Read La ciudad de la bruma Online
Authors: Daniel Hernández Chambers
Tags: #Infantil y juvenil, Intriga
—¿Estás bien, William? —la pregunta de Elizabeth le sacó de su ensimismamiento. Se había asomado al precipicio y oteaba las tinieblas. Le pareció estar contemplando el límite del mundo.
—Sí, ¿y tú?
Ella asintió y apretó su mano.
—Hay que salir de aquí y llevar a Gregory al hospital con urgencia —dijo Joseph a su espalda.
William cargó con su amigo malherido y Joseph y Elizabeth se encargaron de buscar una salida. Gregory gemía por el dolor, pero aún tuvo fuerzas para preguntarle a su porteador:
—¿Crees que puede haber sobrevivido a la caída?
—Quizás no lo haya matado la caída, pero él mismo dijo que la única salida del colector era submarina. Además, el agua está helada.
—Ojalá el río se lo trague, como se traga todos los desechos de esta ciudad. Dicen que el Támesis jamás devuelve los cuerpos de los que se ahogan en él.
—¡Aquí, mirad! —les interrumpió Elizabeth, señalando unos oxidados peldaños de hierro que subían anclados a la pared. Desde lo alto caía un constante goteo de agua.
William dejó a Gregory en manos de su hermana y subió a toda prisa. Todavía podía ser que la alcantarilla estuviese bloqueada, pero por fortuna terminó por ceder a su presión y consiguió levantarla y moverla a un lado, dejando a la vista una circunferencia de aire libre. Arriba en la calle le recibió otro tipo de oscuridad, esta blanquecina y cegadora. La lluvia de antes había cesado y la bruma había vuelto, solidificándose.
* * *
Jack el Destripador no volvió a aparecer en las calles del East End, siendo el de Mary Jane Kelly su último crimen. Tampoco nadie volvió a saber jamás de Jeremiah Winston. Poco a poco, con el transcurso de los meses y la ausencia de nuevos crímenes, se empezó a tomar conciencia de que la horrible cadena de asesinatos había tocado a su fin, y el apodo del asesino pasó a ser un recuerdo imborrable, el nombre de un fantasma agazapado en las sombras, una silueta en la bruma. Su sola mención sigue aún hoy haciendo aflorar el miedo en la memoria colectiva de Inglaterra.
Unos días más tarde, William Ravenscroft descendió una última vez a las profundidades de la Mansión Ravenscroft. Leonard le acababa de informar de que el estado de su padre había empeorado.
Sir Ernest apenas ladeó la cabeza como muestra de bienvenida. Bajo las mantas, su cuerpo parecía haber menguado.
—Tenía la impresión de que no te ibas a dignar a venir aquí otra vez —murmuró con su voz rasgada y frágil.
—Solo he venido por un motivo, padre. Quiero que veas unos papeles.
Sir Ernest le miró a través de sus pupilas agotadas y casi ciegas. Se revolvió en el lecho con creciente inquietud.
—¿Qué papeles son esos?
—Los de la venta de todas tus empresas. Me he reunido con los directivos de la Auster & McNab Co. y han aceptado encantados mi oferta.
Su padre hizo un esfuerzo por levantarse, pero fue en vano; sus brazos solo pudieron sostenerle unos segundos antes de vencerse otra vez hacia atrás.
—¿Qué pretendes…?
—No tengo la más mínima intención de heredar tu imperio. Quiero deshacerme de todo, incluida esta casa. Tú me creaste solo para que tus negocios no terminasen contigo, y me privaste de recibir el amor de mi verdadera madre. La mejor forma de devolverte todo lo que me has hecho es poniendo fin a tu imperio. No quedará nada de ti en esta ciudad cuando hayas muerto.
—¡No puedes hacer eso!
—Sí, por supuesto que puedo. En realidad ya lo he hecho, aquí tienes la prueba —arrojó los papeles sobre la cama, al alcance de la mano de sir Ernest, quien los recogió angustiado.
—Dawson no habrá firmado esto.
—No ha sido necesaria su firma. Te olvidas de que no es más que un empleado.
Sir Ernest leyó velozmente los folios y al acabar los arrugó en su mano crispada.
—Nunca has sido el hijo que quise tener.
—Tampoco has sido tú el padre que quise tener yo —repuso, con una firmeza que a él mismo le sorprendió.
—¡Condenado estúpido! No tienes derecho… Has destruido todo por lo que he luchado en mi vida.
—Te equivocaste de lucha, padre. ¿Todavía no te has dado cuenta del daño que causaste a toda la gente que te rodeaba?
William no le dio opción a responder. Salió de la habitación y regresó a la superficie.
Afuera la luz que conseguía atravesar la espesa capa de nubes que cubría la ciudad proyectaba una extraña tonalidad ocre sobre las calles. A su espalda, la Mansión Ravenscroft ya ni siquiera tenía la apariencia de la gran casa señorial que siempre había sido, sino que parecía una estructura fantasmagórica anclada en el borde mismo del Támesis. William se detuvo momentáneamente a observarla, apesadumbrado: aquel edificio no volvería jamás a ser su hogar, se desharía de ella cuando todo hubiese acabado.
La dirección a la que se dirigía era la de un edificio antiguo que aparentaba estar a punto de venirse abajo. Estaba situado en el fondo de un callejón que brotaba de la calle Dorset, la misma donde se había cometido el último asesinato, y terminaba en una tapia.
William golpeó la puerta con el puño y tras unos instantes esta se abrió levemente; en el hueco apareció el rostro de un niño de cuatro o cinco años que le registró con sus ojos abiertos de par en par, entre asustado y curioso.
—Hola, jovencito. Estoy buscando a Ellen; me han dicho que vive aquí.
El crío abrió del todo y se hizo a un lado, franqueándole el paso a un interior en penumbra, un espacio diminuto que era a la vez comedor, sala de estar y dormitorio; solo había en una de las paredes un hueco (no había puerta) que comunicaba con lo que debía ser la cocina. Después de registrar rápidamente con la mirada toda la estancia, los ojos de William se fijaron en el rincón más alejado de la entrada, donde había un camastro sobre el que yacía un cuerpo inmóvil.
Se acercó un poco más, como imantado.
—Ellen ha salido —dijo la voz de un hombre con un hilo de voz—. ¿Quién es usted?
—Me llamo William Ravenscroft.
—¿Ravenscroft? —el hombre ladeó la cabeza sobre la almohada para mirar hacia su pequeño hijo y decirle—: Ralph, abre la puerta, el señor se va.
El niño obedeció, pero al abrir la puerta dio un respingo. Su madre acababa de llegar, cargando con un paquete del mercado.
El hombre fue a decir algo, pero no tuvo tiempo de hacerlo.
Ellen siempre salía antes de la caída de la noche y se dirigía a la ribera del Támesis. Más de una vez sus pasos le habían llevado a las cercanías de la Mansión Ravenscroft y se había imaginado a sí misma allí, viviendo otra vida… Tal vez, de haber aceptado aquel trato en el que su padre había puesto tanto empeño, ahora conocería a la perfección cada pequeño rincón de la mansión, conocería a la perfección cada pequeño detalle de la vida de sir Ernest Ravenscroft, sabría sus costumbres, de qué lado le gustaba dormir en la cama, qué sonido tenía su respiración, sabría reconocer su estado de ánimo con solo verle aparecer, sabría cuál era su color favorito, su infusión preferida, la hora a la que se levantaba. Tal vez, de haber aceptado aquel sucio acuerdo que su padre había firmado, habría logrado sobrellevarlo con el tiempo e incluso habría conseguido ser feliz. No tan feliz como había llegado a serlo durante varios años junto a James, el muchacho con el que se había fugado y con el que había tenido un hijo, pero mucho menos infeliz de lo que era ahora, desde que él había enfermado y ella se había visto obligada poco después a prostituirse para sobrevivir y sacar al crío adelante. Porque eran las costumbres y los gustos de James los que conocía a la perfección, conocía el sonido de su respiración, su infusión y su color favoritos, la hora a la que se levantaba… cuando podía hacerlo. Hacía años que James era incapaz de levantarse por sí mismo, ni sus piernas ni sus brazos le respondían; hacía años que la felicidad se había convertido en un extraño recuerdo, en algo que solo otros podían disfrutar. Hacía años que lamentaba haber tomado aquella decisión. Odiaba lo que tenía que hacer para poder pagar el alquiler de aquel agujero en el que vivían y comprar algo de comida a su regreso.
Repitió la pregunta que James había realizado unos segundos antes:
—¿Quién es usted?
A William le costó reaccionar. Su voz se ahogó al brotar de su garganta:
—Por un tiempo me hicieron creer que era su hijo, señora.
Ellen le estudió detenidamente, tratando de distinguir en su cara los rasgos de sir Ernest.
—Tienes poco de él. Eres demasiado guapo.
—Mi madre era muy guapa.
—¿A qué has venido?
William sacó de un bolsillo del abrigo un sobre y lo dejó sobre la mesa.
—Sé que usted fue a pedirle ayuda y él se la negó.
La mujer se acercó y recogió el sobre, inspeccionando de una ojeada su interior. Antes de volver a levantar la vista, sus ojos se habían humedecido.
El niño miraba a su madre y al desconocido alternativamente, intercalando también alguna que otra mirada a su padre en el camastro. Al final se decidió y se aproximó para ver el contenido del sobre.
—Es mucho dinero —dijo Ellen.
—He vendido las empresas Ravenscroft. Todo lo que creó mi padre ya no existe.
—Estás borrando su rastro. ¿Por qué me das esto a mí?
William se encogió de hombros.
—Pensé que el dinero de mi padre podría hacer algo bueno por una vez.
—Hubo una vez, hace tiempo, que mi orgullo se habría negado a aceptar tu regalo.
—Por favor, no lo rechace.
—No, no voy a hacerlo. Mi orgullo ya no da para tanto.
Al escucharla, el diminuto rostro de su hijo Ralph se iluminó.
Sin decir nada más, William se alejó de allí, mientras la luz todavía trémula de la mañana le mostraba a su paso una ciudad siniestra.
FIN
notes
Canario de nacimiento y alicantino de adopción, tiene también profundas raíces británicas. Una buena mezcla.
Hace ya varios años se licenció en Filología Inglesa por la Universidad de Alicante, principalmente porque quería estudiar algo que tuviese relación con la literatura. Luego pensó que estudiarla no es la mejor manera de disfrutar la literatura. Ya desde mucho antes dedicó todo el tiempo que pudo a escribir historias que surgían en su cabeza y que casi siempre iban a parar al fondo de un cajón. Algunas llegaron a ver la luz con el tiempo y otras muchas están todavía por hacerlo. Mientras tanto, no tuvo más remedio que compaginar esa pasión por la escritura con sucesivos empleos: transcriptor de Braille, mozo de limpieza en un hotel frente a Hyde Park, ayudante de conserje en el Hotel Berners, supervisor de vuelo en el aeropuerto de Alicante, traductor…
Ha sido finalista del Premio Internacional Gran Angular de Narrativa Juvenil. En 2004 lo fue con la obra La Ciudad Gris, que fue publicada por Ediciones SM, y en 2007 repitió posición en el mismo concurso con la obra El enigma Rosenthal, publicada posteriormente por Algar Editorial. También ha resultado finalista del I Premio Altea de las Artes y del I Certamen de Novela Corta “Villa de Colmenar Viejo”.