La ciudad de la bruma (13 page)

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Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La ciudad de la bruma
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—¿Lo hizo?

—Los almacenes cerraron antes de las siguientes navidades.

—Continúe, Mrs. Christie.

Sir Ernest dejó de frecuentar a sus amistades, a las pocas que había tenido hasta entonces. Se volvió un hombre arisco y sombrío, continuamente encerrado en su despacho mientras permanecía en la casa. La única persona con quien de tanto en tanto conversaba era Leonard; Mrs. Christie, en una ocasión, les oyó hablar sobre la posibilidad de buscar una nueva esposa. En realidad era más bien un soliloquio de sir Ernest; el viejo mayordomo se limitaba a intercalar una afirmación o una negación para subrayar la propia opinión de su señor. Por lo que la cocinera escuchó, sir Ernest no quería saber nada más con respecto a mujeres, Ellen Robson le había humillado y parecía incapaz de reponerse. No obstante, deseaba tener un heredero.

Algún tiempo después apareció Margaret Connelly. Sir Ernest les comunicó a Leonard y a Mrs. Christie que pasaría a trabajar junto a ellos encargándose de la limpieza de la casa.

Margaret se había presentado en las oficinas de la Ravenscroft Limited pidiendo un trabajo, sir Ernest quedó prendado de su belleza y le ofreció de inmediato un empleo en su hogar. A Margaret le urgía el dinero y tampoco le vendría nada mal un nuevo lugar de residencia, sobre todo si ese lugar era la Mansión Ravenscroft, un cambio radical con respecto al diminuto cuarto que había ocupado en la casa de sus tíos, donde se había instalado desde su llegada de Irlanda. El problema para ella radicaba en que tenía una hija de poco más de un año y sir Ernest se opuso a que la llevara con ella, pues decía que le impediría cumplir con sus funciones. Sus tíos aceptaron hacerse cargo de la pequeña Elizabeth, a cambio de que Margaret les pasase el dinero suficiente para su manutención; además podría verla en sus tardes libres, dos a la semana. No tuvo más remedio que coger el trabajo, pues no sabía cuánto podría tardar en encontrar otro y era consciente de que la paciencia de sus tíos se acercaba a su fin.

Mientras escuchaba la historia que Mrs. Christie le contaba, William pensó en lo duros que sin duda habrían sido aquellos tiempos para la señora Connelly, separada de su hija para poder ganar el dinero suficiente para alimentarla y vestirla.

Lo demás vino por sí mismo. Mrs. Christie afirmó desconocer los detalles, ella prácticamente no salía de la cocina y solo si Leonard o Margaret le comentaban algo sabía lo que ocurría arriba, de qué humor se hallaba sir Ernest o si había visita. Margaret se quedó embarazada y el padre de la criatura era sir Ernest, eso fue todo lo que ella supo y todo lo que quiso saber.

William paseó nerviosamente por la habitación, mientras la cocinera permanecía sentada con las manos entrelazadas sobre su regazo y la mirada concentrada en las puntas de su delantal.

—¿Pero por qué ocultarlo? —preguntó tras una pausa William—. ¿Cuál era el problema? ¿Por qué inventar una historia sobre una madre fallecida al dar a luz a su hijo?

Antes de ofrecerle la respuesta, Mrs. Christie pasó la mano por las arrugas de su delantal, como si su propósito fuera simplemente acariciarlas.

—Les distanciaba un abismo… ¿Hace falta que se lo diga, Mr. Ravenscroft? A pesar de lo ocurrido entre ellos, seguían siendo dos personas completamente distintas, cada uno representaba un extremo opuesto de la sociedad, él era un rico empresario, inglés, y ella una pobre empleada de hogar, irlandesa, de orígenes campesinos. Hay barreras que son infranqueables, Mr. Ravenscroft.

—Pero se querían…

Una mueca indescifrable apareció en los labios de la mujer.

—No podría asegurar ese detalle.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Bueno, yo nunca presencié un gesto de cariño de sir Ernest hacia Margaret, ni cuando se dirigía a ella parecía haber más que la relación laboral entre ambos.

—Pero usted no solía salir de la cocina. Tal vez, cuando usted no les veía…

Mrs. Christie levantó ahora la mirada, momentáneamente, y William entendió que sabía perfectamente lo que estaba diciendo.

—¿Entonces?

La mujer permaneció impasible, temerosa de poner en palabras lo que para ella resultaba ya suficientemente obvio.

William sintió un estremecimiento y una arcada de asco. El imperio Ravenscroft necesitaba un heredero. ¡Eso había sido todo! Su padre quería un hijo y había utilizado a la señora Connelly para conseguirlo. La única razón de que él estuviese ahora allí era que la Ravenscroft Limited tenía que continuar en manos de un Ravenscroft.
¡Maldito seas, padre
!, repitió una vez más, entre dientes.

Mrs. Christie reanudó su relato, deseando acabar cuanto antes y poder regresar a sus quehaceres.

Quedó acordado que Margaret cuidaría al recién nacido a cambio de no decirle nunca la verdad. De haberlo hecho, sir Ernest les habría separado, y ella se habría visto en la calle y en la más absoluta miseria.

Cada vez la figura de su padre adquiría mayores dimensiones de maldad.

Posteriormente todo se complicó: el tío de Margaret falleció y su esposa decidió regresar a su tierra natal, con lo cual reaparecía el problema de Elizabeth. Aunque a sir Ernest no debió hacerle ninguna gracia, no pudo negarse a que en un primer momento la niña se mudase a la Mansión.

—¿Elizabeth sabía que ella y yo éramos hermanos de madre?

—No, se lo ocultaron como habían hecho con usted.

Sir Ernest buscó una solución y decidió enviar a la niña a un internado.

—¿La señora Connelly estuvo de acuerdo? —William no podía hacerse a la idea de cambiar la expresión «señora Connelly» por «mi madre».

Mrs. Christie se encogió de hombros y puso cara de circunstancias. William comprendió que poco habría importado si Margaret estaba de acuerdo o no; sir Ernest no quería que aquella cría viviese bajo su techo y se deshizo de ella. Si su madre hubiese intentado impedirlo, ella también habría sido expulsada y habría perdido al hijo recién nacido.

—¿Cómo pudo ser tan cruel?

De nuevo la cocinera contestó con un silencio grandilocuente.

—La señora Connelly podría haber acabado con la farsa tras la muerte de mi padre. Y no lo hizo, ¿por qué?

La pregunta no iba directamente dirigida a Mrs. Christie. William habría deseado que fuera posible que desde algún lugar le respondiese la voz dulce y cariñosa de Margaret Connelly.

—Creo que ella misma tenía miedo de la reacción que usted pudiera tener —dijo la mujer—. Había pasado mucho tiempo y… Las mentiras parecen convertirse en verdad con el tiempo. Además, ella seguía siendo la campesina irlandesa sin educación que siempre fue, mientras que usted era un Ravenscroft. Supongo que Margaret tuvo miedo.

—Miedo de que yo no le creyese —apuntó el propio William.

—Quizás, más tarde, hubiese acabado por confesárselo.

—Pero murió antes de que llegara ese momento. En resumidas cuentas, mi padre arruinó la vida de mi madre y de mi hermana.

Mrs. Christie se puso en pie, indecisa.

—No hay nada más que yo pueda contarle, Mr. Ravenscroft.

—Sí, puede irse, Mrs. Christie.

—Con su permiso.

William se quedó a solas en su alcoba y dio varias vueltas por la estancia, tratando de poner en claro sus pensamientos. Finalmente se dejó caer boca arriba sobre el lecho. Había algo que continuaba sin ser explicado: si el deseo de sir Ernest había sido conseguir un heredero, ¿a qué se debía que una vez lo tenía no le hubiese dedicado la más mínima muestra de cariño, jamás (por mucho que William se esforzase en recordar) había empleado un segundo de su tiempo para estar junto a él, y le había relegado a una parte de la casa a la que él nunca se acercaba?

* * *

Elizabeth comenzó a visitar a Joseph Merrick con mucha frecuencia, prácticamente a diario. Además del placer que suponía la conversación con Joseph, entrar en el ala este del hospital era dejar atrás la mugre de Whitechapel. Recientemente había conseguido un miserable empleo limpiando una pensión de la calle Winthrop y como pago, aparte de unos peniques, tenía derecho a dormir en un pequeño cuchitril de la planta baja.

Por primera vez en mucho tiempo tenía un amigo, alguien que no le pedía nada a cambio de su amistad. Annie Chapman había sido también algo semejante a una amiga, pese a la diferencia de edad entre ellas, pero su fuerte carácter y sus constantes borracheras habían provocado más de un problema en su relación.

Por su parte, Joseph estaba encantado con Elizabeth. Aparte de las enfermeras, su contacto con personas del sexo femenino era nulo. Desde la muerte de su madre, cuando él tenía solamente once años, ninguna otra mujer se había mostrado amable y cariñosa con él. Veía que Elizabeth lo hacía con sinceridad, no era parte de su trabajo, como en el caso de las enfermeras (quienes tal vez, de no ser por el doctor Treves, no se habrían comportado de igual forma), ni tampoco buscaba en él nada más allá de la amistad, porque no había nada más que Joseph pudiera ofrecer. Ella necesitaba un amigo, alguien con quien hablar o simplemente con quien estar (en alguna que otra ocasión permanecían en silencio, haciéndose muda compañía), y él en cuestión de amistades verdaderas no andaba sobrado. En más de una ocasión Elizabeth y William estuvieron a punto de tropezar el uno con el otro cuando ella salía de los aposentos de Joseph y él entraba junto a Gregory. La mala suerte, o el destino caprichoso, quisieron que su reencuentro se retrasase.

* * *

Joseph Merrick preguntó al doctor Treves si podría conseguirle los periódicos de los días posteriores a los asesinatos, así como un buen mapa de la ciudad. Ante la mirada perpleja del galeno, se apresuró a explicar que se trataba simplemente de un entretenimiento.

—Siento curiosidad, doctor —dijo—. Y he pensado que a Scotland Yard no le vendría mal alguna ayuda; no parece que cuenten con muchas pistas.

Frederick Treves se encogió de hombros, habituado como estaba a los curiosos pasatiempos de Joseph, como aquella maqueta de iglesia en la que llevaba meses trabajando.

Cuando lo tuvo todo a su disposición, Joseph desplegó el mapa sobre la mesa y se sumergió en la lectura de las diversas crónicas periodísticas. Uno tras otro, fue marcando los lugares donde se habían producido los crímenes…

Espectros

Decenas de cartas supuestamente escritas de puño y letra por el asesino de prostitutas comenzaron a ser recibidas por la jefatura de policía de Scotland Yard y también por la prensa. Gran parte de ellas fueron rápidamente desacreditadas como falsas, bromas de muy mal gusto, pero unas pocas fueron consideradas como auténticas. Entre estas últimas hubo algunas que llamaron especialmente la atención de los encargados del caso: el día veintisiete de septiembre se recibió en la Agencia Central de Noticias la primera carta firmada por
Jack el Destripador
, y en ella se vertía la amenaza de que volvería a actuar muy pronto.

En un primer momento la policía decidió no difundirla, pero los sucesos ocurridos tres días después les hicieron cambiar de opinión y publicarla en la prensa, en un intento de que alguien pudiera reconocer la letra del asesino.

El pánico se había extendido por los barrios del East End. El criminal no tenía rostro, por lo que el temor a que apareciese en cualquier momento, por cualquier esquina, hizo que la gente mirase con aprensión a sus espaldas a cada pocos pasos. Podía surgir de las sombras, atacar y desaparecer de nuevo en ellas. Nadie se sentía a salvo. Podía ser cualquiera, y la policía parecía incapaz de resolver el misterio y atraparle.

Las tensiones que ya existían por la llegada masiva de inmigrantes y el rechazo que muchos sentían hacia los judíos aumentaron en aquellos días. El sentimiento antisemita creció considerablemente, hasta el punto de que muchos estaban convencidos de que el asesino era sin lugar a dudas un judío.

En el resto de Londres, los crímenes eran vistos de una manera diferente. El hecho de que todos los asesinatos hubiesen sido cometidos en la zona del East End hacía que la población de los demás barrios mantuviese cierta tranquilidad, ya que en cierto modo parecía algo ajeno, como si, fuera quien fuera, el asesino no fuese a atreverse nunca a cruzar las fronteras invisibles que separaban el East End del resto de la ciudad.

La preocupación principal era que los crímenes provocasen una revuelta social, que el casi millón de habitantes que malvivía en la zona próxima a Whitechapel clamase justicia con una misma voz. Mientras en el East End todas las conversaciones giraban sobre la secreta identidad del Destripador, en el West End el debate se dirigió hacia la necesidad de realizar reformas en la sociedad. Algunos miembros de la clase alta tenían miedo de que la excesiva diferencia entre los ricos y los pobres pudiese hacer surgir más asesinos entre la clase humilde.

Todo el mundo deseaba que aquello terminase de una vez. Pero lo peor estaba todavía por llegar.

* * *

La noche del sábado veintinueve al domingo treinta de septiembre, cerca de la una de la madrugada, Louis Diemschutz, un comerciante de joyería, se dispuso a entrar con su carreta en un patio adyacente a la calle Berner. Al atravesar los dos portones de madera que daban acceso al patio, su caballo relinchó y se detuvo, negándose a avanzar pese a las órdenes de su dueño.

La tarde anterior había estado lloviendo y el suelo estaba lleno de charcos.

Diemschutz bajó de la carreta y miró al interior, pero la oscuridad era absoluta y resultaba imposible ver nada. Caminó hasta situarse frente al animal, que continuaba nervioso, y con su látigo tanteó la negrura, imaginando que habría algo allí que impedía al caballo moverse, tal vez unas cajas o cualquier otro obstáculo. Lo que encontró fue un cuerpo caído en el suelo.

Le propinó dos sacudidas con la punta de su bota, urgiéndole a despertar:

—Vamos, borrachín, levanta y sal de aquí.

El cuerpo no se movió, así que el comerciante fue a buscar ayuda en el cercano Club Internacional de los Obreros, un viejo edificio con aspecto de granero donde los fines de semana se reunía un gran número de inmigrantes del este de Europa para asistir a representaciones de obras teatrales de dramaturgos revolucionarios. Cuando entraba en el Club oyó a su caballo relinchar de nuevo, pero al mirar instintivamente hacia atrás, no vio nada. Las voces alegres que canturreaban a coro una melodía rusa le impidieron oír el ruido de las pisadas apresuradas alejándose por las sombras de la calle Berner. Un par de minutos después, volvió a salir afuera acompañado por otros dos hombres y, al mover entre los tres el cuerpo tirado en el suelo, se dieron cuenta de que aquella persona estaba muerta. Se trataba de Elizabeth Stride, una mujer de cuarenta y cinco años.

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