Tal era, al menos, la opinión unánime de los habitantes de Whaston.
Como es fácil presumir, los periódicos, los de Whaston al menos, publicaron los más entusiastas artículos sobre Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson. ¿No vendría a reflejarse sobre la ciudad toda la gloria de esos dos ilustres ciudadanos? ¿Quién de sus habitantes dejaba de tener parte en ella? ¿No iba a verse el nombre de Whaston unido para siempre a este descubrimiento?
Entre aquella población americana, en la que con tanta facilidad y tanto furor nacen corrientes de opinión, no tardó en hacerse sentir el efecto de esos artículos ditirámbicos. No se sorprenderá, por consiguiente, el lector —y, por otra parte, si se sorprendiera, tendría a bien creernos bajo la fe de nuestra palabra— si le afirmamos que desde ese día la población se dirigió bulliciosa y apasionada hacia las casas de Moriss Street y de Elisabeth Street. Nadie se hallaba al corriente de la rivalidad que existía entre los señores Forsyth y Hudelson. El entusiasmo público les unía en aquella circunstancia; para todos sus dos nombres eran y continuarían siendo inseparables hasta la consumación de los siglos, hasta tal punto, que dentro de millares de años los futuros historiadores afirmarían tal vez que ambos nombres habían sido llevados por un solo hombre.
En espera de que el tiempo permitiese comprobar lo bien fundado de semejantes hipótesis, Mr. Dean Forsyth debió aparecer sobre la terraza de la torre, y Mr. Sydney Hudelson sobre la terraza de la torrecilla. Mientras que los hurras subían hasta ellos, ambos se inclinaron, saludando agradecidos.
Un observador habría, empero, notado que su actitud no expresaba una alegría sin mezcla de encontrados sentimientos. Una sombra pasaba sobre su triunfo como una nube sobre el Sol. La mirada oblicua del primero dirigíase hacia la torrecilla, y hacia la torre la mirada oblicua del segundo. Cada uno de ellos veía al otro respondiendo a los aplausos del pueblo whastoniano, y hallaba los aplausos que se le dirigían menos armónicos que discordantes los que resonaban en honor de su rival.
En realidad, esos aplausos eran iguales; la multitud no hacía diferencia entre ambos astrónomos. Dean Forsyth no fue menos aclamado que el doctor Hudelson, y recíprocamente, por los mismos ciudadanos que fueron sucediéndose ante las dos casas.
Durante estas ovaciones, que ponían a los dos barrios en conmoción, ¿qué se decían Francis Gordon y la sirvienta Mitz, de una parte, y Mrs. Hudelson, Jenny y Loo, de la otra? ¿Temían que la nota enviada a los periódicos por el observatorio de Boston tuviese lamentables consecuencias? Lo que hasta entonces había permanecido oculto estaba ahora descubierto; Mr. Forsyth y Mr. Hudelson conocían oficialmente su rivalidad. ¿No era de presumir que uno y otro reivindicarían, si no el beneficio, el honor al menos de su descubrimiento, y que de ello resultaría tal vez un deplorable disgusto para ambas familias?
Los sentimientos que la señora Hudelson y Jenny experimentaron mientras la muchedumbre se manifestaba ante su casa, es bien fácil imaginarlo. Si el doctor se había encaramado sobre la terraza de la torrecilla, ellas se habían guardado mucho de asomarse al balcón. Ambas, con el corazón oprimido, habían mirado desde detrás de las cortinas aquella manifestación que nada bueno presagiaba. Si los señores Forsyth y Hudelson, empujados por un absurdo sentimiento de celos, se disputaban el meteoro, ¿no tomaría parte el público y se declararía a favor del uno o del otro? Cada uno de ellos tendría sus partidarios, y en medio de la efervescencia que reinaría entonces en la ciudad, ¿cuál sería la situación de los futuros esposos, en una querella científica, que transformaría ambas familias en nuevos Capuletos y Montescos?
Por lo que hace a Loo, estaba furiosa; quería abrir la ventana, apostrofar a aquel populacho y manifestaba el pesar de no tener una manga a su disposición para rociar a la muchedumbre y ahogar sus hurras en torrentes de agua helada. Su madre y su hermana tuvieron que esforzarse por moderar la cólera de la fogosa niña.
Igual era la situación en la mansión de Elisabeth Street. También Francis Gordon habría, por su parte, enviado a todos los diablos a aquellos entusiastas que iban a agravar una situación ya tirante. Además, él se había abstenido de aparecer, en tanto que Mr. Forsyth y «Omicron» se inclinaban desde la torre, dando muestras de la más chocante vanidad.
Del mismo modo que Mrs. Hudelson había tenido que reprimir las impaciencias de Loo, así tuvo también que reprimir Francis Gordon las cóleras de la temible Mitz. Nada menos quería ésta que barrer a la muchedumbre, y en sus labios no era esto una amenaza de la que podía uno reírse. No había duda de que el instrumento que a diario manejaba ella con tanta habilidad era terrible en sus manos. ¡Con todo, recibir a escobazos a gentes que vienen a aclamarle a uno es quizás un poco fuerte!
—¡Ah, señor! —gritaba la anciana sirvienta—. ¿Es que están locos esos alborotadores?
—Casi me siento inclinado a creerlo —respondió Francis Gordon.
—¡Y todo ello a propósito de una especie de piedra grande que se pasea por el cielo!
—Así es, Mitz.
—¡
Un met dehors!
—Un meteoro, Mitz —corrigió Francis, reprimiendo a duras penas la risa.
—Eso es lo que yo digo: un
met dehors
—repitió Mitz con convicción—. ¡Si les cayese encima de la cabeza y aplastase a media docena...! Pero, en fin, yo te pregunto a ti, que eres un sabio, ¿para qué sirve un
met dehors?
—Para enemistar las familias —declaró Francis Gordon, mientras estruendosos hurras sonaban en medio de la calle.
Sin embargo, ¿por qué no habían de aceptar ambos antiguos amigos el compartir los laureles de su descubrimiento? Ninguna ventaja material, ningún provecho pecuniario había que esperar de él; sólo se trataba de un honor puramente platónico; y entonces, ¿por qué no dejar indiviso un descubrimiento al que podían ir unidos sus dos nombres hasta la consumición de los siglos? ¿Por qué? Sencillamente, porque se trataba de amor propio y de vanidad. Ahora bien: cuando el amor propio está en juego, cuando la vanidad se mezcla en un asunto, ¿quién podrá alabarse de hacer oír razones a los humanos?
Pero, en resumidas cuentas, ¿tan glorioso era, pues, haber visto un meteoro? ¿No era debido única y exclusivamente al azar? Si el bólido no hubiese atravesado con tanta complacencia por el campo de los instrumentos de los señores Dean Forsyth y Sydney Hudelson, precisamente en el momento en que éstos tenían la vista en el ocular, ¿habría sido visto por esos dos astrónomos, que verdaderamente presumían demasiado de ello?
Por otra parte, ¿es que esos bólidos, esos asteroides, esas estrellas errantes, no cruzan día y noche, por centenares, por millares? ¿Es siquiera posible el contar esos globos de fuego que trazan sus caprichosas trayectorias sobre el fondo oscuro del firmamento? Seiscientos millones, tal es, según los sabios, el número de los meteoros que atraviesan la atmósfera terrestre en una sola noche, o sea mil doscientos millones cada veinticuatro horas. Por millares de millones cruzan, pues, esos cuerpos luminosos, de los cuales, al decir de Newton, diez o quince millones son visibles a simple vista.
Entonces (hacía observar el
Punch
, el único periódico en Whaston que tomó la cosa en broma), él encontrar un bólido en el cielo es un poco menos difícil que encontrar un grano de trigo en un campo de él, y puede muy bien decirse que abusan un poco nuestros dos astrónomos a propósito de un descubrimiento que nada tiene de tal.
Pero si el
Punch
, periódico satírico, no desperdiciaba esta ocasión de ejercitar su musa cómica, sus colegas, más serios, lejos de imitarle, se sirvieron de ese pretexto para hacer ostentación de una ciencia muy recientemente adquirida.
Kepler (decía el
Whaston Standard
) creía que los bólidos provenían de exhalaciones terrestres. Parece más verosímil que esos fenómenos no son sino aerolitos en los que siempre se han encontrado señales de una violenta combustión. Desde el tiempo de Plutarco se les consideraba ya como masas minerales que se precipitan contra el suelo de nuestro Globo, cuando sienten al paso la atracción terrestre. El estudio de tos bólidos pone de manifiesto que su sustancia no es en manera alguna diferente de los minerales que nosotros conocemos, y que en su conjunto comprenden casi la tercera parte de los cuerpos simples. Pero ¡qué variedad presenta la agrupación de esos elementos! Sus partículas constitutivas son unas veces delgadas y otras gruesas, de una dureza notable y mostrando al partirlas señales de cristalización. Hasta los hay que están formados de hierro en estado nativo, mezclado a veces con níquel que jamás ha alterado la oxidación.
Muy exacto era, en verdad, lo que el
Whaston Standard
ponía en conocimiento de sus lectores. Durante ese tiempo, el Daily Whaston insistía sobre la atención que los sabios antiguos y modernos concedieron siempre al estudio de esas piedras meteóricas. Decía así el diario:
¿No cita Diógenes de Apolonia una piedra incandescente, grande como una rueda de molino, cuya caída, cerca de Egos Potamos, espantó a los habitantes de la Tracia? Si un bólido semejante cayera sobre el campanario de San Andrés, le destrozaría hasta su base. Permítasenos citar a este propósito algunas de esas piedras que, venidas de las profundidades del espacio y habiendo entrado en el círculo de atracción de la Tierra, fueron recogidas en él suelo: antes de la era cristiana, la piedra de rayo que se adoraba como símbolo de Cibeles en Glacial, y que fue transportada a Roma, lo mismo que otra encontrada en Siria y consagrada al culto del Sol: la piedra negra que se guarda cuidadosamente en la Meca. Desde los comienzos de la era cristiana, ¡cuántos aerolitos descritos con las circunstancias que acompañaron su caída! Una piedra de doscientas sesenta libras cayó en Alsacia; una piedra de un color negro metálico, con la forma y él tamaño de una cabeza humana, cayó sobre el monte Vaison en Provenza; una piedra de sesenta y dos libras, que desprendía un olor sulfuroso, y que se dijo estaba formada de espuma de mar, cayó en Larini, Macedonia. ¿Debería citarse igualmente aquel bólido que en 1203 cayó sobre la ciudad normanda de Laigle, y del que habla Humboldt en los siguientes términos: «A la una de la tarde vióse un gran bólido moviéndose del Sudeste al Noroeste. Minutos después oyóse durante cinco o seis minutos una explosión que partía de una nubécula negra casi inmóvil, explosión que fue seguida de otras tres o cuatro detonaciones. Cada detonación separaba de la nube una porción de vapores. Más de mil piedras meteóricas cayeron en un espacio bastante grande; esas piedras humeaban y estaban muy calientes, sin llegar a estar inflamadas, y se observó que eran más fáciles de romper al principio que más adelante»?
El Daily Whaston continuaba tratando el asunto en varias columnas y se mostraba pródigo en pormenores, que probaban, cuando menos, lo concienzudos que eran sus redactores.
No se quedaban atrás los otros diarios de Whaston.
Ya que la astronomía era cosa de moda, hablaban de astronomía, y si después de eso había un solo whastoniano que no estuviese impuesto en la cuestión de los bólidos, sería porque no habría querido ni siquiera enterarse.
Los demás periódicos de Whaston dieron a sus lectores otros informes acerca del número y circunstancias de los bólidos hasta entonces conocidos.
No sorprenderá que digamos que una parte de la población de Whaston no dejó de experimentar cierto temor ante la lectura de aquellos curiosos artículos. Para haber sido percibido en las condiciones que se saben, a una distancia que debía ser considerable, menester era que el meteoro de los señores Hudelson y Forsyth tuviese dimensiones muy superiores probablemente a las de los bólidos ya conocidos. Ahora bien: si dicho meteoro había ya aparecido en el cénit de Whaston, era que Whaston se encontraba situado en su trayectoria. Volvería, por consiguiente, a pasar por encima de la ciudad si esa trayectoria afectaba la forma de una órbita. Pues bien; que precisamente en ese momento, y por una razón cualquiera, llegase a detenerse en su carrera, ¡y Whaston sería tocada con una violencia de la que no era posible formarse idea!
Poco a poco comenzó a reinar en la ciudad cierta aprensión. El peligroso y amenazador bólido vino a convertirse en el asunto de todas las conversaciones en la plaza pública, en los círculos lo mismo que en los hogares. La parte femenina de la población, sobre todo, no pensaba más que en iglesias aplastadas y en casas reducidas a polvo. En cuanto a los hombres, juzgaban más elegante alzarse de hombros, pero lo hacían sin verdadera convicción. Puede asegurarse que noche y día se estacionaban grupos en la plaza de la Constitución y en otros barrios de la ciudad; que el cielo estuviese o no nublado, los observadores continuaban en sus puestos. Jamás habían vendido los ópticos tantos anteojos, lentes y otros instrumentos de óptica. Jamás se miró al cielo con tanta inquietud como le miraba entonces la población whastoniana. Que el meteoro fuese visible o no, el riesgo era constante, de todas las horas, por no decir de todos los minutos, de todos los segundos.
Pero se dirá; ese riesgo amenaza igualmente a todas las regiones, y con ellas a todas las ciudades, villas y aldeas situadas bajo la trayectoria. Sí, sin duda. Si el bólido, como se suponía, daba la vuelta a nuestro Globo, todos los puntos situados debajo de su órbita se hallaban amenazados por su caída. No obstante, Whaston era quien batía el record del miedo, si se quiere adoptar esta expresión ultramoderna, y eso por la única razón de haber sido Whaston donde se había visto por primera vez el bólido.
Hubo, sin embargo, un diario que resistió al contagio y se negó hasta el fin a tomar las cosas en serio. No se mostraba, por el contrario, ese diario propicio a los señores Forsyth y Hudelson, a quienes, bromeando, hacía responsables de los males que amenazaban a la ciudad.
¿Por qué se han mezclado en ellos esos
amateurs
? (decía el
Punch
). ¿Necesitaban ellos hacer cosquillas al espacio con sus anteojos y sus telescopios? ¿No podían dejar tranquilo el firmamento, sin fastidiar a las estrellas? ¿No hay bastantes, no hay hasta demasiados auténticos sabios que se meten en lo que no les importa y se introducen indiscretamente en las zonas intraestelares? Los cuerpos celestes son muy púdicos y no gustan de que se les mire muy de cerca. Si; nuestra ciudad está amenazada, nadie se encuentra hoy seguro, y semejante situación no tiene remedio. Se asegura uno contra incendios, pedriscos y ciclones... ¡Pero vayan ustedes a asegurarse contra la caída de un bólido, mayor tal vez que la ciudadela de Whaston...!