La caza del meteoro (19 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La caza del meteoro
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Este representante, Monsieur Ramontcho, dio principio a un interminable discurso, que tal vez durase todavía si el presidente, notando el vacío absoluto de los sillones, no hubiese tomado el partido de levantar la sesión, dejando para la próxima la continuación del debate.

Si la República de los Valles de Andorra había creído realizar un acto de buena política, impidiendo la votación inmediata de la proposición de Rusia, se había equivocado lastimosamente de medio a medio; ya que esa proposición le aseguraba, en todo caso, algunas apreciables ventajas, que iban tal vez a desvanecerse ahora.

En la mañana del siguiente día iba, en efecto, a producirse un acontecimiento propio para desacreditar los trabajos de la Conferencia Internacional y a comprometer de una manera definitiva su resultado. Si había sido posible, mientras se estaba en la ignorancia acerca del lugar en que caería el bólido, el discutir todos los modos posibles de repartición, ¿podría continuarse esta discusión cuando dicha ignorancia hubiese tenido fin y término definitivo? ¿Era posible pedir la repartición, después de celebrarse la lotería, al agraciado con el premio gordo? . Una cosa era cierta, en todo caso, y es que semejante repartición no podría ya hacerse amistosamente; jamás consentiría de buen grado en ello el país que hubiese sido favorecido por la suerte.

Nunca, en lo sucesivo, se vería tomar parte en las sesiones y participar de los trabajos de la Conferencia Internacional a Mr. Schnack, delegado de Groenlandia, el afortunado a quien en su nota cotidiana J. B. K. Lowenthal atribuía aquella mañana los millones errantes.

Desde hace unos diez días —escribía el sabio director del observatorio de Boston— hemos hablado en muchas ocasiones de un cambio importante sobrevenido en la marcha del bólido. Sobre ello discutiremos hoy con mayor precisión, habiéndonos convencido el tiempo transcurrido del carácter definitivo de ese cambio, y permitiéndonos actualmente él cálculo determinar sus consecuencias.

El cambio consiste única y exclusivamente en que desde él día 5 de julio ha cesado de manifestarse la fuerza que solicitaba al bólido.

A partir de ese día, no ha vuelto a notarse la menor desviación de la órbita, y él bólido sólo se ha aproximado a la Tierra en la medida estricta que le está impuesta por las condiciones en que se mueve.

Se halla hoy distante de nosotros aproximadamente unos cincuenta kilómetros.

Si la influencia que obraba sobre el bólido hubiese desaparecido algunos días antes, habría éste podido, en virtud de la fuerza centrífuga, alejarse de nuestro planeta una distancia muy cercana de su distancia primitiva.

En lo sucesivo ya no ocurrirá así. La velocidad del meteoro, reducida por él frotamiento con las capas más densas de la atmósfera, sólo es suficiente para mantenerlo en su trayectoria actual.

Mantendríase, por lo tanto, eternamente en ella, si la causa a que se debe su disminución, es decir, la disminución de aire, fuese suprimida, Pero siendo, como es, otra causa permanente, puede considerarse como cierto que el bólido caerá.

Hay más. Siendo la resistencia del aire un fenómeno perfectamente estudiado y conocido, es posible trazar desde ahora la curva de caída del meteoro.

A salvo de complicaciones inesperadas, cuya hipótesis no impide rechazar los hechos anteriores, es posible afirmar al presente los extremos que siguen:

1.º El bólido caerá.

2.º La caída se efectuará el día 19 de agosto entre las dos y las once de la mañana,

3.º La caída tendrá efecto en un radio de diez kilómetros en torno de la ciudad de Upernivik, capital de Groenlandia,

Si el banquero Robert Lecoeur hubiera estado en situación de conocer esta nota de J. B. K. Lowenthal, hubiera tenido motivos para considerarse dichoso.

Apenas, en efecto, se extendió la nueva, cuando las acciones de las explotaciones auríferas del Antiguo y del Nuevo Continente bajaron cuatro quintos de su valor.

Capítulo XVI

Donde se ve a muchos curiosos aprovechar esta ocasión de ir a Groenlandia y asistir a la caída del extraordinario meteoro

Una muchedumbre numerosa asistía en la mañana del 27 de julio a la partida del vapor Mozik, que iba a abandonar Charleston, el gran puerto de la Carolina del Sur.

Tal era la anuencia de curiosos deseosos de trasladarse a Groenlandia, que desde hacía muchos días no había ya un solo camarote disponible a bordo de aquel buque de mil quinientas toneladas, y eso que no era el único que partía con tal destino. Muchos otros buques de diferentes nacionalidades se disponían a remontar el Atlántico hasta el estrecho de Davis y hasta el mar de Baffin, más allá del círculo polar ártico.

Esa afluencia nada tenía de sorprendente en el estado de sobrexcitación de los espíritus, desde la famosa comunicación de J. B. K. Lowenthal.

Este sabio astrónomo no podía equivocarse; después de haber censurado tan enérgicamente a Mr. Dean Forsyth y al doctor Sydney Hudelson, no se habría expuesto a merecer iguales reproches. Verdaderamente inexcusable hubiera sido hablar a la ligera en circunstancias tan excepcionales.

Debían tenerse, por consiguiente, sus conclusiones como absolutamente ciertas. El bólido debía caer sobre el suelo de Groenlandia.

Esta vasta región, dependiente en otro tiempo de Dinamarca, y a la cual había concedido este reino generosamente la independencia algunos años antes de la aparición del meteoro, era la favorecida por la fortuna con preferencia a todos los demás estados del Universo.

Inmensa, en verdad, es esta región, de la que no pude aún decirse si es continente o isla pese a los recorridos que sobre ella se han realizado.

Podría haber ocurrido que la esfera de oro cayese sobre un punto muy alejado del litoral, a centenares de leguas hacia el interior, y en ese caso, las dificultades para llegar hasta él habrían sido muy grandes: por supuesto, inútil es decir que semejantes dificultades se habrían vencido, desafiando los fríos árticos y las tempestades de nieve, y, en caso de necesidad, se habría llegado hasta el polo mismo, en la persecución de aquellos millares de millones.

Era, sin embargo, una suerte que no se necesitasen tales esfuerzos, y que el sitio de la caída hubiese podido ser designado con tanta precisión.

Si el lector hubiese tomado pasaje en el Mozik, en medio de centenares de pasajeros, entre los que se contaban algunas mujeres, habría encontrado cinco viajeros que no le son desconocidos.

Uno era Mr. Dean Forsyth, que, en compañía de «Omicron», bogaba lejos de la torre de Elisabeth Street; era otro Mr. Sydney Hudelson, que había abandonado la torrecilla de Moriss Street.

Tan pronto como las compañías de transporte habían organizado esos viajes a Groenlandia, ninguno de los dos rivales había vacilado un punto en sacar billete de ida y vuelta; si preciso hubiere sido, habría fletado cada uno de ellos un buque por su cuenta con, destino a Upernivik.

Era indudable que ellos no tenían la intención de echar mano al bloque de oro, apropiárselo y llevárselo a Whaston; querían, con todo, encontrarse allí en el momento de la caída.

¿Quién sabe, después de todo, si el Gobierno groenlandés, una vez en posesión del bólido, no les concedería una parte de aquellos millones caídos del cielo?

No hay que decir que a bordo del Mozik, Mr. Forsyth y el doctor Hudelson se habían abstenido cuidadosamente de elegir camarotes próximos. En el curso de aquella navegación, lo mismo que en Whaston, no habría el menor contacto entre ellos.

No se había opuesto Mrs. Hudelson a la partida de su marido, así como tampoco la vieja Mitz había tratado de disuadir a su amo de que emprendiera el viaje.

El doctor, sin embargo, había tenido que ceder a las apremiantes solicitaciones de su hija primogénita, que deseaba hacer el viaje con él. Jenny, pues, acompañaba a su padre.

Al insistir, como lo había hecho, tenía la joven un objeto. Separada de Francis Gordon desde las escenas violentas que habían producido la desunión entre ambas familias, suponía que éste acompañaría a su tío.

En ese caso sería una suerte para los dos prometidos el vivir tan cerca el uno del otro, sin contar las ocasiones que tendrían de hablarse en el transcurso del viaje.

Los sucesos vinieron a demostrar que había pensado bien.

Francis Gordon habíase, en efecto, resuelto a acompañar a su tío. Seguro es que no hubiera pretendido aprovecharse de la ausencia del doctor para presentarse contra sus órdenes terminantes en la casa de Morris Street. Preferible era, pues, tomar parte en el viaje, como lo hacía «Omicron», para interponerse, si llegaba el caso, entre ambos adversarios y aprovecharse de cualquier circunstancia que pudiera modificar aquella deplorable situación.

En el número de los pasajeros del Mozik, hallábase también Edwald de Schnack, el delegado de Groenlandia en la Comisión Internacional. Su país iba a ser sencillamente el país más rico del mundo.

¡ Afortunada nación, en la que no habría ya impuestos de ninguna clase y en la que se suprimiría la indigencia!

Dada la prudencia de la raza escandinava, no había duda de que aquella enorme masa de oro se gastaría con gran parsimonia.

Mr. Schnack iba a ser el héroe de a bordo. Las personalidades de Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson se desvanecían ante la del representante de Groenlandia; y aquellos dos rivales experimentaban un odio igual hacia el representante de un Estado que no les dejaba ninguna parte, aunque sólo fuese una parte de vanidad, en su inmortal descubrimiento.

La travesía de Charleston a la capital groenlandesa puede estimarse en tres mil trescientas millas, o sea más de seis mil kilómetros; debería durar unos quince días, incluyendo una escala en Boston para aprovisionarse de carbón. En cuanto a los víveres, llevábalos para varios meses, así como los demás buques que tenían el mismo destino, ya que, dada la enorme afluencia de curiosos, habría sido imposible asegurar su subsistencia en Upernivik.

Si Mr. Schnack tenía un sólido corazón de trillonario, no sucedía lo mismo respecto de Mr Dean Forsyth y del doctor Hudelson.

Hallábanse en los comienzos de la navegación, y ya pagaban su correspondiente tributo, con gran amplitud, al dios Neptuno. Mas ni por un instante tan sólo lamentaban haberse lanzado en semejante aventura..

Creemos inútil decir si esas indisposiciones, que les reducían a la impotencia, eran aprovechadas por los dos novios.

De este modo ganaban el tiempo perdido, mientras que el padre y el tío caían bajo los golpes de la pérfida Anfitrite.

Ellos, por su parte, no eran accesibles al mareo, y sólo se separaban para prodigar sus cuidados a los dos enfermos; no sin cierto refinamiento de malicia, habíanse repartido el trabajo; así, mientras que Jenny ofrecía sus consuelos a Mr. Dean Forsyth, Francis Gordon se los prodigaba al doctor Hudelson.

Cuando el mar se hallaba más tranquilo, Jenny y Francis sacaban de los camarotes a los dos infortunados astrónomos, los conducían al aire Ubre y los hacían sentarse no lejos el uno del otro, teniendo cuidado de ir disminuyendo gradualmente esta distancia.

—¿Cómo se encuentra? —decía Jenny, echando una manta sobre las piernas de Mr. Dean Forsyth.

—¡Bastante mal! —suspiraba el enfermo, sin saber siquiera quién le hablaba.

Y haciéndole recostar sobre unos almohadones bien dispuestos:

—¿Cómo va eso, Mr. Hudelson? —repetía Francis, con un tono afable, como si nunca le hubiesen despedido de la casa de Moriss Street.

Los dos rivales permanecían allí algunas horas, teniendo sólo una vaga conciencia de su vecindad!

Para que recobrasen un poco de animación sólo era menester que Mr. Schnack llegase a pasar cerca de ellos. Un relámpago iluminaba los ojos de Mr. Forsyth y del doctor Hudelson, que hallaban la fuerza suficiente para murmurar para sí mismos invectivas de impotente odio.

—¡Ese salteador de bólidos! —murmuraba Mr. Dean Forsyth.

—¡Ese ladrón de meteoros! —murmuraba el doctor Hudelson.

Mr. Schnack no se daba cuenta de ello, ni siquiera estaba enterado de su presencia a bordo. Iba él y venía desdeñósamente con el aplomo de un hombre que va a encontrar en su país más dinero del que se necesitaría para pagar cien veces la deuda pública del mundo entero.

La navegación, sin embargo, seguía en excelentes condiciones. De creer era que otros buques con igual destino atravesarían en aquellos momentos el Atlántico.

El Mozik pasó a lo largo de Nueva York hacia Boston. En la mañana del 30 de julio llegó a anclar ante esta capital del estado de Massachusetts. Con un día habría bastante para embarcar el carbón.

Aun cuando la travesía no había sido mala, la mayor parte de los pasajeros habían sufrido el mareo, y cinco o seis de ellos juzgaron que esto era suficiente, y renunciando a proseguir el viaje, desembarcaron en Boston. Dicho se está que entre esos pasajeros no se contaban ni Mr. Dean Forsyth ni el doctor Hudelson.

El desembarque de esos pasajeros dejó libres algunos camarotes del Mozik; y no faltaron aficionados que se aprovecharon de ello para embarcarse en Boston.

Entre éstos habría podido notarse un caballero, de elegante aspecto, que se había presentado de los primeros para asegurarse uno de los camarotes vacantes.

Este caballero no era otro que Mr. Seth Stanfort, el esposo y divorciado después, en las condiciones que ya sabemos, por Mr. John Proth, el juez de Whaston.

Después de la separación, que se remontaba ya a más de dos meses, Mr. Seth Stanfort había vuelto a Boston. Poseído siempre del gusto de los viajes, y obligándole la nota de J. B. K. Lowenthal a renunciar al del Japón, había visitado las principales ciudades del Canadá.

¿Trataba de olvidar a su antigua esposa? Parece esto poco probable; habíanse separado los dos esposos por gusto de ambos; tal Vez no se volviesen a ver, y si se veían de nuevo, acaso no se reconocieran.

Acababa Mr. Seth Stanfort de llegar a Toronto, la capital actual del Dominio, cuando tuvo conocimiento de la sensacional comunicación de J. B, K. Lowenthal.

Aun cuando la caída hubiera debido tener efecto a algunos millares de leguas, en las regiones más recónditas del Asia o del África, habría hecho él lo imposible por trasladarse allá.

Y no es que este fenómeno meteórico le interesase extraordinariamente; pero asistir a un espectáculo que sólo contaría con un número relativamente reducido de espectadores, ver lo que millones de seres humanos no verían, era cosa para tentar a un caballero aventurero, gran aficionado a los viajes, y al que su fortuna permitía realizar los más fantásticos itinerarios.

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