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Authors: Paolo Bacigalupi

La chica mecánica (64 page)

BOOK: La chica mecánica
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—¿Es que no puedes limitarte a disfrutar el momento? —Carlyle se ríe—. Volver a ver la luz del sol después de haber tenido una capucha negra en la cabeza no es algo que ocurra todos los días, Anderson. Lo que vamos a hacer es buscar una botella de whisky y una azotea, y sentarnos a admirar cómo amanece sobre el país que acabamos de comprar. Eso, lo primero. El resto de toda esta mierda puede esperar hasta mañana.

La limusina gira por la avenida de Phraram I y su escolta la adelanta, acelerando por la ciudad que se ilumina rápidamente. Toman una desviación y rodean las ruinas de una torre de la Expansión que ha terminado de desmoronarse durante la contienda. Un puñado de personas excavan entre los escombros, pero nadie va armado.

—Se terminó —murmura Anderson—. Así de fácil. —Se siente agotado. Un par de cadáveres de camisas blancas yacen medio subidos en la acera, flácidos como muñecas de trapo. Un buitre da saltitos junto a ellos, aproximándose. Anderson se acaricia las costillas con cuidado, alegrándose de estar vivo—. ¿Se te ocurre dónde podríamos conseguir ese whisky?

46

El anciano chino y la pequeña permanecen en cuclillas a cierta distancia, observándola atentamente mientras engulle el agua. Emiko se sorprendió cuando el hombre permitió que la niña la ayudara a gatear por el filo del balcón. Pero ahora que está a salvo, no deja de apuntarla con una pistola de resortes y Emiko comprende que no es la caridad lo que le motiva.

—¿Es cierto que los mataste?

Emiko levanta el vaso con cuidado y sigue bebiendo. Si no estuviera tan dolorida, casi podría disfrutar del temor que le profesan. Se siente mucho mejor gracias al agua, aun con el brazo derecho exánime e hinchado en su regazo. Deja el vaso en el suelo y se acuna el codo lastimado. El dolor le entrecorta la respiración.

—¿Lo hiciste? —insiste el anciano.

Emiko encoge ligeramente los hombros.

—Fui más rápida que ellos.

Están hablando en mandarín, una lengua que no había vuelto a emplear desde que estaba con Gendo-sama. Inglés, tailandés, francés, chino mandarín, contabilidad, protocolo, catering y hospitalidad... Tantas habilidades que ya no utiliza... Sus recuerdos del idioma tardaron unos minutos en aflorar a la superficie, pero seguían estando allí, como una extremidad atrofiada por la falta de uso que milagrosamente conservara aún las fuerzas. Se pregunta si el brazo roto sanará con la misma facilidad, si su cuerpo le depara más sorpresas todavía.

—Eres el secretario tarjeta amarilla de la fábrica —dice Emiko—. Hock Seng, ¿sí? Anderson-sama me contó que habías huido cuando aparecieron los camisas blancas.

El anciano se encoge de hombros.

—He vuelto.

—¿Por qué?

Hock Seng esboza una sonrisa carente de humor.

—El náufrago se aferra a la tabla que tiene a mano.

Una explosión retumba en la calle. Todos vuelven la mirada en dirección al sonido.

—Creo que está terminando —murmura la pequeña—. Es la primera en más de una hora.

Emiko reflexiona que, con los dos distraídos, probablemente podría matarlos a ambos, incluso con el brazo destrozado. Pero está tan cansada... Cansada de tanta destrucción. Cansada de tanta carnicería. Más allá del balcón, las columnas de humo se elevan hacia el firmamento que clarea. Una ciudad entera reducida a escombros por... ¿por qué? Por culpa de una chica mecánica que no supo recordar cuál era su lugar.

Emiko cierra los ojos para combatir la vergüenza que le produce esa idea. Casi puede ver a Mizumi-sensei frunciendo el ceño con desaprobación. Le sorprende que esa mujer conserve todavía algún poder sobre ella. Puede que nunca consiga librarse de su antigua maestra. Mizumi forma parte de ella, tanto como la deplorable estructura de sus poros.

—¿Queréis cobrar la recompensa que ofrecen por mí? —pregunta—. ¿Beneficiaros de la captura de una asesina?

—Los thais están desesperados por echarte el guante.

Suenan las cerraduras del apartamento. Todos levantan la cabeza cuando Anderson-sama y otro
gaijin
cruzan el umbral, tambaleándose. Los extranjeros tienen la cara cubierta de magulladuras, pero bromean y sonríen. Los dos se quedan paralizados de golpe. Los ojos de Anderson-sama saltan de Emiko al anciano, y de este a la pistola apuntada ahora hacia él.

—¿Hock Seng?

El otro
gaijin
retrocede de espaldas y se coloca detrás de Anderson-sama.

—¿Qué demonios?

—Buena pregunta. —Los ojos azules de Anderson-sama contemplan la escena que tiene delante, calculadores.

La pequeña Mai hace un
wai
automático ante los
gaijin
. Emiko, que reconoce el gesto, está a punto de sonreír. Sabe perfectamente lo que es el impulso incontenible de mostrar respeto.

—¿Qué haces aquí, Hock Seng? —pregunta Anderson-sama.

Hock Seng esboza una sonrisita.

—¿No te alegras por la captura de la asesina del somdet chaopraya?

En vez de responder, Anderson-sama mira primero a Hock Seng, después a Emiko, y de nuevo al tarjeta amarilla.

—¿Cómo has entrado? —pregunta finalmente.

Hock Seng se encoge de hombros.

—Después de todo, fui yo el que buscó este piso para el señor Yates. Le entregué las llaves personalmente.

Anderson-sama sacude la cabeza.

—Era un imbécil, ¿verdad?

Hock Seng inclina la cabeza.

Con un escalofrío, Emiko comprende que esta confrontación solo puede volverse en su contra. De todos los presentes, ella es la única prescindible. Si actúa deprisa, podría arrebatar la pistola de manos del anciano. Como hizo con aquellos guardaespaldas tan lentos. Le dolerá, pero puede conseguirlo. El tarjeta amarilla no es rival para ella.

El otro
gaijin
sale por la puerta sin abrir la boca, pero a Emiko le sorprende ver que Anderson-sama no haya decidido retirarse a su vez. Antes bien, se adentra en el apartamento con las manos levantadas, enseñando las palmas. Una de ellas está cubierta con una venda. Su tono es conciliador.

—¿Qué quieres, Hock Seng?

Hock Seng da un paso atrás, guardando la distancia entre el
gaijin
y él.

—Nada. —Encoge ligeramente los hombros—. Que la asesina del somdet chaopraya reciba el castigo que se merece. Eso es todo.

Anderson-sama se ríe.

—Qué bonito. —Se da la vuelta y se sienta en un diván, muy despacio. Gruñe y hace una mueca al reclinarse. Vuelve a sonreír—. En serio, ¿qué es lo que quieres?

Como si estuvieran compartiendo una broma, otra sonrisa aletea a su vez en los labios de Hock Seng.

—Lo que siempre he querido. Un porvenir.

Anderson-sama asiente, pensativo.

—¿Crees que esta chica te lo puede conseguir? ¿Que te reportará una suculenta recompensa?

—La captura de una asesina real me reportará lo suficiente para reconstruir mi familia, sin duda.

Anderson-sama mira fijamente a Hock Seng con sus fríos ojos azules, en silencio. Desvía la mirada hacia Emiko.

—¿Es cierto que lo mataste?

Una parte de ella quiere mentir. Puede ver en los ojos de Anderson-sama que él también espera esa mentira, pero no es capaz de obligarse a expresarla con palabras.

—Lo siento, Anderson-sama.

—¿Y a los guardaespaldas también?

—Me hicieron daño.

Anderson-sama menea la cabeza.

—Me resistía a creerlo. Estaba seguro de que todo era un montaje de Akkarat. Pero cuando saltaste por el balcón... —Sus inquietantes ojos azules continúan observándola—. ¿Te adiestraron para matar?

—¡No! —Emiko da un respingo, sobrecogida por la sugerencia. Se apresura a explicar—: No lo sé. Me hicieron daño. Estaba enfadada. No sabía... —El impulso de humillar la cabeza ante él, de intentar convencerlo de su lealtad, es abrumador. Combate el instinto, reconociendo en él la necesidad genética de tumbarse panza arriba como un perro.

—Entonces, ¿no eres una asesina profesional? —insiste Anderson-sama—. ¿Un neoser militar?

—No. No soy militar. Por favor. Créeme.

—Pero sigues siendo peligrosa. Le arrancaste la cabeza al somdet chaopraya con las manos desnudas.

Emiko quiere protestar, decir que esa criatura no es ella, que no ha sido ella, pero no encuentra las palabras. Lo único que puede hacer es susurrar:

—No le arranqué la cabeza.

—Podrías matarnos a todos si te lo propusieras, ¿no es cierto? Antes de que nos diéramos cuenta. Antes siquiera de que Hock Seng pudiera levantar la pistola.

Ante estas palabras, Hock Seng se apresura a apuntar de nuevo a Emiko con el arma. Patéticamente despacio.

Emiko sacude la cabeza.

—Eso no es lo que quiero —dice—. Solo quiero marcharme. Ir al norte. Eso es todo.

—Aun así, eres una criatura peligrosa —continúa Andersonsama—. Peligrosa para mí. Para los demás. Si alguien me viera contigo... —Menea la cabeza y arruga el entrecejo—. Vales mucho más muerta que viva.

Emiko se arma de valor, se prepara para soportar el dolor agónico que está dispuesta a infligirse. Primero el chino, después Anderson-sama. La niña puede que no...

—Lo siento, Hock Seng —dice de repente Anderson-sama—. No puedes llevártela.

Emiko mira fijamente al
gaijin
, estupefacta.

El tarjeta amarilla se carcajea.

—¿Cómo piensas impedírmelo?

Anderson-sama sacude la cabeza.

—Los tiempos están cambiando, Hock Seng. Mi gente viene hacia aquí. En masa. La suerte de todos nosotros va a cambiar radicalmente. Ya no se trata tan solo de la fábrica. Estamos hablando de contratos de calorías, de cargueros, de centros de investigación y desarrollo, de negociaciones comerciales... A partir de hoy, nada volverá a ser igual.

—¿Y esta pleamar levantará también mi barco?

Anderson-sama empieza a reírse pero tuerce el gesto, acariciándose las costillas.

—Más que nunca, Hock Seng. Ahora más que nunca necesitamos a personas como tú.

El anciano mira a Anderson-sama y después a Emiko.

—¿Qué pasa con Mai?

Anderson-sama tose.

—Deja de preocuparte por los detalles, Hock Seng. Tendrás una cuenta de gastos prácticamente ilimitada. Contrátala. Cásate con ella. Me da igual. Haz lo que te apetezca. Diablos, estoy seguro de que Carlyle también podría encontrarle un puesto, si no quieres tenerla en tu nómina. —Se echa hacia atrás y levanta la voz en dirección al pasillo—: Sé que sigues ahí, cobarde. Entra.

Suena la voz del
gaijin
Carlyle:

—¿De veras piensas proteger a ese neoser? —Asoma la cabeza, receloso.

Anderson-sama se encoge de hombros.

—Sin ella, ni siquiera hubiéramos tenido una excusa para dar este golpe de Estado. —Esboza una sonrisa torcida en dirección a Emiko—. Eso debe de contar para algo.

Vuelve a mirar a Hock Seng.

—¿Y bien? ¿Qué te parece?

—¿Lo juras? —pregunta el anciano.

—Si falto a mi palabra, siempre puedes denunciarla más adelante. No va a ir a ninguna parte ahora mismo. No cuando todo el mundo está buscando a una asesina mecánica. Si respetamos lo acordado nos beneficiaremos todos. Venga, Hock Seng. La decisión es fácil. Todo el mundo sale ganando, para variar.

Hock Seng titubea, asiente bruscamente con la cabeza y baja el arma. Emiko siente una incontenible oleada de alivio. Anderson sonríe. Vuelve la mirada hacia ella y su expresión se suaviza.

—Van a cambiar muchas cosas. Pero no podemos permitir que te vea nadie. Hay demasiadas personas que no te perdonarán jamás. ¿Entendido?

—Sí. No me verá nadie.

—Bien. Cuando las aguas vuelvan a su cauce, intentaremos sacarte de aquí. Por ahora, te quedarás en el piso. Entablillaremos ese brazo. Pediré que traigan una caja de hielo. ¿Eso te gustaría?

El alivio es abrumador.

—Sí. Gracias. Eres muy amable.

Anderson-sama sonríe.

—¿Dónde está ese whisky, Carlyle? Tenemos que brindar. —Se levanta, haciendo una mueca, y regresa con una bandeja con vasos y una botella.

Mientras lo deja todo encima de la mesita, empieza a toser.

—Condenado Akkarat —masculla, y vuelve a toser, un sonido áspero y profundo.

Se dobla por la mitad de repente. Lo sacude otra tos estentórea, seguida de otra más, una serie de chasquidos húmedos, desgarradores. Anderson-sama alarga una mano para sujetarse, pero en vez de eso desequilibra la mesa, que vuelca.

Emiko ve cómo los vasos y la botella de whisky se deslizan hacia el canto de la mesa, lo rebasan. Caen muy despacio, rutilando a la luz del sol naciente. Son preciosos, piensa. Tan limpios y brillantes.

Se hacen añicos contra el suelo. La tos convulsiva de Anderson-sama continúa. Se desploma de rodillas entre los trozos de cristal. Intenta incorporarse, pero se lo impide otro espasmo. Rueda de costado, hecho un ovillo.

Cuando la tos lo libera por fin, mira a Emiko con los ojos azules hundidos en las cuencas.

—Akkarat me ha dado una buena tunda —jadea.

Hock Seng y Mai han empezado a retroceder. Carlyle se ha tapado la boca con un brazo y espía por encima del doblez del codo con ojos asustados.

—Es igual que en la fábrica —murmura Mai.

Emiko se acuclilla junto al
gaijin
.

El aspecto de Anderson-sama es frágil y diminuto. Tiende las manos hacia ella, torpemente, y Emiko las toma entre las suyas. Tiene los labios perlados de sangre.

47

La rendición oficial tiene lugar al aire libre, en la plaza de armas del Palacio Real. Allí está Akkarat para saludar a Kanya y aceptar su
khrab
de sumisión. Los barcos de AgriGen ya han atracado en los muelles y han empezado a vaciar sus bodegas, repletas de arroz U-Tex y SoyPRO. Las semillas estériles de los monopolios cerealistas, algunas de ellas destinadas a alimentar al pueblo ahora, algunas para que los agricultores tailandeses las utilicen en el próximo ciclo de siembra. Desde su puesto, Kanya puede ver las velas de las corporaciones, cuyos logotipos de trigo rojo ondean por encima del borde del dique.

Se rumoreaba que la Reina Niña presidiría la ceremonia y cimentaría el nuevo mandato de Akkarat, por lo que la multitud de asistentes es mayor de lo esperado. Pero en el último momento se anunció que la regente no iba a asistir, después de todo, de modo que todos los curiosos soportan estoicamente el calor de una estación seca que ya se ha prolongado más de la cuenta, sudando y sofocados mientras Akkarat sube al estrado al compás de los cánticos de los monjes. Como nuevo somdet chaopraya, jura proteger al reino mientras dure este tumultuoso estado de ley marcial; se gira y contempla al ejército, a los civiles y a los restantes camisas blancas a las órdenes de Kanya, todos ellos desplegados ante él.

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