La ciudad de la bruma (14 page)

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Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La ciudad de la bruma
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* * *

Jack
corrió hacia el extremo opuesto de la calle Berner. Estaba enfurecido por la inoportuna aparición de aquel comerciante, que a punto había estado de descubrirle. Si Diemschutz solo hubiera llegado unos minutos antes,
Jack
se habría visto en un aprieto de difícil solución. Por suerte para él, no había sido así. Sin embargo, en vez de sentirse aliviado, lo que experimentaba era frustración: su rabia interior había aumentado hasta el punto de que no podía dominarla; esa noche había salido en busca de sangre y muerte, y el cadáver que acababa de dejar atrás no le había saciado.

No necesitó demasiado tiempo para dar con una nueva víctima.

Catherine Eddowes, una prostituta alcohólica que acababa de pasar unas cuantas horas en custodia en la comisaría de Bishopsgate por alteración del orden público, se cruzó en su camino.
Jack
, controlando momentáneamente su ira y sacando a relucir sus mejores modales, la convenció para que le acompañase al interior de la plaza Mitre y la guió a un rincón sin luz, donde le dio muerte salvajemente, extirpándole uno de los pulmones.

* * *

En la mañana del uno de octubre se recibió una nueva carta en la Agencia Central de Noticias. Fue aceptada como auténtica porque hacía referencia a los dos crímenes de la noche anterior antes de que hubieran sido hechos públicos, así como a la carta recibida el veintisiete de septiembre, que hasta entonces solo había sido leída por los miembros de Scotland Yard que dirigían las investigaciones. Iba de nuevo firmada por
Jack el Destripador.

Era el comienzo de una nueva fase en aquella historia de terribles crímenes; daba la impresión de que el asesino quisiera jugar con la policía.

* * *

—¿Cómo puede actuar con tanta brutalidad sin hacer el más mínimo ruido? —preguntó William, sin esperar realmente que ninguno de sus compañeros pudiera contestarle.

—No es solo el silencio con que el que actúa —añadió Joseph Merrick—, sino la invisibilidad. Nadie parece haberle visto, aparte de sus víctimas.

—Es como si no existiera.

—Exacto. Un tipo que nadie ve, que va y viene cuando y como quiere, apareciendo y desapareciendo a su antojo… como un fantasma. Actúa sin ser visto y sin provocar el menor sonido.

Siguiendo el juego que Joseph había sugerido, los tres amigos se habían reunido para repasar una vez más todo lo que sabían de los crímenes, lo que habían escuchado y lo que había aparecido en la prensa, aunque eran conscientes de que ciertas cosas habrían sido sin duda exageradas al pasar de boca en boca o por el ánimo sensacionalista de los reporteros.

El modus operandi del asesino consistía en todos los casos en el corte mortal de la garganta, aunque en alguno de los ataques parecía haber sido producido después de haber asfixiado a la víctima para inmovilizarla. La violencia iba en aumento, cada vez a más; los cuerpos presentaban más y más mutilaciones…

—Quizás sea un ritual —sugirió Gregory.

—Podría ser.

—Tiene que haber una conexión —dijo Joseph. De los tres, él parecía el más interesado en el enigma—. Fijaos en la distancia entre un asesinato y otro, apenas hay trescientos o cuatrocientos metros.

—Eso únicamente significa que
Jack
conoce la zona a la perfección —dijo William—. Probablemente él mismo viva en alguna de esas calles. Sabe dónde encontrar a sus víctimas, dónde llevarlas y por dónde desaparecer después.

—Sí, tienes razón —corroboró Gregory—. Solamente alguien que vive en el East End lo puede conocer tan bien. Hay ciertos lugares por los que solo la gente que vive allí se atrevería a pasar de noche.

Joseph se había puesto trabajosamente en pie y miraba a través del gran ventanal del salón, aunque la niebla no permitía ver prácticamente nada.

—Tengo la impresión de que hay algo más —dijo, tras una pausa.

—¿A qué te refieres?

—No lo sé. Algo oculto, una intención bajo la superficie. No se trata de simples asesinatos, hay más.

—¿Simples? Por lo que he leído no resulta nada simple matar como él lo está haciendo.

—No quería decir eso. Lo que digo es que no creo que la muerte sea el fin que ese hombre está buscando… No sé si me entendéis. —Sus amigos negaron con la cabeza—. Me parece que está haciendo todo esto por una razón, un motivo que solo él sabe. Y dada su audacia, su habilidad para desaparecer sin dejar rastro, no parece probable que le sorprendan in fraganti; creo que solo le podrá atrapar quien averigüe sus motivos.

—Eso suena a tarea imposible, Joseph —dijo Gregory—. ¿Cómo va a adivinar nadie las razones que llevan a un desconocido a actuar de una u otra manera? Eso solamente es posible cuando se conoce a la persona, y aun en ese caso no siempre es algo sencillo.

—Lo sé. Pero nosotros tenemos que averiguarlo.

—¿Nosotros? ¿Cómo?

Joseph se encogió de hombros. Afuera había comenzado a chispear y gruesas gotas de lluvia impactaban contra el cristal.

—Por lo que a mí respecta —opinó William—, se trata de un demente, y no se me ocurren más que dos posibilidades de que esto termine: o le descubren en el momento de intentar cometer un nuevo asesinato, o él mismo decide terminar. Tal y como se le ocurrió un día comenzar, tal vez se le ocurra también terminar.

—Tiene que haber un motivo, una razón para lo que hace, un por qué.

—¿Eso piensas, Joseph? A mí me parece que estamos hablando de un loco, y para los locos no hacen falta razones.

—No, Gregory, tiene que haber una razón, algo que se nos escapa.

—Tú quieres que haya un motivo para poder comprenderlo todo, piensas que incluso los crímenes más atroces tienen su explicación. Necesitas comprender las cosas para no tener miedo, ¿me equivoco? Yo te digo que no, no hay razones para todo lo que sucede en este mundo.

—Sí las hay, aunque no las conozcamos.

—Las razones de un loco no son comprensibles para un cuerdo, Joseph.

—No, te digo que ese criminal hace lo que hace por algo —insistió Joseph—. ¿Por qué, si no, todas sus víctimas son prostitutas?

—Porque son las víctimas más propicias. Son mujeres fáciles de encontrar por la noche, más aún en la zona en cuestión, no ponen reparos en ir a un callejón oscuro y solitario…

—No estoy del todo de acuerdo, Gregory —terció Joseph—. Además de lo que dices, o más bien a pesar de ello, son mujeres listas y despiertas, la calle es dura y en el East End la violencia es algo habitual. Son mujeres que han pasado por mucho y han sabido valerse por sí mismas. No me parecen a mí las víctimas más propicias, como tú opinas.

—Olvidas que estaban borrachas, lo cual facilita la labor del asesino. Te repito que estás buscando un motivo donde no lo hay, Joseph. No puede haberlo, no existen motivos para algo como esto.

—No para gente normal, lo has dicho tú mismo hace un momento. La razón que ha llevado al asesino a matar a esas mujeres no puede ser una razón suficiente para una persona cuerda, no puede ser una razón lógica para nosotros… pero sí para él. Tiene que estar trastornado de alguna forma, y en su mente sus razones suenan perfectamente lógicas aunque no lo sean realmente.

—Bien, digamos que estás en lo cierto. Pero ¿cómo vamos a encontrar ese motivo, lógico para él e ilógico para nosotros? ¿Cómo, Joseph?

—No lo sé. Solo sé que no mata porque sí.

—Tiene algo contra ellas —dijo de pronto William, haciendo que sus dos amigos se volviesen a mirarle.

—¿Qué quieres decir, que las conocía?

—Puede ser.

—Sí, podría ser.

—O puede que no. Tal vez no las conociera personalmente, pero sí tenía algo contra ellas. No individualmente, sino como lo que representan. Puede que
Jack
odie a las prostitutas.

* * *

El día dieciséis de octubre, George Lusk, presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel, recibió por correo un paquete de cartón en cuyo interior había una pequeña nota y un trozo de lo que parecía ser un pulmón humano. Los análisis realizados confirmaron que podría tratarse del mismo pulmón que había sido arrancado del cuerpo de Catherine Eddowes, la quinta víctima. Por su parte, la nota manuscrita era muy breve y se despedía con un desafío:
Cogedme si podéis.

Habrían de transcurrir tres semanas hasta que
Jack
decidió actuar de nuevo.

* * *

William había decidido registrar de nuevo la casa de arriba abajo, palmo a palmo. Llevaba días pensando en hacerlo pero no encontraba los ánimos suficientes para ponerse a ello. Tenía cierto miedo a encontrar algo que se le hubiese pasado por alto, algo que revelase sin lugar a dudas que la historia que Herbert Dawson y Mrs. Christie le habían contado era verdadera. En realidad ya sabía que lo era, pero se negaba a aceptarlo; intentaba hallar un fallo, una muestra de que de nuevo era víctima de un engaño. Todos sus recuerdos ahora tenían otro cariz, otro color; toda su vida parecía la de otra persona, alguien ajeno a quien William observaba a través de un cristal opaco y sucio.

Se frotó los ojos y pensó que si seguía mirando un minuto más las aguas turbias del Támesis acabaría por quedarse ciego, así que se puso en pie resoplando, determinado a poner toda la casa patas arriba si era necesario. Pero justo en ese momento escuchó un aldabonazo en la puerta.

Al poco Leonard le informaba de la llegada de Gregory.

—Buenas tardes, William.

—Buenas tardes, poeta.

—Estás pálido, ¿te encuentras bien?

—No, si te soy sincero.

—¿Estás enfermo?

—No exactamente.

—Estupendo, porque vengo a llevarte conmigo. Joseph quiere mostrarnos algo.

—¿De qué se trata?

El otro hizo un vago mohín para demostrar que no lo sabía.

—Pasé a verle ayer y me pidió que volviera hoy sin falta, contigo. ¿Vienes?

William dudó un instante. Llevaba varios días sin dormir bien y aquejado de unas décimas de fiebre.

—¿Te ocurre algo? —preguntó Gregory—. ¿Seguro que estás bien?

—Sí —asintió, sin demasiada convicción—. Anda, vamos.

Se enfundó en su capa y salieron ambos a la calle, dirigiéndose hacia el hospital.

Durante el camino hacia Whitechapel, William no podía concentrarse en lo que Gregory le iba diciendo; seguía pensando en el registro que debía realizar y en los secretos que podrían estar aguardándole. Había retrasado el momento de enfrentarse con ello, pero solo por unas pocas horas.

—… es el primer poema completo que escribo en varias semanas —oyó que le decía Gregory—. No es que sea muy bueno, pero algo es algo. Al menos he vuelto a escribir.

—Ah, bien, te felicito.

—Pareces ausente.

William miró a su amigo, ¿tanto se notaba su turbación interior?

—Sí, perdóname —dudó unos segundos antes de añadir—: Últimamente he averiguado algo que… que quizás no hubiera querido saber.

Gregory asintió, esperando que su compañero continuase, pero William no lo hizo. Estaban ya frente a la entrada del Royal London Hospital.

Se internaron por los pasillos hasta llegar al ala este del edificio, y allí, de repente, todo dejó de existir. El mundo exterior se esfumó de la mente de William como por arte de magia, la misma magia que parecía haber llevado allí a Elizabeth.

Fue una sorpresa inmensa para todos. Joseph había decidido presentar a Elizabeth a Gregory y a William sin tener la menor sospecha de quién era ella en realidad. Solo había querido que sus tres amigos se conocieran y había preparado el encuentro sin informar a ninguno de ellos.

—Por fin habéis llegado —dijo al cruzar los dos la puerta de entrada. La muchacha ya estaba allí, había llegado poco después de que anocheciera y bebía a pequeños sorbos su segunda taza de té—. Os quiero presentara…

—¡Elizabeth! —exclamó William. La había reconocido en cuanto sus ojos se habían posado en ella, sentada con la taza humeante cogida con las dos manos.

Ella ni siquiera había tenido tiempo de levantar la mirada cuando oyó a William gritar su nombre.

Justo después de la exclamación sobrevino un silencio momentáneo. Gregory y Joseph miraron primero a William y acto seguido a Elizabeth.

—¿Os conocíais? —preguntó al fin Joseph, extrañado.

Para entonces Elizabeth había reaccionado. Había dejado con manos temblorosas la taza sobre la mesa y se había puesto en pie. Devolvía a William la mirada con la boca abierta, incapaz de articular palabra.

—¿Qué… qué haces aquí? —preguntó el muchacho, inmóvil aún en el umbral.

—Es mi invitada —respondió Joseph—. Por ella os he hecho venir. Quería presentárosla, pero ya veo que no es necesario.

—William —musitó Elizabeth.

—Te acuerdas de mí.

—Por supuesto. —Elizabeth nunca había olvidado a su pequeño compañero de juegos. Su vida estaba plagada de tristezas y soledad, pero los momentos compartidos con William en la Mansión Ravenscroft eran uno de los pocos recuerdos felices que tenía.

—Te he estado buscando, te he buscado por todas partes, ¿verdad, Gregory?—dijo volviéndose a su amigo en busca de apoyo, pero Gregory solo pudo asentir en silencio. También él miraba fijamente a Elizabeth, aunque en su caso no era por su sorprendente presencia allí, sino por su belleza. A pesar del desaliño de sus ropas y de la suciedad de su pelo, Elizabeth era una joven de gran hermosura.

—Disculpadme, amigos míos —intervino Joseph nuevamente—. No esperaba que os conocierais pero, bien, mejor así. Por favor sentaos y hablemos con tranquilidad. Contadme, ¿cómo es que os conocéis?

—Sí, claro, Joseph, perdona mi falta de educación. Elizabeth y yo nos conocimos de niños, pero hace muchos años dejamos de vernos —otra vez se volvió hacia ella—: No puedo creer que estés aquí.

—¿Dices que has estado buscándome?

—Sí.

—Esperad, esperad. Por favor —pidió Joseph, que quería enterarse de lo que ocurría—. ¿Por qué no empezamos por explicar todos cómo hemos llegado hasta esta situación? Me gustaría comprender cómo dos personas tan dispares como vosotros pueden haberse conocido.

Elizabeth se acercó a Joseph y cogió su mano izquierda.

—Tienes razón.

—Sí —añadió William—. Yo tampoco entiendo cómo puedes estar tú aquí. De todos los lugares donde podría haber creído que daría contigo, jamás se me habría ocurrido pensar que estarías aquí.

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