La conjura de Córdoba

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Authors: Juan Kresdez

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La conjura de Córdoba
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Refinamiento, crímenes e intrigas en el Islam de la Edad Media. Córdoba, año 976. Época de máximo esplendor del mundo omeya. La ambición de poder del jefe de la guardia personal del califa desencadena una serie de intrigas en el Califato. Comienza el ocaso del Islam en Al-Andalus. La ambición del jefe de la guardia personal del califa y del de los servicios de espionaje califales les lleva a traicionar a Al-Hakam II para entronizar a Al-Mugira, hijo menor de Abderramán III. La noche del 1 de octubre del 976, en una reunión secreta en el palacio del gran visir al-Mushafi se prepara el crimen que supondrá la decadencia del Islam en Al-Andalus. La colorida trama de La Conjura de Córdoba nos transporta a la ciudad más cosmopolita del esplendoroso mundo omeya, la etapa más brillante de la cultura islámica en Occidente y precursora de la cultura europea posterior. Un retrato fiel de la cultura, la vida cotidiana y las intrigas de la corte de Medina Al Zahara y el Alcázar cordobés en el momento clave donde el Islam suní pierde a su mayor valedor, el califa Al Hakam II.

Juan Kresdez

La conjura de Córdoba

ePUB v1.0

ddhinaa
02.05.2012

La conjura de Córdoba

2007, Juan Kresdez

Edición de la cubierta: Rodil&Herraiz

A Jesús Mariano Valle

Plano esquemático de Córdoba del siglo X.

EL PALACIO DE MÁRMOL, DAR AL-RUJAM

El médico entró en el dormitorio del Califa como cada mañana en los últimos meses. La enfermedad de Al-Hakam II le tenía desorientado. Los síntomas eran inequívocos de apoplejía, una repetición de la enfermedad sufrida el año anterior, sin embargo, manifestaciones que no acertaba a identificar le hacían dudar del diagnóstico.

El Califa recostado sobre almohadones somnoliento, extraviado, comía cuando le daban, bebía cuando le acercaban un vaso y parecía no reconocer a nadie. Se hacía las necesidades encima y solamente el olor nauseabundo avisaba a los esclavos de la obligación de limpiarle y cambiarle de ropa. Ni mejoraba ni moría.

Esa mañana Al-Adadi, después de suministrar al enfermo el preparado habitual, preguntó a los hombres que cuidaban del Califa desde los primeros momentos de la aparición de la enfermedad, Faiq Al-Nizami, el gran jefe de la Casa de Correos,
Sahib Al-Burud
, y a Yawdar, halconero real y jefe de la guardia personal del Califa, los «mudos», si habían observado alguna reacción, aunque para ellos no revistiera importancia. Algún detalle aislado, cualquier señal que pudiera ayudarle en el esfuerzo para mejorar el estado del Califa. Ambos contestaron que no habían apreciado nada nuevo. Seguía igual. Ni el menor parpadeo cuando le hablaban.

Desde el amanecer hasta la puesta del sol se encontraba en aquel estado, y por la noche creían que dormía con tranquilidad. Cerraba los párpados y mantenía la respiración pausada.

—Cuanto observo tiene las características de la apoplejía, pero este insólito estado de coma me desconcierta.

Los dos eunucos se miraron y se encogieron de hombros con un gesto que venía a decir: «Qué sabemos nosotros, el médico eres tú».

Al-Adadi abandonó el dormitorio pensativo, arrepentido del comentario y con la incertidumbre de la ignorancia royéndole por dentro. Faiq Al-Nizami mandó a los esclavos retirarse. Después se apoyó en el brazo de Yawdar y ambos se alejaron del lecho del enfermo.

—¿Crees que Al-Adadi sospecha algo? —dijo Faiq Al-Nizami con un susurro.

—Imposible —contestó Yawdar.

—¿Cuánto tiempo aguantará Al-Hakam II en esas condiciones?

—Deberías habérselo preguntado al médico. Sé tanto como tú —contestó Yawdar.

Hablaban en voz muy baja, como si el Califa pudiera oírles desde la cama.

—¿Sigues administrándole el brebaje prescrito?

—Cada dos horas, como desde el principio. Lo interrumpiré cuando digas.

Yawdar estaba cansado de actuar de enfermero, encerrado en el Palacio de Mármol desde la recaída de Al-Hakam II.

—Aguanta un poco más. Los correos enviados a Medina Selim, Zaragoza, Málaga, Almería y Sevilla no han regresado. Necesitamos la confirmación de las posiciones de esos gobernadores antes de aventurarnos a tomar una decisión irreversible.

El rostro de Faiq Al-Nizami, gordezuelo y sonrosado, no demostraba emoción alguna.

—Temo que se nos vaya de las manos. Intuyo que puede morir en cualquier instante. Se debilita de un día para otro.

—Confiemos en su fortaleza. Otro, en su lugar, hubiera abandonado este mundo mucho antes.

Faiq Al-Nizami, acostumbrado a cierta fatalidad, mantenía el ánimo reposado. El tiempo le había favorecido a lo largo de la vida como fiel aliado y estaba seguro de seguir disfrutando de esa prerrogativa.

—¿Qué haremos si expira sin que hayamos recibido comunicación de las provincias?

—Seguiremos con el proyecto. Proclamaremos califa a Al-Mugira. Lo acatarán como un mal menor. Recuerda los comentarios desaprobatorios cuando Al-Hakam II exigió la jura de Hisham como sucesor. Ninguno de los gobernadores aceptará de buen grado a un menor de edad como Príncipe de los Creyentes. Lo mismo piensan los altos funcionarios de la corte y los generales del ejército. He escuchado infinidad de opiniones semejantes a las nuestras. Jurar a Hisham como califa supondrá la regencia de Al-Mushafi, inevitable a todas luces. El Hachib se ha granjeado el odio de la mayoría con su despotismo. Otra posibilidad sería que el gobierno cayese en manos de la Princesa Madre y su amante a la sombra del niño. Cualquiera de ellos cuenta con el desacuerdo y la reprobación de un alto porcentaje de los cordobeses.

Faiq Al-Nizami llevaba meses entregado a la misteriosa labor de sondear a unos y otros. Desde su puesto de jefe de la Casa de Correos, responsable absoluto del espionaje en el califato, tanto exterior como interior, conocía las debilidades y opiniones de todos y cada uno de los hombres con cierto relieve dentro de la administración, el ejército y la sociedad aristocrática cordobesa. Apostaba por el designio que habían madurado, protegidos por la confianza y bondad del Califa.

—Puede surgir la sospecha de envenenamiento.

—También he captado la observación irreflexiva de Al-Adadi. Hoy mismo abandonará Córdoba, si quiere conservar la vida. Después del absurdo comentario he visto el miedo en sus ojos y he olido el pánico en su transpiración. Solo falta empujarle, ofrecerle una salida.

Faiq Al-Nizami, con la dulzura y la paciencia de un padre, satisfacía cualquier preocupación de Yawdar, quien con admirable sacrificio permanecía enclaustrado dentro de los muros del palacio cuidando al Califa sin otro contacto humano con el exterior que los sirvientes esclavos y los capitanes de la guardia personal del Califa, «los mudos», a quienes impartía órdenes cada mañana. Amparados en una prescripción de los médicos de la corte, los dos altos funcionarios eunucos y hombres de confianza de Al-Hakam II habían creado un cerco inexpugnable en torno a la persona de su Señor. Nadie tenía acceso al palacio. El Gran Visir, el hachib Al-Mushafi, se había declarado impotente y se resignaba con acercarse cada mañana y cada tarde a la puerta a preguntar a uno de los eunucos, quien quisiera recibirle en ese momento, por la salud de Al-Hakam II. La Princesa Madre,
Al-Sayyida Al-Kubra
, Subh, tampoco había podido traspasar la muralla de guardias y esclavos, ni siquiera acompañada de su hijo, el Príncipe heredero.

—Lo acertado sería quitarle de en medio —refunfuñó Yawdar.

Un esclavo llamó a la puerta con delicados golpes y le invitaron a pasar.

—El Hachib se acerca por el jardín —susurró.

Faiq Al-Nizami asintió y el esclavo se retiró con el mismo sigilo con que se movían todos por palacio.

Yawdar había ordenado que le avisasen con anticipación de la llegada del Gran Visir para esperarle a la puerta y de este modo paliar en lo posible la gran ofensa que le hacían.

—Hablaré con él y me acercaré a la Casa de Correos. Quizá la suerte nos haya favorecido y encuentre alguno de los mensajes que tan impacientes esperamos.

El Alcázar de Córdoba, un vasto recinto amurallado de mil cien codos, situado en el ángulo sudoeste de la ciudad, había sido la residencia de los emires cordobeses y del califa Abd Al-Rahman III hasta la construcción de la ciudad palaciega de Medina Al-Zahra. Ahora volvía a ocupar su antiguo destino gracias a la intervención de los médicos de la corte. Al agravarse la enfermedad de Al-Hakam II, habían aconsejado el traslado del enfermo desde Medina Al-Zahra a Córdoba por encontrar el clima de la ciudad del Guadalquivir más saludable que el de la áulica residencia. En su interior se agrupaban, entre patios, fuentes y jardines, los palacios construidos por cada uno de los emires, los pabellones de la administración, los fastuosos talleres del Tiraz, de donde salían las afamadas confecciones de seda y oro; las viviendas de los servidores, secretarios, amanuenses, contables, funcionarios y oficiales palatinos, eunucos y esclavos del gineceo; los cuarteles de la guardia personal del Califa, las caballerizas, los almacenes para piensos y forrajes, los pabellones destinados a armería, el harén real y el hermoso jardín del cementerio,
Al-rawda
, panteón califal.

En el subsuelo, los lúgubres sótanos, las terribles mazmorras, cárceles donde delincuentes comunes, asesinos, bandidos sin fe y sin escrúpulos, herejes, espías y disidentes se pudrían de por vida entre privaciones y torturas.

Al-Mushafi había dejado atrás el jardín Al-Hayr, plantado de frutales y perfumado por los membrillos en sazón y atravesaba el patio de la Casa de Mármol, cuando apareció Faiq Al-Nizami en lo alto de la escalera.

«Este maldito emasculado, tan gordo como engreído, me recibe desde el mismo lugar donde el Califa disfrutaba con las cabriolas de los jinetes beréberes los días de paga», se dijo el Hachib con los dientes apretados, los puños cerrados e intentando esbozar una sonrisa para ocultar el odio y la repugnancia que le producía la presencia del
Sahib Al-Burud
. Se saludaron con amabilidad en los labios y las palabras correctas bajo las cuales se ocultaba un rencor irreconciliable.

—Estimado Hachib, resulta admirable tu amor por el Califa. Cada mañana y cada atardecer, puntual y preciso, te interesas el primero por la salud de nuestro Señor. El médico acaba de realizar el reconocimiento rutinario y se ha marchado. ¿No os habéis cruzado en los jardines?

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