Aquello era para volverse loco.
Esta locura invadía poco a poco la Conferencia Internacional. Inciertos acerca de la utilidad práctica de sus discusiones, los diplomáticos trabajaban sin ganas y sin ninguna voluntad firme de terminar.
El tiempo, no obstante, iba deslizándose, y de los diversos puntos del mundo fueron llegando los delegados de las naciones.
Los miembros de la reunión preparatoria determinaron, por fin, que fueran cincuenta y dos los estados cuyos representantes serían admitidos a las sesiones.
Era tiempo de que las reuniones preparatorias llegasen a esa conclusión. Los delegados de los cincuenta y dos estados admitidos a participar en las deliberaciones, se encontraban ya en una gran mayoría en Washington y los otros iban llegando todos los días.
La Conferencia Internacional se reunió por primera vez el día 10 de junio, a las dos de la tarde, bajo la presidencia del de más edad, que resultó ser Monsieur Soliés, profesor de oceanografía y delegado del principado de Mónaco.
Procedióse inmediatamente a la constitución de la mesa definitiva.
En el primer escrutinio, la presidencia fue concedida, como deferencia, al país en que se encontraban, a Mr. Harvey, jurisconsulto eminente, que representaba a Estados Unidos.
La vicepresidencia fue más disputada recayendo finalmente en Rusia, en la persona de Monsieur Saratoff.
Los delegados franceses, ingleses y japoneses fueron designados en seguida como secretarios.
Cumplidas estas formalidades, el presidente pronunció una alocución muy cortés, que fue muy aplaudida también, anunciando luego que iba a procederse al nombramiento de tres subcomisiones que se encargarían de buscar el mejor método de trabajo, desde el triple punto de vista demográfico, económico y jurídico.
Acababa de comenzar la votación, cuando un ujier subió al estrado presidencial y puso un telegrama en manos de Mr. Harvey.
Leyólo éste, y a medida que lo iba leyendo su semblante expresaba la más profunda extrañeza.
Tras un instante de reflexión alzó desdeñósamente los hombros, lo que no fue obstáculo para que, tras nueva reflexión, tocase la campanilla a fin de fijar la atención de sus colegas.
Restablecido el silencio:
—Señores —dijo Mr. Harvey—, creo deber participaros que acabo de recibir este telegrama. No me cabe la menor duda de que es la obra de un bromista de mal género o de un loco; daré, con todo, lectura del telegrama, que, además, no viene firmado:
Señor presidente:
Tengo el honor de informar a la Conferencia Internacional que el bólido, que debe constituir el objeto de sus discusiones, no es
res nullius
, toda vez que es de mi propiedad personal.
No tiene, por consiguiente, ninguna razón de ser la Conferencia Internacional, y si persiste en celebrar sesiones, sus trabajos se hallan de antemano condenados a la esterilidad.
Por mi voluntad es por lo que él bólido se aproxima a la tierra, es en mi casa donde caerá, y es, por consiguiente, a mí a quien pertenece.
—¿Y ese telegrama no está firmado? —inquirió el delegado inglés.
—No lo está.
—En esas condiciones, no debe tenérsele en cuenta —declaró el representante de Alemania.
—Esta es mi opinión —aprobó el presidente—; y creo responder al sentimiento unánime de mis colegas clasificando pura y simplemente este documento en los archivos de la Conferencia... ¿Es esa vuestra opinión, señores? ¿Nadie se opone...? Continúa la sesión.
En el cual la viuda Thibaut, tocando inconsiderablemente los mas elevados problemas de la mecánica celeste, produce grandes inquietudes al banquero Robert Lecoeur
Según algunos buenos espíritus, el progreso de las costumbres traerá, poco a poco, la desaparición de las sinecuras. Nosotros les creemos bajo su palabra; pero, en todo caso, había una, al menos en la época de los singulares acontecimientos que aquí relatamos.
Esta sinecura era de la propiedad de la viuda Thibaut, antigua carnicera, que tenía a su cargo el cuidado de la casa de Monsieur Zephyrin Xirdal.
El servicio de la viuda Thibaut consistía, en efecto, única y exclusivamente, en arreglar la habitación de este sabio desequilibrado. Ahora bien: hallándose el mobiliario de esta habitación reducido a su más mínima expresión, su conservación y cuidado no podía compararse a un decimotercero trabajo de Hércules. En cuanto a lo restante del alojamiento, escapaba en gran parte a su competencia. En la segunda pieza especialmente, habíale sido notificada la prohibición absoluta de tocar, bajo ningún pretexto, a los montones de papeles que allí estaban esparcidos, y el vaivén de su escoba debía limitarse a un pequeño cuadrado central donde el pavimento estaba limpio de libros. La viuda Thibaut, que tenía una inclinación natural por el orden y la limpieza, sufría al ver el caos que allí reinaba, y se hallaba devorada por el deseo de proceder un día a un arreglo general.
Encontrándose sola, en una ocasión, se había atrevido a acometer la empresa; pero Zephyrin Xirdal entró de improviso y se enfureció de tal manera, que la viuda Thibaut estuvo ocho días enferma de los nervios a consecuencia del disgusto.
Desde entonces no había vuelto a arriesgarse a hacer ninguna nueva incursión en el territorio sustraído a su jurisdicción.
Dos horas pasaba todos los días en casa de su burgués, así designaba ella a Zephyrin Xirdal, de las cuales siete cuartos de hora estaban consagrados a una conversación, o a un monólogo de buen gusto.
Por regla general, el tema de sus primeros discursos constituía la distinción de la familia de que ella formaba parte. Emprendiendo en seguida el capítulo de sus desgracias, explicaba por qué concurso funesto de circunstancias puede una carnicera verse transformada en sirvienta.
Poco importaba que fuese conocida esa historia. La viuda Thibaut experimentaba siempre el mismo placer en contarla.
Agotado este asunto, discurría acerca de las diversas personas a quienes servía o había servido.
Su amo, sin contestarle nunca, daba muestras de una paciencia inalterable. Es cierto que, perdido en sus ensueños, no oía siquiera aquella verbosidad.
El día 30 de mayo la viuda Thibaut, como lo venía haciendo a diario, entró a las nueve de la mañana en casa de Zephyrin Xirdal. Este sabio había partido la víspera con su amigo Marcel Leroux, y su habitación, por lo tanto, estaba vacía.
La viuda Thibaut no se sorprendió gran cosa por ello; una larga serie de fugas anteriores hacía normales para ella estas desapariciones súbitas.
Fastidiada, eso sí, de no encontrar auditorio, llevó a cabo sus labores como de costumbre. Al penetrar en la habitación, que ella denominaba pomposamente despacho, hubo de experimentar grande emoción.
Un objeto insólito, una especie de capa negruzca, disminuía notablemente la superficie legítima del cuadrado del piso reservado a su escoba.
¿Qué significaba aquello? Resuelta a no tolerar semejante ataque a sus derechos, la viuda Thibaut apartó tranquilamente el objeto que la estorbaba, y se entregó a su tarea habitual.
Como era un poco sorda, no percibió el rumor que se escapaba de la caja; y, de un modo análogo, tan débil era la luz azulada del reflector metálico, que hubo de pasar también inadvertida para su mirada distraída.
En cierto momento, empero, un hecho singular atrajo necesariamente su atención. Al pasar ella ante el reflector metálico, un irresistible impulso la hizo caer al suelo.
No habiéndola vuelto a colocar la casualidad en el eje del reflector, el fenómeno no se reprodujo, y por eso no pensó en establecer la menor relación entre su accidente y la caja que ella había movido de su sitio.
La viuda Thibaut, vivamente penetrada del sentimiento de sus labores, no dejó de volver la caja a su sitio una vez terminadas sus faenas. Lo hizo de la mejor manera que supo, hay que hacerle justicia, con objeto de disponerla exactamente como la había hallado. Si sólo lo consiguió de una manera aproximada, conveniente será excusarla, pues no fue con propósito deliberado como envió el cilindro de polvillo en una dirección distinta de su dirección anterior.
Del mismo modo procedió la viuda Thibaut en los siguientes días, pues ¿por qué ha de cambiar uno sus hábitos cuando sus hábitos son virtuosos y dignos de loa?
Fuerza es, no obstante, reconocer que, con ayuda de la costumbre, la caja negruzca perdió progresivamente mucha de su importancia a sus ojos, y cada vez puso menos cuidado en volver a colocarla en sitio; en lo cual no veía malicia alguna e ignoraba por completo que su ignorada colaboración producía angustias crueles a J. B. K. Lowenthal. Una vez llegó, por inadvertencia, hasta hacer girar el reflector sobre su eje, sin ver el menor inconveniente en que se dirigiese hacia el techo de la habitación.
Así fue como Zephyrin Xirdal encontró su máquina al entrar en su casa el día 10 de junio, a primera hora de la tarde.
Su estancia a orillas del mar había transcurrido del modo más agradable, y tal vez la hubiera prolongado más si una docena de días después de su llegada no hubiese tenido la singular ocurrencia de mudarse de ropa.
Habiéndole puesto ese capricho en la necesidad de recurrir a su paquete, encontró, con gran sorpresa de su parte, veintisiete botecitos.
Zephyrin Xirdal abrió tamaños ojos; ¿qué venían a hacer allí aquellos veintisiete botecillos? Pronto, sin embargo, se anudó la cadena de sus recuerdos y se acordó de su proyecto de pila eléctrica.
Después de haberse administrado, como correctivo, unos cuantos puñetazos, apresuróse a empaquetar de nuevo sus veintisiete botes, y dejando allí plantado a su amigo Marcel Leroux, corrió al primer tren, que le condujo directamente a París.
Habría podido suceder muy bien que Zephyrin Xirdal olvidase en el camino el motivo urgente que le llevaba a París. Nada de particular hubiera tenido la cosa. Un incidente vino a refrescarle la memoria en el momento de apearse del tren en la estación de San Lázaro.
Tanto cuidado había puesto en rehacer el paquete de sus botecillos, que éste se rompió de repente en aquel preciso instante y vació sobre el asfalto su contenido, que se hizo trizas, produciendo un espantoso estruendo.
Este desastre tuvo, al menos, la ventaja de recordarle el objeto que le llevaba a París.
Antes de subir a su casa entró en la tienda del fabricante de productos químicos, donde adquirió otros veintisiete botecillos completamente nuevos, y se dirigió a casa del carpintero, en donde hacía diez días que le estaba esperando su encargo.
Cargado con todos esos diversos paquetes y lleno de deseo de dar comienzo a los experimentos, abrió su puerta con gran prisa. Pero permaneció clavado en el umbral al ver su máquina, cuyo reflector estaba dirigido hacia el cénit.
En seguida Zephyrin Xirdal vióse asaltado de un tropel de recuerdos, y tal fue el acceso de su turbación, que sus manos dejaron escapar los fardos que sostenían, rompiéndose en veinte mil pedazos, sin que el autor del desastre se diera cuenta de ello. Inmóvil a la entrada, miraba la máquina con un aspecto de extrañeza y admiración.
—Esto es cosa de la viuda Thibaut —dijo, decidiéndose a entrar. Y añadió, sonriendo, después de interrumpir el funcionamiento de la máquina—: ¡Muy bien...! ¡Muy bien...! Deben ocurrir cosas muy divertidas.
Con una mano impaciente hizo saltar la faja de los periódicos apilados sobre la mesa, y leyó una tras otra las notas de J. B. K. Lowenthal. Zephyrin Xirdal se retorcía materialmente de risa.
La lectura de algunos números hízole, por el contrario, fruncir las cejas. ¿A qué venía aquella Conferencia Internacional, cuya primera sesión estaba anunciada precisamente para aquel mismo día...? ¿No pertenecía de derecho el bólido a aquel que lo atraía hacia la Tierra?
Pero Zephyrin Xirdal recordó que nadie tenía conocimiento de su intervención. Era, pues, conveniente revelarlo a fin de que la Conferencia Internacional no perdiese el tiempo.
Empujando con el pie los restos de los botecillos, corrió a la oficina de Telégrafos más próxima y expidió el despacho que Mr. Harvey debía leer en voz alta desde el sillón presidencial ante sus colegas. Solamente se le olvidó firmar el despacho con su nombre y apellido.
Hecho esto, Zephyrin Xirdal volvió a subir a su casa y se enteró, leyendo una revista científica, de las idas y venidas del meteoro; exhumando después por segunda vez su anteojo, tomó una excelente observación, que sirvió de base para nuevos cálculos.
Hacia medianoche, hallándose ya todo perfectamente resuelto, puso de nuevo en marcha su máquina, dirigiéndola hacia un punto conveniente, y después de detenerla, se acostó tranquilamente y durmió con el sueño del justo.
Hacía dos días que Zephyrin Xirdal proseguía sus experiencias y acababa de interrumpir el funcionamiento de su máquina, cuando oyó que llamaban a la puerta.
Fue a abrir y se encontró de manos a boca con el banquero Robert Lecoeur.
—¡Al fin te encuentro! —dijo éste, franqueando el umbral.
—Aquí estoy —contestó Zephyrin Xirdal.
—No sé ya el sinnúmero de veces que con ésta he subido tus seis pisos. ¿Dónde has estado?
—Estuve ausente —dijo Zephyrin Xirdal.
—¿Ausente? —gritó Monsieur Lecoeur, indignado—. ¿Ausente...? ¡Pero eso es abominable...! No se deja a las gentes en semejante inquietud...
Zephyrin Xirdal miró a su padrino con extrañeza. Cierto que sabía que podía contar con su afecto; pero no hasta ese punto.
—Pero, querido tío, ¿qué puede importarle a usted eso?
—¿Que qué puede importarme eso? ¿Ignoras, desgraciado, que toda mi fortuna está reposando sobre tu cabeza?
—No comprendo —dijo Zephyrin Xirdal, sentándose sobre la mesa y ofreciendo su única silla al visitante.
—Cuando fuiste a participarme tus fantásticos proyectos, acabaste por convencerme: te lo confieso.
—¡Hombre!
—He contado, por consiguiente, con tu asunto y jugado fuertemente en la Bolsa a la baja.
—¿A la baja?
—Sí; me he convertido hace días en vendedor.
—¿Vendedor de qué?
—De minas de oro. Comprenderás perfectamente que si el bólido cae, las minas bajarán y que...
—¿Bajarán...? Cada vez comprendo menos. No veo qué influencia puede tener mi máquina sobre el nivel de una mina.
—De una mina, no, indudablemente; pero sobre el de sus acciones, ya es distinto.