—Cuando uno casa a su primera hija —decía ella—, es un asunto serio. No se tiene costumbre. Para la segunda hija ya es más sencillo; se ha adquirido ya el hábito y no hay que temer ningún olvido. Así, para mí, las cosas marcharán solas.
—¡Caramba! —respondía Francis Gordon—. ¿La señorita Loo sueña ya con el matrimonio? ¿Podría saberse quién es el afortunado mortal...?
—Ocúpese usted de casar a mi hermana —replicaba la niña—. Es esa una ocupación que reclama todo su tiempo, y no se mezcle en lo que no le interesa.
Como había prometido, Mrs. Hudelson se trasladó a la casa de Lambeth Street. En cuanto al doctor, había sido una locura contar con él.
—Lo que vosotros hagáis estará bien hecho— había respondido a la invitación que se le hiciera para ir a visitar a la futura residencia del joven matrimonio—. Por lo demás, eso es asunto de Francis y Jenny.
—Vamos a ver, papá, ¿es que no piensa usted bajar de su torrecilla el día de la boda? —dijo Loo.
—Sí, Loo, sí.
—¿Y aparecer en San Andrés con su hija del brazo?
—Sí Loo, sí.
—¿Con su frac negro y su chaleco blanco, su pantalón negro y su corbata blanca?
—Sí Loo, sí.
—¿Y no consentirá usted en olvidar sus planetas para escuchar el discurso que el reverendo O'Garth pronunciará muy emocionado?
—Sí, Loo, sí. Pero aún no estamos en ese caso. Y ya que el cielo está puro hoy, que es raro, idos sin mí.
Mrs. Hudelson, Jenny, Loo y Francis Gordon dejaron, por consiguiente, al doctor que maniobrara con su anteojo y su telescopio, en tanto que Mr. Dean Forsyth, sin género alguno de duda, maniobraba de la misma manera con sus instrumentos en la torre de Elisabeth Street. ¿Tendría recompensa esta doble obstinación, y, visto una primera vez, pasaría el meteoro una segunda vez ante el objetivo de los aparatos?
Para ir a la casa de Lambeth Street, los cuatro paseantes descendieron Moriss Street y atravesaron la plaza de la Constitución, donde a su paso recibieron el saludo del amable juez John Proth. Subieron luego Exeter Street, exactamente lo mismo que lo había hecho unos días antes Seth Stanfort, cuando esperaba a Arcadia Walker, y llegaron a Lambeth Street.
La casa era de las más acogedoras, bien dispuesta, según las reglas del confort moderno. Por detrás, un gabinete de trabajo y un comedor daban al jardín, de reducidas dimensiones, pero sombreado por algunos árboles y esmaltado de flores que la primavera comenzaba a hacer brotar. Dependencias y cocina en el subsuelo, a la moda anglosajona.
El primer piso valía tanto como la planta baja, y Jenny no pudo dejar de felicitar a su prometido por haber descubierto aquella linda residencia, una especie de villa de encantador aspecto.
Mrs. Hudelson tenía la misma opinión de su hija, y aseguraba que nada mejor habría podido encontrarse en cualquier otro barrio de Whaston.
Esta halagadora apreciación pareció aún más justificada cuando se llegó al último piso de la casa. Allí, bordeada por una balaustrada, había una amplia terraza, desde la que las miradas podían abarcar un espléndido panorama. Podía remontarse y descender el curso del Potomac, y descubrir más allá el pueblo de Steel, de donde había partido Miss Arcadia Walker para unirse a Seth Stanfort.
La ciudad entera, con los campanarios de sus iglesias, las altas techumbres de los edificios públicos y las verdeante cimas de sus árboles, aparecía ante las miradas.
—Allí está la plaza de la Constitución —dijo Jenny, mirando, con ayuda de unos gemelos, de que, por consejo de Francis, se había provisto—. He ahí Moriss Street... Veo nuestra casa con la torrecilla y la bandera que flota al viento. ¡Hombre...! Alguien hay sobre la torrecilla.
—Papá —dijo Loo sin vacilación.
—No puede ser nadie más que él —declaró Mrs. Hudelson.
—Él es —afirmó la niña, que sin aprensión alguna se había apoderado de los gemelos—. Le reconozco. Está manejando su anteojo... ¡Y veréis cómo no se le ocurre la idea de dirigirle hacia este lado...! ¡Ah, si estuviésemos en la Luna...!
—Ya que ve usted su casa, señorita Loo —interrumpió Francis—, tal vez pueda ver también la de mi tío.
—Sí —respondió la niña—, pero déjeme buscar... La reconoceré fácilmente con su torre... Debe de estar de este lado... Espere... ¡Bien...! ¡Ahí está! ¡Ya la tengo!
Loo no se equivocaba; era, en efecto, la casa de Mr. Dean Forysth.
—Hay alguien sobre la torre —dijo, tras un minuto de atención.
—Mi tío, seguramente —contestó Francis.
—No está solo.
—«Omicron» estará con él.
—No hay que preguntar lo que están haciendo —añadió Mrs. Hudelson.
—Están haciendo lo que hace mi padre —dijo, con algo de tristeza, Jenny, a quien la rivalidad latente de los señores Forsyth y Hudelson ocasionaba siempre algo de inquietud.
Terminada la visita, y habiendo afirmado Loo una vez más su satisfacción, Mrs. Hudelson, sus dos hijas y Francis Gordon, regresaron a la casa de Moriss Street. Al día siguiente se realizaría el contrato con el propietario de la villa y se procedería inmediatamente a amueblarla para que estuviese lista el próximo 15 de mayo.
Durante ese tiempo, Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson no perderían por su parte el tiempo. ¡Cuánta fatiga física y moral! ¡Cuántas observaciones, prolongadas por los días claros y las noches serenas, iba a costarles la busca de su bólido, que se empeñaba en no reaparecer sobre el horizonte...!
Hasta entonces, a pesar de su actividad, nada habían conseguido los dos astrónomos. Ni durante el día ni durante la noche había podido verse el meteoro a su paso por Whaston.
—¿Llegaría siquiera a pasar? —suspiraba Dean Forsyth muchas veces, tras una larga estación ante el ocular de su telescopio.
—Pasará —respondía «Omicron», con imperturbable aplomo—; y hasta diría yo: pasa.
—Entonces, ¿por qué no le vemos?
—Porque no es visible.
—¡Qué fastidio! —suspiraba Dean Forsyth—. Pero, al fin, si es invisible para nosotros, debe serlo para todo el mundo, para las gentes de Whaston cuando menos.
—Por cierto —afirmaba «Omicron».
De esta manera razonaban el amo y el sirviente; y las frases que éstos cambiaban entre sí pronunciábanse en forma de monólogo en casa del doctor Hudelson, no menos desesperado por su poco éxito.
Uno y otro habían recibido de los observatorios de Pittsburg y de Cincinnati respuesta a su carta. Habíase tomado nota de la comunicación relativa a la aparición de un bólido el 16 de marzo en la parte septentrional del horizonte de Whaston. Añadíase que hasta entonces había sido imposible encontrar ese bólido, pero que si era visto de nuevo, se avisaría en seguida a Mr. Forsyth y al doctor Hudelson.
Los observatorios, por supuesto, habían respondido separadamente, sin saber que cada uno de los dos astrónomos
amateurs
se atribuían el honor de descubrimiento y reivindicaban su prioridad.
Desde que llegó esta respuesta, la torre de Elisabeth Street y la torrecilla de Moriss Street, habrían podido dispensarse de proseguir sus fatigosas investigaciones. Los observatorios poseían instrumentos más potentes y también más precisos, y si el meteoro no era una masa errante, si seguía una órbita cerrada, si volvía, en fin, a encontrarse en las condiciones en que ya había sido observado, los anteojos y los telescopios de Pittsburg y de Cincinnati sabrían descubrirle a su paso. Mr. Dean Forsyth y Mr. Sydney Hudelson habrían, pues, obrado sabiamente remitiéndose a los sabios de esos dos renombrados establecimientos.
Pero Mr. Dean Forsyth y Mr. Sydney Hudelson eran astrónomos y no prudente sabios. Por eso se empeñaron en proseguir su obra; hasta pusieron mayor ardor en esa prosecución. Sin que nada se hubiesen dicho de sus mutuas preocupaciones, tenían el presentimiento de que ambos andaban a la caza de la misma pieza, y el temor de verse adelantados no les dejaba un minuto de reposo. Los celos les roían en el corazón, y las relaciones de ambas familias se resentían de este estado de espíritu.
Verdaderamente, había motivos para estar inquietos; tomando mayor cuerpo cada día sus sospechas, Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson, tan íntimos en otro tiempo, no ponían los pies uno en la casa del otro.
¡Qué angustiosa situación para los prometidos! Éstos, sin embargo, veíanse todos los días, porque al fin y al cabo la puerta de la casa de Moriss Street no estaba cerrada para Francis Gordon. Mrs. Hudelson le daba siempre muestras de la misma confianza y de la misma amistad; pero parecía que el doctor soportaba su presencia con una visible violencia; sobre todo si se le hablaba de Mr. Dean Forsyth; el doctor entonces se ponía de todos colores, sus ojos lanzaban chispas, pronto amortiguadas, y estos lamentables síntomas, reveladores de una recíproca antipatía, se observaban del mismo modo en casa de Mr. Dean Forsyth.
Mrs. Hudelson había intentado en vano conocer la causa de esa frialdad; más aún: de la aversión que ambos antiguos amigos experimentaban el uno por el otro. Su marido habíase limitado a responder:
—Es inútil, no lo comprenderías..., pero yo no habría esperado semejante proceder de parte de Forsyth.
¿Qué proceder...? Imposible obtener una explicación. La misma Loo, la niña mimada a quien todo se le permitía, nada sabía.
Había llegado hasta proponer ir a atacar a Mr. Forsyth en su propia torre, pero Francis le había disuadido de tal cosa.
—No. Jamás hubiera yo creído a Hudelson capaz de semejante conducta conmigo. —Tal sin duda habría sido la única respuesta que acerca del doctor hubiera consentido en formular el tío de Francis.
La prueba estaba en la manera que había tenido Mr. Dean Forsyth de recibir a Mitz, que se había arriesgado a interrogarle.
—Métase usted en lo que le importa —habíale dicho.
Desde el momento en que Mr. Dean Forsyth se atrevía a hablar de ese modo a la temible Mitz, es que la situación era, efectivamente, grave.
En cuanto a Mitz, había quedado estomagada, para servirnos de su propia imagen; y aseguraba que para no contestar a semejante insolencia, había tenido que morderse la lengua hasta el hueso. En lo que toca a su amo, su opinión era clara y terminante y no hacía de ella ningún misterio. Para ella, Mr. Dean Forsyth estaba loco; y lo explicaba de la manera más sencilla y natural del mundo, por las posiciones incómodas que se veía obligado a adoptar para mirar en sus instrumentos, especialmente, cuando ciertas' observaciones tomadas del cénit le obligaban a volver la cabeza. Suponía Mitz que en esta postura, Mr. Forsyth se había roto alguna cosa en la columna cerebral.
No hay, sin embargo, secreto tan bien oculto que no llegue a transpirar; súpose al fin de lo que se trataba, por una indiscreción de «Omicron»; su amo había descubierto un bólido extraordinario y temía que el doctor Hudelson hubiese hecho el mismo descubrimiento.
He ahí, pues, cuál era la causa de aquella ridícula contienda. ¡Un meteoro, una piedra grande, al fin y al cabo, un simple guijarro, contra el que corría el riesgo de estrellarse el carro nupcial de Francis y de Jenny!
Loo no se recataba para enviar «al diablo los meteoros, y con ellos toda la mecánica celeste».
El tiempo, con todo, iba deslizándose. Día por día el mes de marzo fue cediendo su puesto al de abril, y pronto se llegaría a la fecha señalada para la boda. Pero ¿no sobrevendría alguna cosa antes? Hasta ahora aquella deplorada rivalidad sólo reposada sobre suposiciones, sobre hipótesis. ¿Qué ocurriría si algún acontecimiento imprevisto la hacía oficial y cierta, si un choque lanzaba a los dos rivales uno contra otro?
Estos temores, muy racionales, no habían interrumpido los preparativos del matrimonio; todo estaría dispuesto, hasta el lindo vestido de Loo.
La primera quincena de abril transcurrió en condiciones atmosféricas abominables; lluvia, viento, gruesas nubes que se sucedían sin interrupción. No se mostraron, ni el Sol, que describía entonces una curva bastante elevada sobre el horizonte, ni la Luna, casi llena y que habría debido iluminar el espacio con sus rayos, ni
a fortiori
el invisible meteoro.
Mrs. Hudelson, Jenny y Francis Gordon no pensaban lamentarse de la imposibilidad de hacer ninguna observación astronómica. Y jamás Loo, que detestaba el viento y la lluvia, había estado tan contenta de un cielo azul, como lo estaba ahora por la persistencia del mal tiempo.
—¡Que dure siquiera hasta la boda —repetía—, y que durante tres semanas no se vea ni el Sol ni la Luna ni la más pequeña estrella!
A despecho de los votos y deseos de Loo, aquella situación tuvo fin, y las condiciones atmosféricas se modificaron en la noche del 15 al 16 de abril. Una brisa del Norte barrió todos los vapores y el cielo recobró en absoluto su completa serenidad.
Mr. Dean Forsyth, en su torre, y Mr. Hudelson, en la suya, se pusieron a ojear el firmamento por encima de Whaston, desde el horizonte hasta el cénit.
¿Pasó el meteoro ante sus anteojos? Debería pensarse que no al ver sus semblantes abatidos. Su igual mal humor probaba un doble y parecido fracaso. Ni uno ni otro habían visto nada. ¿No se trataría, por consiguiente, de un meteoro errante, escapado para siempre a la atracción terrestre?
Una nota que apareció en los diarios del 19 de abril vino a orientarles sobre el particular.
Esa nota, redactada por el observatorio de Boston, estaba concebida en los siguientes términos:
Anteayer, viernes, 17 de abril, a las nueve, diecinueve minutos y nueve segundos de la noche, un bólido de gran tamaño atravesó los aires en la parte Oeste del cielo, con una rapidez vertiginosa.
Una circunstancia de las más singulares y propia para halagar el amor propio de Whaston es que, según parece, este meteoro había sido descubierto el mismo día y hora por dos de sus más eminentes convecinos.
Según el observatorio de Pittsburg, este bólido, en efecto, sería el señalado en 24 de marzo por Mr. Dean Forsyth, y, según el observatorio de Cincinnati, él señalado en igual fecha por el doctor Sydney Hudelson. Ahora bien, los señores Dean Forsyth y Sydney Hudelson habitan ambos en Whaston, en donde son muy conocidos.
Que contiene algunas variaciones, más o menos fantásticas, sobre los meteoros en general y en particular sobre el bólido, cuyo descubrimiento se disputan los señores Forsyth y Hudelson
Si algún continente puede estar orgulloso de una de las regiones que le componen como un padre lo estaría de uno de sus hijos, es América. Si alguna república puede estar orgullosa de uno de los estados cuyo agrupamiento la constituye, es la de los Estados Unidos. Si uno de esos cincuenta y un estados, cuyas cincuenta y una estrellas constituyen un ángulo de la bandera federal, puede estar orgulloso de una de sus ciudades, es Virginia, capital, Richmond. Si, finalmente, una ciudad de Virginia puede estar orgullosa de sus hijos, es indudablemente la ciudad de Whaston, donde acaba de hacerse ese importante descubrimiento que debía ocupar un lugar muy considerable en los anales astronómicos del siglo.