La caza del meteoro (9 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La caza del meteoro
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—¡Cállate, cállate! —protestó el astrónomo.

—No, señor, no me callaré, y puede usted llamar al bruto de su ami Krone en su ayuda.

—¿ Bruto «Omicron»?

—¡Sí, bruto; y no me hará él callar..., como tampoco nuestro presidente mismo podrá imponer silencio al arcángel que vendrá de parte del Todopoderoso a anunciar el fin del mundo!

Mr. Dean Forsyth quedó absolutamente trastornado al escuchar esa terrible frase; su laringe se había apretado hasta el punto de no dejar paso a la palabra; su glotis, paralizada, no podía emitir un sonido. Aun cuando hubiera querido hablar, despedir a la anciana, pero áspera sirvienta, habríale sido imposible pronunciar una sola palabra.

Mitz, por lo demás, no le hubiese obedecido.

Era tiempo, no obstante, que aquella escena acabase. Mr. Dean Forsyth, comprendiendo que quedaría derrotado, trataba de batirse en retirada, sin que su movimiento se pareciese demasiado a una fuga.

El sol fue quien vino en su ayuda: aclaróse el tiempo de pronto y un vivo rayo de sol penetró a través de los vidrios de la ventana que daba al jardín.

En aquel momento, sin duda alguna, estaba el doctor Hudelson sobre su torrecilla; tal fue el pensamiento que se le ocurrió inmediatamente a Mr. Dean Forsyth. Veía él a su rival, aprovechándose de aquel claro, con el ojo en el ocular de su telescopio, y recorriendo con la mirada las altas zonas del espacio sideral.

No pudo contenerse; aquel rayo de sol hacía sobre él el mismo efecto que un globo lleno de gas; le subía, aumentaba su fuerza ascensional, obligándole a elevarse en la atmósfera.

Mr. Dean Forsyth, olvidándose de todo, dirigióse hacia la puerta.

Por desgracia, Mitz estaba ante ella, y no parecía dispuesta a concederle paso. ¿Se vería, pues, en la necesidad de cogerla por el brazo, entablar una lucha con ella y recurrir a la ayuda de «Omicron»?

No llegó a verse obligado a apelar a estos extremos. La anciana sirvienta, a no dudar, se hallaba rendida y fatigada por el esfuerzo que acababa de hacer. Aun cuando tuviese la costumbre de regañar a su amo, jamás, hasta entonces, había tenido tal impetuosidad.

Fuese el esfuerzo físico gastado en aquella violencia, fuese la gravedad del asunto de la discusión, asunto de los más palpitantes, toda vez que se trataba de la futura felicidad de su querido «niño», el caso es que Mitz sintióse de pronto desfallecer y se dejó caer pesadamente sobre una silla.

Mr. Dean Forsyth, hay que decirlo en su descargo, abandonó al sol, al cielo azul y al meteoro. Acercóse con solicitud a su anciana sirvienta para informarse de lo que le pasaba.

—No sé, señor; tengo, como quien dice, el estómago vuelto del revés.

—¿El estómago vuelto del revés? —murmuró Mr. Forsyth, pasmado por aquella enfermedad, bastante singular en verdad.

—Sí, señor —afirmó Mitz, con una voz dolorida—. Es un nudo que tengo en el corazón.

—¡Hura...! —hizo Mr. Dean Forsyth, cuyo asombro no se vio atenuado.

A todo evento, iba a prestar a la enferma los cuidados más usuales en análogas circunstancias: aflojamiento del corsé, vinagre sobre las sienes, un vaso de agua azucarada...

Pero no tuvo tiempo.

La voz de «Omicron» resonó en lo alto de la torre:

—¡El bólido —gritaba «Omicron»—, el bólido!

Mr. Dean Forsyth olvidóse entonces del resto del universo y se precipitó escaleras arriba.

No había acabado de desaparecer cuando ya Mitz había encontrado la plenitud de sus facultades y se había lanzado tras de su amo. Mientras ascendía rápidamente, saltando de tres en tres los peldaños de la escalera, la voz de su sirvienta lo perseguía vengativa :

—Mr. Forsyth —decía Mitz—, acuérdese usted bien de lo que le digo: el matrimonio de Francis Gordon y de Jenny Hudelson se hará, y se hará en la fecha convenida, exactamente. Se hará, Mr. Forsyth, o —y no dejaba esta alternativa de tener cierto sabor en los labios de Mitz— o yo perderé mi latín.

Mr. Dean Forsyth no contestó, no oyó: dando saltos precipitados, subía la escalera de la torre.

Capítulo VIII

En el cual las polémicas de la prensa agravan la situación; y que se termina con la consignación de un hecho tan cierto como inesperado

Él es, «Omicron», efectivamente es él! —gritó Mr. Dean Forsyth, tan pronto como hubo aplicado el ojo al ocular de su telescopio.

—El mismo —declaró «Omicron», añadiendo—: y haga el Cielo que el doctor Hudelson no se halle en este momento en su torrecilla.

—O si está, que no pueda encontrar el bólido.

—Nuestro bólido —precisó «Omicron».

—¡Mi bólido! —rectificó Dean Forsyth.

Ambos se equivocaban. El anteojo del doctor Hudelson se hallaba en aquel mismo momento dirigido hacia el Sudeste, región del cielo recorrida entonces por el meteoro. Habíale visto tan pronto como apareció, y lo mismo que la torre, la torrecilla no le perdió de vista hasta el instante en que desapareció entre las brumas del Sur.

Por lo demás, no fueron los astrónomos de Whaston los únicos en señalar el bólido; también lo percibió el observatorio de Pittsburg.

Ese retorno del meteoro constituía un hecho del mayor interés —¡si es que el meteoro mismo ofrece alguno!—. Puesto que permanecía a la vista del mundo sublunar, era que seguía decididamente una órbita cerrada. No era una de esas estrellas errantes que desaparecen después de haber rozado las últimas capas atmosféricas, uno de esos asteroides que se muestran una vez y van luego a perderse a través del espacio, uno de esos aerolitos cuya caída no tarda en seguir a la aparición. No, este meteoro volvía, giraba en torno de la Tierra como un segundo satélite. Merecía, por consiguiente, que se dedicasen a él, y por eso debe disculparse el empeño que en disputárselo ponían Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson.

Obedeciendo el meteoro a leyes constantes, nada se oponía a que se calculasen sus elementos. En todas partes se cuidaban de ello; pero no es necesario decir que en ninguna parte se desarrollaba la actividad que en Whaston. Con todo, para que el problema fuese íntegramente resuelto, necesitábanse aún muchas observaciones.

El primer punto, la trayectoria del bólido, fue determinada cuarenta y ocho horas más tarde por unos matemáticos que no se llamaban Dean Forsyth ni Hudelson.

Esta trayectoria se desarrollaba rigurosamente del Norte al Sur. La débil desviación de 3º 31' señalada por Mr. Dean Forsyth en su carta al observatorio de Pittsburg era sólo aparente, y resultaba de la rotación del Globo terrestre.

Cuatrocientos kilómetros separaban al bólido de la superficie de la Tierra, y su prodigiosa velocidad no era inferior a seis mil novecientos sesenta y siete metros por segundo. Realizaba, pues, su revolución en torno del Globo en una hora, cuarenta y un minutos, cuarenta y un segundos y noventa y tres centésimas, de lo cual podía inferirse, según los inteligentes, que no volvería a pasar por el cénit de Whaston hasta transcurrir ciento cuatro años, ciento sesenta y seis días y veintidós horas.

Este hecho tranquilizó a los habitantes de la ciudad, que tanto temían la caída del malaventurado asteroide. Si caía, no sería encima de ellos, por fortuna para todos.

Pero, ¿por qué ha de caer? (preguntaba el Whaston Morning). No hay por qué admitir el encuentro de un obstáculo en su camino, ni que pueda ser detenido en su raudo movimiento de traslación.

Esto era la evidencia misma.

Seguramente (hizo observar el
Whaston Evening
) ha habido aerolitos que han caído y los hay que caen todavía. Pero éstos, de pequeñas dimensiones por lo general, vagan por el espacio y no caen más que si la atracción terrestre los atrapa al paso.

Esta explicación era exacta y no parecía que pudiese aplicarse al bólido en cuestión, de una marcha tan regular y cuya caída no debía temerse, como no hay que temer la de la Luna.

Bien establecido esto, quedaban aún muchos puntos por aclarar, antes de hallarse perfectamente informados acerca de aquel asteroide, convertido, en suma, en un segundo satélite de la Tierra.

¿Cuál era su volumen? ¿Cuál era su masa, su naturaleza?

Solamente los habitantes de Whaston se consagraron a conocer esas y otras particularidades del meteoro, cuyo descubrimiento se debía a dos respetables personajes de la ciudad.

Por lo demás, tal vez hubiesen terminado por pensar con indiferencia en este incidente cósmico que el
Punch
se empeñaba en llamar «cómico», si los periódicos, con alusiones más o menos claras, no hubiesen dado a conocer la rivalidad de Mr. Dean Forsyth y del doctor Hudelson. Esto dio nuevo incremento a los chismes y comentarios; todo el mundo se apresuró a aprovecharse de esta ocasión de disputa, y la ciudad toda comenzó a dividirse en dos bandos.

A todo esto, la fecha del matrimonio iba acercándose. Mrs. Hudelson, Jenny y Loo, de una parte; Francis Gordon y Mitz, de la otra, vivían en una inquietud creciente. Continuamente estaban temiendo un estallido provocado por el encuentro de los dos rivales, del mismo modo que el encuentro de dos nubes cargadas de potenciales contrarios hace saltar la chispa y brotar el rayo. Sabíase que Mr. Forsyth no se calmaba y que el furor del doctor Hudelson buscaba todas las ocasiones de manifestarse.

El cielo estaba, por lo general, hermoso, la atmósfera pura, y ambos astrónomos podían, por tanto, efectuar sus observaciones. No les faltaban ocasiones, ya que el bólido reaparecía sobre el horizonte más de catorce veces diarias, y ya que ahora conocían, merced a las determinaciones de los observatorios, el punto preciso hacia el que debían dirigir los objetivos de sus aparatos.

La comodidad de estas observaciones era indudablemente desigual, como lo era la altura del bólido sobre el horizonte; pero tan numerosas eran las veces que éste pasaba, que semejante inconveniente tenía muy poca importancia. Si no volvía ya al cénit matemático de Whaston, donde, por una milagrosa casualidad, se le había visto una primera vez, andaba todos los días tan cerca que era prácticamente lo mismo.

Así, pues, los dos apasionados astrónomos podían embriagarse libremente en la contemplación del meteoro, cruzando raudo el espacio por encima de su cabeza y espléndidamente adornado de una brillante aureola.

Devorábanle ellos con sus miradas; acariciábanle con los ojos. Cada uno de ellos le llamaba con su propio nombre, el bólido Forsyth, el bólido Hudelson. Era su hijo, la carne de su carne. Pertenecíales como el hijo pertenece a sus padres; más aún: como la criatura al Creador. Su vista no cesaba de emocionarles. Sus observaciones, las hipótesis que deducían de su marcha, de su forma aparente, dirigíanlas al observatorio de Pittsburg, y sin olvidarse nunca de reclamar la prioridad de su descubrimiento.

Pronto esta lucha, todavía pacífica, no fue bastante para satisfacer su animosidad. No contentos con haber roto las relaciones diplomáticas, cesando en sus relaciones personales, fueles preciso la batalla franca y la guerra oficialmente declarada.

Un día apareció en el
Whaston Standard
una nota bastante agresiva contra el doctor Hudelson, nota que se atribuyó a Mr. Dean Forsyth. Decía que ciertas gentes tienen demasiado buenos ojos cuando miran a través de los anteojos de otro y que perciben demasiado fácilmente aquello que ha sido percibido ya por alguien más.

En respuesta a esta nota díjose al día siguiente en el
Whaston Evening
, que en punto a anteojos hay algunos, sin duda, que no están bien limpios, y cuyo objetivo está sembrado de pequeñas manchas, que no deben tomarse por meteoros.

Al mismo tiempo, el
Punch
publicaba una caricatura muy parecida de los dos rivales, adornados de alas gigantescas y luchando en velocidad para atrapar a su bólido, figurado por una cabeza de cebra que les sacaba la lengua.

No obstante, aun cuando a consecuencia de esos artículos, de esas alusiones vejatorias, la situación de ambos astrónomos tendía a agravarse de día en día, no habían tenido todavía ocasión de intervenir en la cuestión del matrimonio. Si no hablaban, dejaban, cuando menos, que las cosas siguiesen su curso normal, y nada autorizaba a admitir que Francis Gordon y Jenny Hudelson no estuviesen unidos en matrimonio en la fecha convenida.

Ningún incidente sobrevino durante los primeros días del mes de abril. Sin embargo, si bien la situación no se agravó, tampoco tuvo ninguna mejora. Durante las comidas en casa de Mr. Hudelson no se hacía la más pequeña alusión al meteoro, y Miss Loo, muda por orden de su madre, rabiaba por no poder tratarle como merecía. Con solo ver la manera que tenía de cortar la chuleta, se comprendía que la niña pensaba en el bólido y que habría deseado poderle reducir a tan pequeños trozos que no quedase la más mínima señal de él. En cuanto a Jenny no trataba de disimular su tristeza; tristeza de la que el doctor no quería darse por enterado. Tal vez no la notaba siquiera; tanto le absorbían sus ocupaciones astronómicas.

Francis Gordon, por supuesto, no aparecía durante esas comidas. Lo único que se permitía era su visita diaria cuando el doctor Hudelson estaba en su torrecilla.

En la casa de Elisabeth Street no eran más alegres las comidas. Mr. Dean Forsyth apenas hablaba, y cuando se dirigía a la anciana Mitz, ésta no respondía más que con un sí o un no, tan seco como lo estaba el tiempo a la sazón.

Una sola vez, el 28 de abril, Mr. Dean Forsyth, en el momento de levantarse de la mesa después del almuerzo, dijo a su sobrino:

—¿Es que tú continúas yendo a casa de los Hudelson?

—¡Ya lo creo, tío! —respondió Francis, con voz firme.

—¿Y por qué no había de ir a casa de los Hudelson? —preguntó Mitz en tono agresivo.

—No es a usted a quien yo hablo, Mitz —gruñó Mr. Forsyth.

—'Pero yo soy la que le respondo, señor. Un perro parla a un obispo.

Mr. Forsyth se encogió de hombros, y se volvió hacia Francis.

—Ya le he contestado yo también. Sí, voy todos los días.

—¿Después de lo que el doctor me ha hecho? —exclamó Mr. Forsyth, airado.

—¿Y qué le ha hecho a usted?

—Se ha permitido descubrir...

—Lo que usted mismo descubrió; lo que todo el mundo tenía el derecho de descubrir... Porque, al fin y al cabo, ¿de qué se trata? De un simple bólido como otros mil que pasan a la vista de Whaston.

—Pierdes el tiempo, hijo mío —intervino Mitz, riendo burlonamente—. Bien claramente ves que tu tío está deslumbrado con su guijarro, del que no debía hacer más caso que del guardacantón que está en la esquina de esta casa.

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