Authors: Paolo Bacigalupi
Contempla a Jaidee desde lo alto.
—Si Buda es clemente, con el tiempo te darás cuenta de que debes esta desgracia al orgullo y la avaricia. Es nuestro deseo que si no alcanzas a comprenderlo en esta vida, la próxima te conceda la esperanza de mejorar. —Da media vuelta y se va, dejando a Jaidee aún postrado.
—Aceptamos las disculpas del Ministerio de Medio Ambiente —habla Akkarat— y los errores del general Pracha. Esperamos una relación profesional mejorada en el futuro. Ahora que esta serpiente ha perdido los colmillos.
El somdet chaopraya indica a las dos grandes potencias del gobierno que deberían mostrarse respeto mutuamente. Jaidee permanece agachado. Un suspiro multitudinario inunda la estancia. Y acto seguido los asistentes salen en desbandada, ansiosos por relatar lo que han visto.
Solo cuando se va el somdet chaopraya es invitado Jaidee a colocarse entre una pareja de monjes. Su aspecto es serio, rasuradas las cabezas, raídos y descoloridos sus mantos azafranados. Le indican dónde piensan llevarlo a continuación. Ahora les pertenece. Nueve años de penitencia, por hacer lo correcto.
Akkarat se planta ante él.
—Bueno,
khun
Jaidee. Al parecer por fin has descubierto tus límites. Lástima que hicieras oídos sordos a todas las advertencias. Esto era innecesario.
Jaidee se obliga a realizar un
wai
.
—Ya has conseguido lo que querías —murmura—. Ahora suelta a Chaya.
—Cuánto lo siento. No sé de qué me hablas.
Jaidee escruta los ojos del hombre, buscando la mentira, pero no encuentra nada.
«¿Eres tú mi enemigo? ¿O se trata de otro? ¿Acaso está muerta ya? ¿O sigue con vida, atrapada en la celda de uno de tus amigos, una prisionera sin número? ¿Viva o muerta?»
Se obliga a reprimir sus preocupaciones.
—Suéltala, o te perseguiré y te mataré como una mangosta a una cobra.
Akkarat ni siquiera parpadea.
—Cuidado con las amenazas, Jaidee. No me gustaría verte perder nada más. —Su mirada se desliza en dirección a Niwat y Surat.
Jaidee siente un escalofrío.
—No te acerques a mis hijos.
—¿Tus hijos? —Akkarat suelta una carcajada—. Ya no tienes hijos. No tienes nada. Considérate afortunado por que el general Pracha sea tu amigo. En su lugar, yo habría puesto a esos dos mocosos de patitas en la calle, para que mendigaran despojos infectados de roya. Esa sí que sería una lección de verdad.
Aplastar al Tigre de Bangkok debería ser más gratificante. Pero, la verdad, sin una chuleta con los distintos nombres implicados, la ceremonia es igual de impenetrable que cualquier otro acontecimiento religioso y social tailandés. De hecho, la destitución del hombre es sorprendentemente rápida.
Veinte minutos después de ser conducido al interior del templo del Ministerio de Medio Ambiente, Anderson se encuentra observando en silencio mientras el tan cacareado Jaidee Rojjanasukchai hace
khrabs
de sumisión ante el ministro de Comercio Akkarat. Las estatuas doradas de Buda y Seub Nakhasathien que presiden el solemne momento relucen tenuemente. Ninguno de los participantes muestra la menor expresividad. Ni siquiera una sonrisa triunfal por parte de Akkarat. Y luego, instantes después, los monjes interrumpen su monótono soniquete y todo el mundo se pone en pie, dispuesto a marcharse.
Eso es todo.
Ahora Anderson está refrescándose los pies frente al
bot
del templo de Phra Seub, aguardando a ser escoltado fuera del complejo. Después de soportar la asombrosa serie de controles de seguridad y registros para acceder al campus del Ministerio de Medio Ambiente, había empezado a fantasear con que tal vez podría averiguar algún detalle práctico sobre el lugar, hacerse quizá una mejor idea sobre dónde podría estar escondido su seductor banco de semillas. Era absurdo y él lo sabía, pero después del cuarto cacheo empezó a convencerse de que estaba a punto de tropezarse con el mismísimo Gibbons, posiblemente acunando un
ngaw
recién diseñado como un padre orgulloso.
Lo que encontró, en vez de eso, fueron taciturnos cordones de camisas blancas. La bicicleta con rickshaw lo dejó directamente en la escalinata del templo, donde se le pidió que se quitara los zapatos y se dejara palpar minuciosamente, descalzo, antes de pasar adentro con los demás asistentes.
Alrededor del templo, un tupido anillo de tamarindos oculta la mayor parte del palacio. Los dirigibles desviados «accidentalmente» de su ruta, cortesía de AgriGen, le han proporcionado más información acerca del complejo de la que dispone en estos momentos, plantado en el mismo centro del complejo.
—Veo que has recuperado los zapatos.
Carlyle, caminando tranquilamente hacia él, sonriendo.
—Por la forma en que los inspeccionaron —dice Anderson—, pensé que iban a ponerlos en cuarentena.
—No les gusta tu olor a
farang
, eso es todo. —Carlyle saca un cigarro y le ofrece otro a Anderson. Los encienden bajo la atenta mirada de los camisas blancas—. ¿Te ha gustado la ceremonia?
—Creí que habría más pompa y boato.
—No les hace falta. Todo el mundo sabe lo que significa esto. El general Pracha ha caído en desgracia. —Carlyle sacude la cabeza—. Por un instante estuve seguro de que íbamos a levantar la mirada y ver cómo la estatua de Phra Seub se partía en dos de vergüenza. Se nota que el reino está cambiando. Se respira en el aire.
Anderson piensa en los pocos edificios que tuvo ocasión de atisbar mientras lo escoltaban hasta el templo. Todos estaban en ruinas. Cubiertos de manchas de humedad y enredaderas. Por si la humillación del Tigre no fuera prueba suficiente, los árboles caídos y el césped sin arreglar hablan por sí solos.
—Debes de estar muy orgulloso de lo que has conseguido.
Carlyle pega una calada y expulsa el humo lentamente.
—Digamos que es un satisfactorio paso adelante.
—Les has impresionado. —Anderson apunta con la barbilla a la Falange Farang, cuyos integrantes parecen haber empezado a beberse ya el dinero de la indemnización. Lucy está intentando convencer a Otto para que cante el
Himno del Pacífico
bajo la reprobatoria mirada de los camisas blancas armados. El comerciante se fija en Carlyle y se acerca, tambaleándose. Le apesta el aliento a
lao-lao
.
—¿Estás borracho? —pregunta Carlyle.
—Hasta las trancas. —Otto esboza una sonrisa bobalicona—. Tuve que acabármelo todo en la puerta. Los muy cabrones no me dejaban entrar con las botellas para la celebración. También requisaron el opio de Lucy.
Le pasa un brazo por los hombros a Carlyle.
—Tenías razón, mariconazo. Más que un santo. Fíjate en la cara que se les ha quedado a esos condenados camisas blancas. ¡Llevan todo el día chupando limones! —Busca la mano de Carlyle a tiendas, intenta estrechársela—. Dios, es estupendo ver cómo se les bajan los humos. Extorsionistas, cuántos «regalos de buena voluntad» les habré dado... Eres mi héroe, Carlyle. Mi héroe.
Esboza una sonrisa torcida.
—Voy a hacerme rico gracias a ti. ¡Rico! —Se carcajea y tantea de nuevo en busca de la mano de Carlyle—. Mi héroe —repite cuando logra encontrar asidero—. Mi héroe.
—¡Oye, borrachuzo, que ya ha llegado el rickshaw! —exclama Lucy, indicándole que vuelva a la cola.
Otto se aleja haciendo eses y con la ayuda de Lucy intenta encaramarse al rickshaw. Los camisas blancas contemplan la escena con gesto glacial. Una mujer, vestida con el uniforme de los oficiales, los vigila desde lo alto de la escalinata, inexpresiva.
Anderson la observa.
—¿Qué crees que estará pensando? —pregunta, señalando a la oficial con un cabeceo—. Todos estos
farang
borrachos arrastrándose por su complejo. ¿Qué es lo que ve?
Carlyle pega una chupada al cigarro y suelta una bocanada de humo con parsimonia.
—El amanecer de una nueva era.
—Regreso al futuro —murmura Anderson.
—¿Cómo dices?
—Nada. —Anderson menea la cabeza—. A Yates le gustaba esa expresión. Vivimos un momento dulce. El mundo se encoge.
Lucy y Otto por fin consiguen montar en el rickshaw. Se ponen en marcha mientras Otto bendice a gritos a todos los honorables camisas blancas que han sido tan generosos con el dinero de la indemnización. Carlyle enarca una ceja en dirección a Anderson, con expresión interrogante. Anderson pega una calada, sopesando las posibles ramificaciones de la pregunta tácita de Carlyle.
—Quiero hablar con Akkarat en persona.
Carlyle suelta un resoplido.
—Los niños lo quieren todo.
—Los niños no juegan a esto.
—¿Crees que puedes camelártelo? ¿Convertirlo en un administrador dócil, como en la India?
Anderson le lanza una mirada glacial.
—Como en Birmania, más bien. —Sonríe ante la expresión consternada de Carlyle—. No te preocupes. Ya no nos dedicamos a destruir países. Solo nos interesa el libre mercado. Seguro que podemos aunar esfuerzos para conseguir al menos ese objetivo en común. En cualquier caso, quiero que se produzca esa reunión.
—Qué precavido. —Carlyle tira la colilla al suelo y la aplasta con el pie—. Te creía más aventurero.
Anderson se ríe.
—No es la aventura lo que me ha traído hasta aquí. Eso se lo dejo a esos borrachos de... —Asombrado, deja la frase flotando en el aire.
Emiko está entre la multitud, con la delegación japonesa. Atisba sus movimientos en medio del enjambre de empresarios y políticos que rodean a Akkarat, conversando y sonriendo.
—Santo cielo. —Carlyle contiene el aliento—. ¿Eso es un neoser? ¿Dentro del complejo?
Anderson intenta decir algo, pero el nudo que le oprime la garganta se lo impide.
No, se ha confundido. No se trata de Emiko. Los movimientos son iguales, pero la chica no. Esta va elegantemente vestida y refulgen destellos de oro alrededor de su cuello. El rostro es ligeramente distinto. Levanta la mano, un movimiento sincopado, para recogerse un sedoso mechón de cabello negro detrás de la oreja. Parecida, pero no idéntica.
El corazón de Anderson reanuda sus latidos.
La chica mecánica sonríe educadamente ante cualquiera que sea la historia que le está contando Akkarat. Se vuelve para presentar a un hombre que Anderson reconoce por las fotos de espionaje, un director general de Mishimoto. Su jefe le dice algo y la chica inclina la cabeza antes de dirigirse aprisa a los rickshaws, exótica y grácil.
Cuánto se parece a Emiko. Tan estilizada, tan comedida. Todo lo que rodea al neoser que tiene delante le recuerda al otro, mucho más desesperado. Traga saliva al recordar a Emiko en su cama, pequeña y sola. Ávida de información sobre las aldeas de los neoseres. «¿Cómo son? ¿Quién vive en ellas? ¿Es verdad que no tienen jefes?» Tan hambrienta de esperanza. Tan distinta de esta rutilante chica mecánica que se pasea ágilmente entre los camisas blancas y los oficiales.
—No creo que le permitieran entrar en el templo —dice por fin Anderson—. Jamás llegarían a ese extremo. Los camisas blancas le habrán pedido que espere fuera.
—Aun así, deben de estar que trinan. —Carlyle ladea la cabeza, observando a la delegación japonesa—. ¿Sabes?, Raleigh también tiene una de esas. La usa para un espectáculo exótico en la trastienda de su local.
Anderson traga saliva.
—¿Sí? No había oído nada.
—Pues sí. Se lo folla todo. Tendrías que verlo. De lo más extravagante. —Carlyle se ríe por lo bajo—. Mira, está llamando la atención. Creo que el protector de la reina bebe los vientos por ella.
El somdet chaopraya está mirando fijamente al neoser, con los ojos bien abiertos, como una vaca golpeada en la cabeza antes de entrar en el matadero.
Anderson frunce el ceño, sorprendido a su pesar.
—No pondría su reputación en juego de esa manera. No por un neoser.
—¿Quién sabe? Su reputación tampoco es que sea precisamente intachable. Es un auténtico pervertido, según tengo entendido. Le iba mejor cuando aún vivía el antiguo monarca. Se comedía más. Pero ahora... —Carlyle deja la frase a medias. Apunta a la chica mecánica con la barbilla—. No me extrañaría que los japoneses terminaran haciéndole un regalo de buena voluntad en el futuro. Nadie le niega nada al somdet chaopraya.
—Más sobornos.
—Siempre. Pero el somdet chaopraya valdría la pena. Todos los rumores apuntan a que ha asumido la mayoría de las funciones dentro del palacio. Ha acumulado poder a manos llenas. Y eso te proporcionaría mucha tranquilidad cuando se produzca el próximo golpe de Estado. —Carlyle observa a los asistentes—. Todo el mundo parece tranquilo, pero la cosa está que arde bajo la superficie. Pracha y Akkarat no pueden seguir así. Llevan dando vueltas el uno alrededor del otro desde el golpe del doce de diciembre. —Hace una pausa—. Si aplicamos la presión adecuada, ayudaremos a decidir quién saldrá victorioso.
—Suena caro.
—Para tu gente no. Un poco de oro y de jade. Un poco de opio. —Baja la voz—. Podría saliros hasta barato, para lo que estáis acostumbrados a pagar.
—Deja de venderme la moto. ¿Voy a entrevistarme con Akkarat o no?
Carlyle le da una palmada en la espalda y se ríe.
—Dios, me encanta hacer negocios con los
farang
. Por lo menos vas directo al grano. No te preocupes. Dalo por hecho. —Dicho esto, se dirige a la delegación japonesa con paso vivo, llamando a Akkarat por señas. Akkarat mira a Anderson con ojos brillantes y calculadores. Anderson saluda con un
wai
. Akkarat, como corresponde a su rango, responde con un cabeceo prácticamente imperceptible.
Frente a la puerta de hierro del Ministerio de Medio Ambiente, cuando Anderson se dispone a llamar a Lao Gu para pedirle que lo lleve de regreso a la fábrica, dos thais aparecen de la nada y le flanquean.
—Por aquí,
khun
.
Agarran a Anderson por los codos y lo conducen calle abajo. Por un momento, Anderson cree que quienes le han aprehendido son camisas blancas, hasta que ve una limusina de diésel de carbón. Se esfuerza por combatir un ataque de paranoia mientras lo guían al interior.
«Si quisieran matarte, podrían elegir mil ocasiones más propicias.»
La puerta se cierra de un portazo. El ministro de Comercio Akkarat está sentado frente a él.
—
Khun
Anderson. —Akkarat sonríe—. Gracias por reunirse conmigo.