La caza del meteoro (8 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La caza del meteoro
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Y por poco que estalle al caer, lo que sucede con frecuencia, la ciudad entera será bombardeada, hasta incendiada, si los proyectiles son incandescentes... ¡Sálvese, pues, quien pueda...! Pero también, ¿por qué los señores Forsyth y Hudelson no se estuvieron tranquilamente en la planta baja de su casa, en vez de espiar a los meteoros? Ellos son los que les han provocado con su indiscreción y atraído con sus intrigas... En realidad, nosotros preguntamos a todos nuestros lectores: ¿para qué sirven los astrónomos, astrólogos, meteorólogos y otros bichos terminados en logo? ¿Qué beneficio ha resultado nunca de sus trabajos...? En lo que a nosotros concierne, persistimos más que nunca en nuestras bien conocidas convicciones, tan bien expresadas por esta frase sublime, debida al genio de un francés, el ilustre Brillat-Savarin: «El descubrimiento de un plato nuevo hace más en pro de la felicidad humana que el descubrimiento de una estrella.» ¡En qué poca estima, pues, habría tenido Brillat-Savarin a los dos malhechores que no han temido atraer sobre su país los peores cataclismos por el placer de descubrir un simple bólido!

Capítulo VII

En el que podrá verse a Mrs. Hudelson apesadumbrada por la actitud del doctor, y se oirá a la buena Mitz sermonear a su amo de buena manera

Qué contestaron a estas frases del
Whaston Punch
, Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson? Nada absolutamente, y esto por la excelente razón de que desconocían totalmente el artículo del irrespetuoso periódico. «El ignorar las cosas desagradables que dicen de nosotros es siempre la manera más segura de no sufrir por ellas», habría dicho Monsieur de la Palisse, con innegable sabiduría.

No obstante, esas bromas más o menos espirituales son poco agradables para los interesados, y si éstos no las conocen, para sus parientes y amigos. Mitz, particularmente, estaba furiosa; ¡acusar a su amo de haber atraído aquel bólido que amenazaba la seguridad pública...! De hacerle caso, Mr. Dean Forsyth debía perseguir al autor del artículo, y el juez John Proth sabría condenarle a daños y perjuicios, sin hablar de la cárcel, que tema bien merecida.

En cuanto a la pequeña Loo, tomó la cosa en serio y dio la razón al
Whaston Punch
.

—Sí, tiene razón —decía—. ¿Por qué Mr. Forsyth y papá se han consagrado a descubrir ese guijarro del demonio? Sin ellos habría pasado inadvertido, como tantos otros, que no nos han causado ningún mal.

Ese mal, o más bien esa desgracia en que pensaba la niña, era la inevitable rivalidad que iba a existir entre el tío de Francis y el padre de Jenny, con todas sus consecuencias, en vísperas de una unión que debiera estrechar aún más los lazos que unían ya a las dos familias.

Los temores de Miss Loo eran fundados, y lo que debía llegar, llegó. En tanto que los señores Forsyth y Hudelson no habían tenido más que sospechas recíprocas, ningún choque se había producido. Si sus relaciones se habían entibiado, si habían evitado el encontrarse, las cosas al menos no habían ido más lejos. Pero, al presente, desde la nota del observatorio de Boston, era público que el descubrimiento del mismo meteoro pertenecía a los dos astrónomos. ¿Qué iban a hacer? Cada uno de ellos reclamaría para sí la prioridad del descubrimiento. ¿Habría a este propósito discusiones privadas o hasta resonantes polémicas a las que la prensa de Whaston daría seguramente generosa hospitalidad?

No se sabía, y sólo el porvenir podía responder a esas preguntas. Lo cierto, en todo caso, era que ni Mr. Dean Forsyth ni el doctor Hudelson hacían la menor alusión al matrimonio, cuya fecha se acercaba demasiado lentamente para los deseos de ambos prometidos. Cuando delante del uno o del otro se hablaba de ello, siempre habían olvidado alguna circunstancia que les reclamaba en seguida en el observatorio. Aquí era, por lo demás, donde pasaban la mayor parte del tiempo más y más meditabundos y absortos cada vez.

Ambos se agotaban en vanos esfuerzos para calcular los elementos del asteroide; en lo cual habría tal vez medio de esclarecer la cuestión del descubridor. De dos astrónomos iguales, el matemático más activo podía aún obtener el triunfo.

Pero su única observación había sido de demasiado corta duración para dar a sus fórmulas una base suficiente. Otra observación, muchas acaso, serían necesarias antes de que fuese posible determinar con certeza la órbita del bólido. Por esto, y temeroso cada uno de ser aventajado por el otro, Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson vigilaban el cielo con un celo análogo y análogamente estéril. El caprichoso meteoro no reaparecía sobre el horizonte de Whaston, o, si reaparecía, no era posible distinguirlo.

El humor de los dos astrónomos se resentía de la vanidad de sus esfuerzos; no era posible acercarse a ellos. Veinte veces al día montaba en cólera Mr. Dean Forsyth contra «Omicron», que le contestaba en igual tono. En cuanto al doctor, que se veía forzado a pasarse sus cóleras consigo mismo, no quedaba en falta.

¿Quién, en tales condiciones, se hubiese atrevido a hablar de contrato de matrimonio y de ceremonia nupcial?

Tres días, no obstante, habían transcurrido desde la publicación de la nota enviada a los periódicos por el observatorio de Boston. El reloj celeste, cuya aguja es el Sol, hubiera hecho sonar el 22 de abril, si el Gran Relojero le hubiese dotado de un timbre. Todavía una veintena de días y la gran fecha nacería a su vez, si bien Loo, en su impaciencia, pretendía que no estaba en el calendario.

¿Convendría recordar al tío de Francis Gordon y al padre de Jenny Hudelson ese matrimonio, del que ellos no hablaban, como si jamás hubiera de efectuarse? Mrs. Hudelson fue de opinión que era preferible guardar silencio respecto de su marido. Para nada tenía que ocuparse en los preparativos de la boda..., como tampoco se ocuparía en las cosas de su Propio hogar. Cuando llegase el día, Mrs. Hudelson diríale, tranquila y sencillamente:

—Aquí están tu traje, tu sombrero y tus guantes. Es la hora de ir a San Andrés. Dame el brazo y vámonos.

Y él iría seguramente, sin siquiera darse cuenta, a condición, eso sí, de que en aquel preciso momento no llegase a pasar el meteoro ante el objetivo de su telescopio.

Pero si la opinión de Mrs. Hudelson prevaleció en la casa de Moriss Street, si no se puso al doctor en ocasión de explicar su actitud respecto de Mr. Dean Forsyth, éste, por el contrario, hubo de verse rudamente atacado.

Mitz no quiso escuchar nada. Furiosa contra su amo, quería hablarle y poner en claro aquella situación, de tal suerte tirante, que el menor incidente podía provocar una ruptura completa entre ambas familias; y ¿cuáles serían las consecuencias? Matrimonio retrasado, roto tal vez, desesperación de los novios y especialmente de su querido Francis. ¿Qué podría hacer el pobre muchacho tras una ruptura pública que hiciera imposible toda reconciliación?

Así, pues, en la tarde del 22 de abril, hallándose a solas con Mr. Dean Forsyth en el comedor, detuvo a su amo en el momento en que éste se dirigía hacia la escalera de la torre.

Sabido es que Mr. Forsyth tenía miedo de explicarse con Mitz. Él no ignoraba que estas explicaciones no solían terminar en provecho suyo; juzgaba, por ende, más prudente no exponerse a ellas.

En esta ocasión, después de haber echado una rápida mirada al rostro de Mitz, que le hizo el efecto de una bomba cuya mecha está ardiendo y que no tardaría en estallar, Mr. Forsyth, deseoso de ponerse al abrigo de los efectos de la explosión, batióse en retirada hacia la puerta. Pero antes de haberla abierto se encontró con su anciana sirvienta, que se le había interpuesto y clavaba en los suyos temerosos sus ojos irritados.

—Señor —díjole—, tengo que hablar ahora mismo con usted.

—¿Conmigo, Mitz...? El caso es que en este momento apenas si tengo tiempo para escucharte.

—¡Hombre! Tampoco yo tengo mucho tiempo, señor, puesto que tengo que fregar toda la vajilla del almuerzo; pero sus tubos de usted pueden esperar, como pueden esperar mis platos.

—¿Y «Omicron»...? Me parece que me llama.

—¿Su ami Krone...? También él es un Joli Coco. Ya tendrá su ami Krone nuevas mías una de estas mañanas. Puede usted prevenirlo. Como dijo el otro, la bonne entena l'heure et te salue. Repítale esto, palabra por palabra, señor.

—No dejaré de hacerlo, Mitz, claro que no; pero, ¿mi bólido?

—Beau lide? —repitió Mitz—. No sé lo que es eso, pero sea lo que quiera, no debe ser bello un asunto que desde hace algún tiempo le ha puesto a usted una piedra en el sitio del corazón.

—Un bólido, Mitz —explicó pacientemente Mr. Dean Forsyth—, es un meteoro, y...

—¡Ah! —exclamó Mitz—. ¡Es el famoso
met dehors
...! ¡Pues bien; hará lo que el ami Krone, esperará el
met dehors
!

—¡Cómo! —gritó Mr. Forsyth, herido en el punto sensible.

—Por lo demás —repuso Mitz—, el cielo está cubierto, va a llover y no es éste el momento de divertirse mirando a la Luna.

Esto era cierto, y en aquella persistencia del mal tiempo había bastante para enfurecer a Mr. Forsyth y al doctor Hudelson. Desde hacía cuarenta y ocho horas el cielo estaba cubierto de densas nubes; por el día, ni un rayo de sol, y por la noche ni una radiación de las estrellas. En semejantes condiciones, imposible observar el espacio y volver a ver el bólido tan vivamente disputado. Hasta debía considerarse como probable que las circunstancias atmosféricas no favorecieran tampoco a los astrónomos del Estado de Ohio o del Estado de Pennsylvania, de igual modo que a los demás observatorios del Antiguo y Nuevo Continente. Efectivamente, ninguna nueva nota concerniente a la aparición del meteoro había visto la luz en los periódicos. Verdad era que aquel meteoro no presentaba un interés tal que debiera conmoverse el mundo científico. Tratábase, al fin y al cabo, de un hecho cósmico bastante vulgar, y se necesitaba ser un Dean Forsyth o un Hudelson para espiar el meteoro con aquella impaciencia que en ellos bordeaba ya la rabia.

Mitz, una vez que su amo se convenció de la imposibilidad absoluta de librarse de ella, prosiguió, cruzándose de brazos:.

—Mr. Forsyth, ¿se habría usted olvidado, por casualidad, de que tiene un sobrino que se llama Francis Gordon?

—¡Ah! ¡Ese querido Francis! —respondió Mr. Forsyth, moviendo la cabeza con benevolencia—. No, no le olvido... ¿Cómo está mi buen Francis?

—Muy bien, gracias, señor.

—Creo que hace mucho tiempo que no le veo.

—Efectivamente, desde el almuerzo.

—¿De verdad?

—¿Tiene usted, pues, los ojos en la Luna, señor? —preguntó Mitz, obligando a su amo que se volviese hacia ella.

—No, no, mi buena Mitz... Pero, ¿qué quieres...? Estoy un poco preocupado.

—Preocupado hasta el punto de que parece haber olvidado una cosa muy importante.

—¿Olvidado una cosa importante...? ¿Y cuál es?

—Que su sobrino va a casarse.

—¡Casarse...! ¡Casarse...!

—¿No me pregunta usted de qué matrimonio se trata?

—¡Oh! ¡No, Mitz...! Pero, ¿a qué tienden todas esas preguntas?

—¡Vaya una gracia...! Creo que no hace falta ser brujo para saber que una pregunta se hace para obtener una respuesta.

—¿Una respuesta a propósito de qué?

—A propósito de su conducta, señor, respecto de la familia Hudelson... Porque no ignora usted que existe una familia Hudelson, un doctor Hudelson, que reside en Moriss Street; una Mrs. Hudelson, madre de Miss Loo Hudelson y de Miss Jenny Hudelson, prometida de su sobrino.

A medida que ese nombre de Hudelson se escapaba, adquiriendo cada vez mayor fuerza, de labios de Mitz Mr. Dean Forsyth se llevaba la mano al pecho, al costado, a la cabeza, como si ese nombre fuese dándole golpes en todas partes... Sufría, se sofocaba, la sangre se le subía a la cabeza. Viendo que no contestaba :

—¡Y bien! ¿Me ha oído usted? —insistió Mitz.

—Sí, he oído —exclamó su amo.

—¿Y bien...? —repitió la sirvienta, alzando la voz.

—¿Continúa, pues, pensando Francis en ese matrimonio? —dijo, al fin, Mr. Forsyth.

—¿Que si piensa...? ¡Por supuesto! —afirmó Mitz—. Como piensa en respirar el querido niño. Como todos nosotros pensamos; como piensa usted mismo, creo yo.

—¿Qué? ¿Mi sobrino continúa decidido a casarse con la hija de ese doctor Hudelson?

—Miss Jenny, si le parece, señor. Pues sí, yo le aseguro que está decidido... Menester sería que hubiese perdido la cabeza para no estarlo. ¿Cómo ni dónde iba a encontrar una novia más gentil, una joven más encantadora?

—Admitiendo —interrumpió Mr. Forsyth— que la hija del hombre que..., del hombre que..., del hombre, en fin, cuyo nombre no puedo yo pronunciar sin que me ahogue..., pueda ser encantadora...

—¡Esto es demasiado fuerte! —exclamó Mitz, desanudándose el delantal, como si fuera a entregarlo.

—Veamos, Mitz, veamos... —murmuró su amo, un poco inquieto ante tan amenazadora actitud.

La vieja sirvienta blandió su delantal, cuyo cordón colgaba hasta el suelo.

—Está todo visto —declaró—. Después de cincuenta años de servicios, prefiero ir a pudrirme en un rincón como un perro sarnoso; pero no permaneceré en casa de un hombre que desgarra su propia sangre. Yo no soy más que una pobre criada, pero tengo también corazón, señor...

—¡Ah, ah...! Mitz —replicó Mr. Forsyth, herido en lo vivo—, ¿ignoras, pues, lo que me ha hecho ese Hudelson?

—¿Y qué es lo que le ha hecho? —¡Pues, me ha robado! —¿Robado?

—Sí, robado; abominablemente robado... —¿Y qué es lo que le ha robado? ¿Su reloj? ¿Su bolsillo...?

—¡Mi bólido!

—¡Ah! ¡Otra vez el beau lidel —replicó la vieja sirvienta, recalcando las palabras de la manera más irónica y más desagradable para Mr. Forsyth—. ¡Hacía mucho tiempo que no se había hablado de su famoso
met dehors
... A Pero, ¿es posible, Dios mío, que se ponga uno en semejante estado por una máquina que se pasea...? ¿Es acaso que su beau lide era de usted más que de Mr. Hudelson? ¿Ha puesto usted por ventura su nombre encima...? ¿Es que no pertenece a todo el mundo, a no importa quién, a mí, a mi perro, si yo tuviese alguno... Gracias al Cielo, no le tengo... ¿Es que lo ha comprado usted con su dinero..., o lo ha heredado tal vez?

—¡Mitz! —gritó Mr. Forsyth, que ya no era dueño de sí mismo.

—¡No hay Mitz! —profirió la sirvienta, cuya exasperación desbordaba—. ¡Caramba! Se necesita ser bestia, como Saturno, para enfadarse con un viejo amigo a propósito de un sucio guijarro que nadie volverá a ver jamás.

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