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Authors: Paolo Bacigalupi

La chica mecánica (63 page)

BOOK: La chica mecánica
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Otro misil cae a sus pies. Las astillas de teca quemada vuelan en todas direcciones.

—Estamos demasiado cerca. —Kanya se incorpora y emprende la carrera, con Pai pisándole los talones. Hiroko los adelanta como una exhalación, se pone a cubierto detrás de un tronco ennegrecido, cruzado en el suelo, y espera a que lleguen a su altura.

—¿Te imaginas enfrentarse a algo así? —Pai jadea.

Kanya sacude la cabeza. El neoser ya les ha salvado dos veces. La primera al detectar los sigilosos movimientos de unos comandos que les seguían la pista, y la segunda empujando a Kanya al suelo justo antes de que una lluvia de discos de resortes hendiera el aire sobre su cabeza. La vista del neoser es más aguda que la de la capitana, y su velocidad es espectacular. Sin embargo, ya está sofocada; seca y abrasadora su piel al contacto. Hiroko no está diseñada para esta ofensiva tropical, y aunque derraman agua sobre ella y procuran controlar su temperatura, empieza a flaquear.

Cuando Kanya llega a su altura, Hiroko levanta la cabeza y dirige una mirada febril hacia ella.

—Tendré que beber algo pronto. Hielo.

—No tenemos.

—Pues el río. Lo que sea. Debo regresar con Yashimoto-sama.

—La orilla es un campo de batalla. —Kanya ha oído que el general Pracha se encuentra en los diques, intentando repeler el desembarco de la armada. Enfrentándose a su antiguo aliado, el almirante Noi.

Hiroko le tiende una mano abrasadora.

—No puedo aguantarlo.

Kanya mira a su alrededor, buscando una solución. Hay cadáveres por todas partes. Es peor que cualquier plaga, hombres y mujeres descuartizados por los explosivos. La carnicería es inmensa. Brazos y piernas, un pie arrancado de cuajo cuelga de una rama. Las montañas de cuerpos arden. El napalm sisea. El estruendo de los tanques resuena en las fachadas de los edificios, nubes de gases de escape.

—Necesito la radio —dice.

—La tenía Pichai.

Pero Pichai está muerto y nadie sabe adónde ha ido a parar la radio.

«No estamos preparados para algo así. Se suponía que debíamos contener la roya y la gripe, no tanques y megodontes.»

Cuando por fin encuentra una radio, está en la mano de un cadáver. Acciona la manivela del aparato. Utiliza los códigos empleados por el ministerio para hablar de plagas, no de escaramuzas. Nada. Por último, decide probar en abierto.

—Al habla la capitana Kanya. ¿Hay alguien ahí fuera? Cambio.

Una pausa eterna. Chasquidos y estática. Repite el mensaje. Otra vez. Nada.

De pronto:

—¿Capitana? Al habla el teniente Apichart.

Reconoce la voz del ayudante.

—¿Sí? ¿Dónde está el general Pracha?

Más silencio.

—No lo sabemos.

—¿No estáis con él?

Otra pausa.

—Creemos que está muerto. —Tose—. Han usado gas.

—¿Quién es el oficial al mando?

Después de un momento:

—Creo que usted, señora.

Kanya se queda muda de asombro.

—No puede ser. ¿Dónde está el quinto?

—No hemos vuelto a saber nada.

—¿El general Som?

—Lo encontraron en su casa, asesinado. Igual que Karmatha, y Phailin.

—No es posible.

—Es un rumor. Pero nadie los ha visto, y el general Pracha se lo creyó cuando recibió la noticia.

—¿No hay más capitanes?

—Bhirombhakdi estaba en los amarraderos, pero desde aquí solo se ven llamaradas.

—¿Dónde estáis?

—En una torre de la Expansión, cerca de la carretera de Pharam.

—¿Cuántos sois?

—Alrededor de treinta.

Kanya echa un vistazo a su grupo, abatida. Hombres y mujeres heridos. Hiroko reclinada contra un bananero destrozado, encendida como un farolillo chino, con los ojos cerrados. Tal vez muerta ya. Por un instante fugaz se pregunta si le importa la criatura o... Sus hombres la rodean, pendientes de ella. Kanya piensa en sus patéticas reservas de munición. Sus heridas. Son tan pocos...

La radio emite un chasquido.

—¿Qué quiere que hagamos, capitana? —pregunta el teniente Apichart—. Nuestras armas no sirven de nada frente a los tanques. No podemos... —El canal se inunda de estática.

Una explosión retumba, ensordecedora, procedente del río.

El soldado Sarawut baja del árbol al que se había encaramado.

—Han dejado de bombardear los muelles.

—Nos hemos quedado solos —murmura Pai.

44

Es el silencio lo que la despierta. Emiko ha pasado la noche tumbada de cualquier manera, periodos de sueño interrumpidos por el retumbo de los explosivos y el chasquido de la artillería de resortes al liberarse. Los tanques recorren las calles quemando carbón con estrépito, pero la mayor parte de todo ello es algo lejano, las batallas se libran en otros distritos. Los cadáveres yacen abandonados en las calles, víctimas de los disturbios ya olvidadas en medio del marco del conflicto.

Un extraño silencio se ha apoderado de la ciudad. La única iluminación proviene de las pocas velas que titilan en las ventanas desde las que la gente monta guardia a medianoche sobre la ciudad devastada. No hay ninguna luz de gas encendida en los edificios o en las calles. La oscuridad es absoluta. Es como si se hubiera agotado el metano de la ciudad, o como si alguien por fin hubiera cortado el suministro.

Emiko se incorpora en medio de la basura, arrugando la nariz, asqueada por las cortezas de melón y las pieles de plátano abandonadas. Contra el cielo anaranjado por las llamas puede ver unas pocas columnas de humo, pero nada más. Las calles están desiertas. Es el momento perfecto para llevar a cabo su plan.

Se concentra en la torre. A seis plantas de altura aguarda el apartamento de Anderson-sama. Ojalá pudiera llegar hasta él. Al principio había esperado cruzar el vestíbulo a toda velocidad y buscar alguna manera de subir las escaleras, pero las puertas están cerradas con llave y hay guardias apostados en el interior del edificio. Su retrato es demasiado famoso como para arriesgarse a entrar sin más. Pero existe una alternativa.

Tiene calor. Un calor espantoso. El coco verde que encontró y machacó al comienzo de la noche ya no es más que un recuerdo borroso. Vuelve a contar los balcones que se elevan sobre su cabeza, uno detrás de otro. Hay agua allí arriba. Brisa. Supervivencia y un escondite temporal, si consigue llegar hasta él.

Un estampido resuena a lo lejos, seguido de explosiones diminutas como fuegos artificiales. Escucha. No es conveniente seguir esperando. Se encarama al balcón más bajo. Está protegido con rejas de hierro, igual que el siguiente. Trepa por ellos con facilidad, utilizando los barrotes como asideros.

Por fin se yergue en el tercer balcón, abierto, jadeando a causa del esfuerzo. El calor que no deja de crecer en su interior le produce un mareo. A sus pies, el empedrado del callejón la llama, tentador. Eleva la mirada hacia el saliente del balcón de la cuarta planta. Se prepara, salta... y es recompensada con un buen asidero. Trepa a pulso.

Una vez de pie en el cuarto balcón, se sienta en la barandilla y contempla fijamente el quinto. El calor fruto del esfuerzo físico es cada vez mayor. Respira hondo y salta. Engarfia los dedos. Se queda colgando sobre el vacío. Mira abajo y se arrepiente de inmediato. El callejón está ahora muy lejos. Se iza lentamente, jadeando.

El interior del apartamento está a oscuras. No hay movimiento. Emiko prueba la reja de hierro de la puerta de seguridad, encomendándose a la suerte, pero la llave está echada. Daría cualquier cosa por beber un trago de agua, por refrescarse la cara y el cuerpo. Inspecciona el diseño de la puerta de seguridad, pero no hay manera de forzarla.

«Un salto más.»

Vuelve al filo del balcón. Las manos son la única parte de su cuerpo que parecen sudar como las de una criatura normal, y ahora las siente como si estuvieran empapadas de aceite. Se las restriega una y otra vez contra la ropa, intentando secarlas. El calor provocado por el exceso de actividad física amenaza con devorarla. Se encarama al saliente del balcón, tambaleándose. Mareada. Dobla las rodillas para no perder el equilibrio.

Salta.

Sus dedos arañan el borde del balcón y resbalan. Cae a plomo, se estrella contra la barandilla de abajo. Sus costillas estallan de dolor cuando rebota y aterriza encima de unas macetas de jazmines. Otra llamarada de dolor, esta vez en el codo.

Se queda tendida, gimoteando entre los trozos de maceta y la fragancia nocturna de los jazmines. La sangre reluce negra en sus manos. No puede parar de sollozar. Tiembla de la cabeza a los pies. Arde con el esfuerzo de la escalada y los saltos.

Se incorpora con torpeza, acunándose el brazo lastimado, esperando que los ocupantes del piso se abalancen sobre ella, pero las luces permanecen apagadas al otro lado de la reja.

Emiko se pone en pie, se tambalea y se apoya en la barandilla del balcón, contemplando su objetivo.

«Chiquilla estúpida. ¿Por qué te esfuerzas tanto por sobrevivir? ¿Por qué no te tiras y mueres? Sería mucho más fácil.»

Se asoma al lóbrego callejón que está a sus pies. No tiene respuesta. Es algo que lleva en los genes, tan innato como su afán por agradar. Vuelve a auparse encima de la barandilla, haciendo equilibrios, doblando el brazo dolorido. Mira arriba y reza a Mizuko Jizo, bodhisattva de los neoseres, para que se apiade de ella.

Salta y alarga una mano hacia la salvación.

Sus dedos hacen presa... y vuelven a resbalar.

Emiko proyecta la mano mala hacia arriba y encuentra asidero. Los ligamentos de su codo se desgarran. Grita al sentir cómo se separan los huesos con un crujido. Sollozando, con el aliento atrapado en la garganta, tantea la barandilla con la mano buena. Se afianza. Deja que el brazo roto caiga y oscile como un péndulo, inerte.

Emiko cuelga de una mano sobre la calle lejana. Su brazo ha quedado reducido a una mera columna de fuego. Solloza en silencio, preparándose para volver a lastimarse. Emite un sollozo entrecortado y vuelve a extender el brazo roto. Sus dedos se cierran en torno a la barandilla.

«Por favor. Por favor. Solo un poco más.»

Carga el peso del cuerpo sobre el brazo. El dolor es incandescente. El aliento de Emiko se atasca en su garganta. Levanta una pierna, tanteando con el pie, buscando asidero, hasta que por fin consigue engancharlo en el hierro. Se aúpa a pulso, rechinando los dientes, llorando, renunciando a rendirse.

«Solo un poco más.»

Emiko abre los ojos. Una niña empuña la pistola con manos temblorosas. Mira a Emiko fijamente, aterrada.

—Tenías razón —musita.

Un anciano chino se asoma a su espalda con expresión sombría. Asomados al precipicio del balcón, observan a Emiko mientras esta cuelga sobre el abismo. Las manos de Emiko empiezan a resbalar. El dolor es insoportable.

—Por favor —susurra Emiko—. Ayudadme.

45

Las luces de gas del centro de operaciones de Akkarat se apagan con un chispazo. Anderson se incorpora en la repentina oscuridad, sorprendido. Hace tiempo que los disparos se han vuelto esporádicos, pero la escena se repite por toda la ciudad. Las farolas de gas de Krung Thep están apagándose, los puntos de luz verde se desvanecen uno a uno en todas las avenidas. Unas pocas zonas de conflicto titilan aún naranjas y amarillas con la madera WeatherAll quemada, pero el verde ha abandonado la ciudad, cubierta ahora por un manto negro tan completo casi como el del océano al otro lado de los diques.

—¿Qué sucede? —pregunta Anderson.

El tenue fulgor de los monitores es lo único que todavía ilumina la estancia. Akkarat entra procedente del balcón. La sala de operaciones es un hervidero de actividad. Las lámparas de manivela de emergencia cobran vida, proyectando su luz por toda la habitación, iluminando la sonrisa de Akkarat.

—Hemos tomado las fábricas de metano —dice—. El país es nuestro.

—¿Estás seguro?

—Los amarraderos y los muelles están controlados. Los camisas blancas han empezado a rendirse. Hemos recibido un mensaje de su oficial al mando. Depondrán las armas y se rendirán incondicionalmente. Ya han empezado a transmitir la noticia por su canal de radio codificado. Unos pocos seguirán peleando, pero la ciudad obra en nuestro poder.

Anderson se acaricia las costillas rotas.

—¿Significa eso que podemos marcharnos?

Akkarat asiente con la cabeza.

—Desde luego. Os asignaré una escolta que os acompañará a casa enseguida. La normalidad en las calles todavía tardará un poco en restablecerse. —Sonríe—. Creo que estarás muy contento con la nueva dirección de nuestro reino.

Horas más tarde, los conducen al interior de un ascensor.

Descienden hasta el nivel de la calle y se encuentran con que la limusina personal de Akkarat ya está esperándoles. En el exterior, el cielo comienza a clarear.

Carlyle se dispone a montar en el vehículo, pero se detiene y dirige la mirada calle abajo, donde el filo amarillo del amanecer empieza a ensancharse.

—Eso es algo que no esperaba volver a ver nunca jamás.

—Yo también nos daba por muertos.

—Pues se te veía tan tranquilo.

Anderson encoge los hombros, despacio.

—Lo de Finlandia fue peor. —Pero mientras sube a la limusina, sufre un nuevo ataque de tos que se prolonga durante medio minuto, estremeciéndolo de la cabeza a los pies. Se enjuga la sangre de los labios ante la atenta mirada de Carlyle.

—¿Estás bien?

Anderson asiente mientras cierra con cuidado la puerta del vehículo.

—Me parece que estoy machacado por dentro. Akkarat me pegó en las costillas con la pistola.

Carlyle lo observa fijamente.

—¿Seguro que no has pillado nada?

—¿Me tomas el pelo? —Anderson suelta una carcajada que reaviva el dolor de sus costillas—. Trabajo para AgriGen. Estoy vacunado contra enfermedades que todavía no se han inventado.

Una escolta de ciclomotores de muelles percutores rodea la limusina de diésel de carbón cuando esta se aleja de la acera, acelerando. Anderson se acomoda en el asiento mientras ve pasar la ciudad al otro lado de la ventanilla.

Carlyle tamborilea con los dedos en el brazo de cuero, pensativo.

—Tengo que conseguir una de estas. Cuando despegue el negocio, podré gastar dinero a espuertas.

Anderson asiente distraídamente con la cabeza.

—Habrá que empezar a importar calorías de inmediato para paliar el hambre. Quiero contratar los servicios de tus dirigibles como medida provisional. Traeremos U-Tex de la India, así Akkarat tendrá algo de lo que vanagloriarse. Las ventajas del libre mercado, todo eso. Las circulares nos darán buena prensa. Eso ayudará a cimentar las cosas.

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