un lugar abrigado, guarecido del mar, y eso que tú dices…

El preceptor gesticuló con la mano señalando al mar abierto que bañaba la playa.

—Escuchad —les dijo—, Barcelona siempre ha sido una ciudad de marineros. Antes, hace muchos años, teníamos puerto, como todas esas ciudades que ha mencionado vuestro padre. En época de los romanos, los barcos se refugiaban al abrigo del tnons Taber, más o menos por allí —dijo señalando hacia el interior de la ciudad—, pero la tierra fue ganando terreno al mar, y aquel puerto desapareció. Después tuvimos el puerto Comtal, que también desapareció, y por último el puerto de Jaime I, al abrigo de otro pequeño refugio natural, el puig de les Falsies. ¿Sabéis dónde está ahora el puig de les Falsies?

Los cuatro se miraron entre ellos y después se volvieron hacia Grau, quien, con gesto pícaro, como si no quisiera que el preceptor se enterase, señaló con el dedo hacia el suelo.

—¿Aquí? —preguntaron los niños al unísono.

—Sí —contestó el preceptor—, estamos sobre él. También desapareció… y Barcelona se quedó sin puerto, pero para entonces ya éramos marineros, los mejores, y seguimos siendo los mejores…, sin puerto.

—Entonces —intervino Margarida—, ¿qué importancia tiene el puerto?

—Eso te lo podrá explicar mejor tu padre —contestó el preceptor mientras Grau asentía.

—Mucha, muchísima importancia, Margarida. ¿Ves aquella nave? —le preguntó señalándole una galera rodeada de pequeñas barcas—. Si tuviésemos puerto podría descargar en los muelles, sin necesidad de todos esos barqueros que recogen la mercancía. Además, si ahora se levantase un temporal, se hallaría en gran peligro, ya que no está navegando y está muy cerca de la playa, y tendría que abandonar Barcelona.

—¿Por qué? —insistió la muchacha.

—Porque ahí no podría capear el temporal y podría naufragar. Tanto es así que hasta la propia ley, las Ordenaciones de la Mar de la Ribera de Barcelona, le exigen que en caso de temporal acuda a refugiarse en el puerto de Salou o en el de Tarragona.

—No tenemos puerto —se lamentó Guiamon como si le hubiesen quitado algo de suma importancia.

—No —confirmó Grau riendo y abrazándolo—, pero seguimos siendo los mejores marineros, Guiamon. ¡Somos los dueños del Mediterráneo! Y tenemos la playa. Ahí es donde varamos nuestros barcos cuando termina la época de navegación, ahí es donde los arreglamos y los construimos. ¿Ves las atarazanas? Allí, en la playa, frente a aquellas arcadas.

—¿Podemos subir a los barcos? —preguntó Guiamon.

—No —le contestó con seriedad su padre—. Los barcos son sagrados, hijo.

Arnau nunca salía con Grau y sus hijos, y menos con Guiamona. Se quedaba en la casa con Habiba, pero después sus primos le contaban todo lo que habían visto o escuchado. También le habían explicado lo de los barcos.

Y ahí estaban todos aquella noche de Navidad. ¡Todos! Estaban los pequeños: los laúdes, los esquifes y las góndolas; los medianos: leños, barcas, barcas castellanas, tafureas, calaveras, saetías, galeotas y barquants, y hasta algunas de las grandes embarcaciones: naos, navetes, cocas y galeras, que a pesar de su tamaño tenían que dejar de navegar, por prohibición real, entre los meses de octubre y abril.

—¡Vaya! —volvió a exclamar Guiamon.

En las atarazanas, frente a Regomir, ardían algunas hogueras, alrededor de las cuales estaban apostados algunos vigilantes. Desde Regomir hasta Framenors los barcos se alzaban silenciosos, iluminados por la luna, arracimados en la playa.

—¡Seguidme, marineros! —ordenó Margarida levantando su brazo derecho.

Y entre temporales y corsarios, abordajes y batallas, la capitana Margarida llevó a sus hombres de un barco a otro, saltando de borda en borda, venciendo a los genoveses y a los moros y reconquistando Cerdeña a gritos para el rey Alfonso.

—¿Quién vive?

Los tres se quedaron paralizados sobre un laúd.

—¿Quién vive?

Margarida asomó media cabeza por la borda. Tres antorchas se alzaban entre las naves.

—Vámonos —susurró Guiamon, tumbado en el laúd, tirando del vestido de su hermana.

—No podemos —contestó Margarida—; nos cierran el paso…

—¿Y hacia las atarazanas? —preguntó Arnau.

Margarida miró hacia Regomir. Otras dos antorchas se habían puesto en movimiento.

—Tampoco —musitó.

¡Los barcos son sagrados! Las palabras de Grau resonaron en el interior de los niños. Guiamon empezó a sollozar. Margarida lo hizo callar. Una nube ocultó la luna.

—Al mar —dijo la capitana.

Saltaron por la borda y se metieron en el agua. Margarida y Arnau se quedaron encogidos, Guiamon cuan largo era; los tres estaban pendientes de las antorchas que se movían entre las naves. Cuando las antorchas se acercaron a las naves de la orilla, los tres retrocedieron. Margarida miró la luna, rezando en silencio para que siguiera oculta.

La inspección se alargó una eternidad pero nadie miró al mar y si alguien lo hizo…, era Navidad y a fin de cuentas sólo eran tres niños asustados… y suficientemente mojados. Hacía mucho frío.

De vuelta a casa, Guiamon ni siquiera podía andar. Le castañeteaban los dientes, le temblaban las rodillas y tenía convulsiones. Margarida y Arnau lo agarraron por las axilas y recorrieron el corto trayecto.

Cuando llegaron, los invitados ya habían abandonado la casa. Grau y los esclavos, tras descubrir la escapada de los pequeños, estaban a punto de salir en su busca.

—Fue Arnau —acusó Margarida mientras Guiamona y la esclava mora sumergían al pequeño en agua caliente—. Él nos convenció para ir a la playa. Yo no quería… —La niña acompañó sus mentiras con esas lágrimas que tan buenos resultados le proporcionaban con su padre.

Ni un baño caliente, ni las mantas, ni el caldo hirviendo lograron recuperar a Guiamon. La fiebre subió. Grau mandó llamar a su médico pero tampoco sus cuidados obtuvieron resultados; la fiebre subía, Guiamon empezó a toser y su respiración se convirtió en un silbido quejoso.

—No puedo hacer más —reconoció resignado Sebastiá Font, el doctor, la tercera noche que fue a visitarlo.

Guiamona se llevó las manos al rostro, pálido y demacrado, y rompió a llorar.

—¡No puede ser! —gritó Grau—. Tiene que existir algún remedio.

—Podría ser, pero… —El médico conocía bien a Grau, y sus aversiones… Sin embargo, la ocasión pedía medidas desesperadas—. Deberías hacer llamar a Jafudá Bonsenyor.

Grau guardó silencio.

—Llámalo —lo apremió Guiamona entre sollozos.

«¡Un judío!», pensó Grau. Quien pega a un judío pega al diablo, le habían enseñado en su juventud. Siendo aún niño, Grau, junto con otros aprendices, corría detrás de las mujeres judías para romperles los cántaros cuando acudían a buscar agua a las fuentes públicas. Y siguió haciéndolo hasta que el rey, a instancias de la judería de Barcelona, prohibió aquellas vejaciones. Odiaba a los judíos. Toda su vida había perseguido o escupido a quienes portaban la rodela. Eran unos herejes; habían matado a Jesucristo… ¿Cómo iba a entrar uno de ellos en su hogar?

—¡Llámalo! —gritó Guiamona.

El chillido resonó por todo el barrio. Bernat y los demás lo oyeron y se encogieron en sus jergones. En tres días no había logrado ver ni a Arnau ni a Habiba, pero Jaume lo mantenía al tanto de lo que ocurría.

—Tu hijo está bien —le dijo en un momento en que nadie los observaba.

Jafudá Bonsenyor acudió tan pronto reclamaron su presencia. Vestía una sencilla chilaba negra con capucha y portaba la rodela. Grau lo observaba a distancia en el comedor, con su larga barba canosa, encogido y escuchando las explicaciones de Sebastiá en presencia de Guiamona. «¡Cúralo, judío!», le dijo en silencio cuando sus miradas se cruzaron. Jafudá Bonsenyor inclinó la cabeza hacia él. Era un erudito que había dedicado su vida al estudio de la filosofía y los textos sagrados. Por encargo del rey Jaime II había escrito el Llibre de paraules de savis y filósofs, pero también era médico, el médico más importante de la comunidad judía. Sin embargo, cuando vio a Guiamon, Jafudá Bonsenyor se limitó a negar con la cabeza.

Grau oyó los gritos de su mujer. Corrió hacia la escalera. Guiamona bajó de los dormitorios acompañada de Sebastiá. Tras ellos iba Jafudá.

—¡Judío! —exclamó Grau escupiendo a su paso.

Guiamon expiró al cabo de dos días.

Tan pronto como entraron en la casa, todos de luto, recién enterrado el cadáver del niño, Grau le hizo una seña a Jaume para que se acercase a él y a Guiamona.

—Quiero que ahora mismo te lleves a Arnau y cuides de que no vuelva a poner los pies en esta casa. —Guiamona lo escuchó en silencio.

Grau le contó lo que había dicho Margarida: Arnau los había incitado. Su hijo o una simple niña no habrían podido planear aquella escapada. Guiamona oyó sus palabras y sus acusaciones, que la culpaban por haber cobijado a su hermano y a su sobrino. Y, aunque en el fondo de su corazón sabía que aquello no había sido más que una travesura de fatales consecuencias, la muerte de su hijo menor le había robado el ánimo para enfrentarse a su marido, y las palabras de Margarida inculpando a Arnau le hacían casi imposible tratar con el muchacho. Era el hijo de su hermano, no le deseaba daño alguno, pero prefería no tener que verlo.

—Ata a la mora de una de las vigas del taller —ordenó Grau a Jaume antes de que éste desapareciera en busca de Arnau— y reúne a todo el personal alrededor de ella, incluido el muchacho. Grau lo había estado pensando durante los servicios funerarios: la esclava tenía la culpa, debía haberlos vigilado. Luego, mientras Guiamona lloraba y el sacerdote seguía recitando sus oraciones, entrecerró los ojos y se preguntó cuál era el castigo que debía imponerle. La ley sólo le prohibía matarla o mutilarla, pero nadie podía reprocharle nada si moría como consecuencia de la pena infligida. Grau nunca se había enfrentado a un delito tan grave. Pensó en las torturas de las que había oído hablar: untarle el cuerpo con grasa animal hirviendo —¿tendría suficiente grasa Estranya en la cocina?—; encadenarla o encerrarla en una mazmorra —demasiado leve—, golpearla, aplicarle grilletes en los pies… o flagelarla.

«Vigila cuando lo uses —le dijo el capitán de uno de sus barcos tras ofrecerle el regalo—, con un solo golpe puedes despellejar a una persona». Desde entonces lo había tenido guardado: un precioso látigo oriental de cuero trenzado, grueso pero liviano, fácil de manejar y que terminaba en una serie de colas, todas ellas con incrustaciones de metales cortantes.

En un momento en que el sacerdote calló, varios muchachos agitaron los incensarios alrededor del ataúd. Guiamona tosió, Grau respiró hondo.

La mora esperaba atada por las manos a una viga, tocando el suelo de puntillas.

—No quiero que mi chico lo vea —le dijo Bernat a Jaume.

—No es el momento, Bernat —le aconsejó Jaume—. No te busques problemas…

Bernat volvió a negar con la cabeza.

—Has trabajado muy duro, Bernat, no le busques problemas a tu niño.

Grau, de luto, se introdujo en el interior del círculo que formaban los esclavos, los aprendices y los oficiales alrededor de Habiba.

—Desvístela —le ordenó a Jaume.

La mora intentó levantar las piernas al notar que éste le arrancaba la camisa. Su cuerpo, desnudo, oscuro, brillante por el sudor, quedó expuesto a los obligados espectadores… y al látigo que Grau ya había extendido sobre el suelo. Bernat agarraba con fuerza los hombros de Arnau, que rompió a llorar.

Grau estiró el brazo hacia atrás y soltó el látigo contra el torso desnudo; el cuero restalló en la espalda y las colas metálicas, tras rodear el cuerpo, se clavaron en sus pechos. Una delgada línea de sangre apareció en la piel oscura de la mora mientras sus pechos quedaban en carne viva. El dolor penetraba en su cuerpo. Habiba levantó el rostro hacia el cielo y aulló. Arnau empezó a temblar desenfrenadamente y gritó, pidiéndole a Grau que parase.

Grau volvió a estirar el brazo.

—¡Deberías haber vigilado a mis hijos!

El restallar del cuero obligó a Bernat a volver a su hijo hacia sí y apretarle la cabeza contra su estómago. La muchacha volvió a aullar. Arnau apagó sus gritos contra el cuerpo de su padre. Grau continuó flagelando a la mora hasta que su espalda y sus hombros, sus pechos, sus nalgas y sus piernas, se convirtieron en una masa sanguinolenta.

—Dile a tu maestro que me voy.

Jaume apretó los labios. Por un momento estuvo tentado de abrazar a Bernat, pero algunos aprendices los miraban.

Bernat observo cómo el oficial se encaminaba hacia la casa. Había intentado hablar con Guiamona, pero su hermana no había atendido a ninguno de sus requerimientos. Desde hacía días, Arnau no abandonaba el jergón donde dormía su padre; se quedaba todo el día sentado sobre el colchón de paja de Bernat, que ahora debían compartir, y cuando su padre entraba a verlo, lo encontraba siempre con la vista fija en el lugar donde intentaron curar a la mora.

La descolgaron en cuanto Grau abandonó el taller, pero ni siquiera supieron por dónde coger el cuerpo. Estranya corrió al taller llevando aceite y ungüentos, pero cuando se enfrentó con aquella masa de carne sanguinolenta se limitó a negar con la cabeza. Arnau lo presenciaba todo desde cierta distancia, quieto, con lágrimas en los ojos; Bernat intentó que se fuera, pero el niño se opuso. Esa misma noche Habiba falleció. La única señal que anunció su muerte fue que la mora dejó de emitir aquel constante quejido, semejante al llanto de un recién nacido, que los había perseguido durante todo el día.

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