La conjura de los necios (41 page)

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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

BOOK: La conjura de los necios
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—¿Quiere que le ayude a recoger esta mierda?

—¿Esta mierda? ¿Llamas mierda a este vehículo de Paraíso?

El tranvía pitó de nuevo.

—Vamos —dijo George—. Arriba.

—Supongo que te apercibes —dijo Ignatius mientras alzaba jadeante el carro— de que nuestra relación se debe sólo a una emergencia.

El carro volvió a quedar asentado sobre sus dos ruedas de bicicleta, con el contenido del panecillo de lata repiqueteando en su interior.

—De acuerdo, profe, haga lo que quiera. Me alegro de haber podido ayudarle.

—Te diré, por si no te has dado cuenta, chiquillo desvalido, que está a punto de engancharte el rastrillo del tranvía.

El tranvía pasó rodando despacio junto a ellos, para que el conductor y el revisor pudieran examinar más detenidamente la indumentaria de Ignatius.

George cogió una de las manazas de Ignatius y puso en ella dos dólares.

—¿Dinero? —preguntó Ignatius muy feliz—. Gracias, Señor.

Y, tras estas palabras, se embolsó rápidamente los dos billetes.

—Preferiría —añadió— no preguntar cuál es el indecente motivo. Preferiría pensar que intentas compensar, a tu modo simple, las calumnias de que me hiciste objeto en mi decepcionante primer día de trabajo con este ridículo carro.

—Eso es, profe. Usted lo ha dicho mucho mejor de lo que podría decirlo yo nunca. Es usted un tío con muchos estudios.

—¿Eh? —Ignatius se sentía muy satisfecho—. Quizás haya aún alguna esperanza para ti. ¿Un bocadillo?

—No, gracias.

—Entonces, disculpa, pero yo voy a tomarme uno. Mi organismo exige un apaciguamiento —Ignatius examinó el compartimento de las salchichas—. Dios santo, están todas las salchichas revueltas.

Mientras Ignatius abría y cerraba trampillas e introducía sus manazas en los compartimentos, George dijo.

—Ahora que le he ayudado, profe, quiza pueda usted hacer lo mismo por mí.

—Quizás —dijo Ignatius con indiferencia, mientras empezaba a engullir el bocadillo.

—¿Ve usted esto? —George indicó los paquetes envueltos en papel marrón que llevaba bajo el brazo—. Esto es material escolar. Pero resulta que tengo un problema. Tengo que pasar a recogerlo donde el distribuidor a la hora de comer, pero no puedo entregarlo en las escuelas hasta que cierren. Así que tengo que andar por ahí cargado casi dos horas. ¿Me comprende? Lo que busco es un sitio donde pueda tener estas cosas guardadas por la tarde. Podría encontrarme con usted en algún sitio hacia la una y meterlos en el compartimento de los panecillos y recogerlos luego antes de las tres.

—Cuánta falsedad —Ignatius eructó—. ¿De verdad esperas que te crea? ¿Tienes que entregar material escolar cuando las escuelas están cerradas?

—Le pagaré todos los días un par de dólares.

—¿De veras? —preguntó con interés Ignatius—. Bueno, tendrás que pagarme una semana de alquiler por adelantado. Yo no trato con sumas pequeñas.

George abrió la cartera y entregó ocho dólares a Ignatius.

—Tome. Con los dos que tiene ya, hacen los diez de la semana.

Ignatius se embolsó muy satisfecho los billetes nuevos y arrancó uno de los paquetes de los brazos de George, diciendo:

—He de ver lo que guardo. Probablemente andes vendiéndoles drogas a los niños.

—¡Eh! —gritó George—. No puedo entregar el material si está abierto.

—Peor para ti —Ignatius apartó al muchacho y rompió el envoltorio de papel marrón; vio una pila de lo que parecían postales—. ¿Qué es esto? ¿Medios visuales para la educación cívica o algún otro tema de bachillerato igualmente embrutecedor?

—Démelo, chiflado.

—¡Oh, Dios mío! —Ignatius contempló fijamente lo que veía.

En cierta ocasión, cuando Ignatius estaba en el instituto de enseñanza media, alguien le había enseñado una foto pornográfica, y se había desmayado, golpeándose y haciéndose una herida en una oreja. Aquella fotografía era muy superior. Se veía en ella una mujer desnuda sentada al borde de una mesa con un globo terráqueo al lado. El onanismo sugerido con el trozo de tiza intrigaba a Ignatius. La mujer tenía la cara oculta tras un libro grande. Mientras George esquivaba palmadas indiferentes de la mano libre, Ignatius examinaba el título de la portada del libro: Anicio Manlio Severino Boecio, La consolación por la filosofía.

—¿Puedo creer lo que estoy viendo? Qué inteligencia. Qué buen gusto. Dios santo.

—Devuélvemelo —suplicaba George.

—Esta es mía —dijo Ignatius muy satisfecho, guardándose la primera tarjeta. Devolvió luego el paquete abierto a George y examinó el trozo de papel del envoltorio roto que tenía entre los dedos. Había una dirección: se lo guardó también—. ¿Dónde demonios conseguiste esto? ¿Quién es esta mujer tan inteligente?

—Eso no es asunto tuyo.

—Comprendo. Una operación secreta.

Ignatius pensó en la dirección que había escrita en el trozo de papel. Haría una investigación por su cuenta. Alguna intelectual en situación precaria, dispuesta a hacer cualquier cosa por un dólar. Debía tener una visión del mundo muy profunda, si su material de lectura podía servir de orientación. Quizá se hallase en la misma situación en que se hallaba el Chico Trabajador, un vidente y un filósofo arrojado a un siglo hostil por fuerzas que no podía controlar. Tenía que conocerla. Quizá pudiera aportar ideas nuevas y valiosas.

—En fin, a pesar de mis recelos, te permitiré utilizar mi carro. Pero tienes que vigilármelo esta tarde. Tengo un compromiso urgente.

—Eh, un momento, ¿cuánto tiempo será?

—Unas dos horas.

—A las tres tengo que estar en la parte alta de la ciudad.

—Bueno, pues esta tarde llegarás algo más tarde —dijo, furioso, Ignatius—. Estoy rebajándome ya mucho al relacionarme contigo y al mancillar mi compartimento de panecillos. Deberías alegrarte de que no te haya denunciado. Has de saber que tengo un amigo muy inteligente en el cuerpo de policía. Un policía secreto muy astuto, el patrullero Mancuso. Precisamente está buscando, además, el cambio de situación que puede proporcionarle un caso como el tuyo. Arrodíllate ahora mismo ante mí y agradece mi benevolencia.

¿Mancuso? ¿No se llamaría así aquel agente secreto que le había parado en la estación de autobuses? George se puso muy nervioso.

—¿Qué pinta tiene ese policía amigo tuyo? —dijo burlón, intentando hacerse el valiente.

—Es pequeño y escurridizo —había un tono taimado en la voz de Ignatius—. Es muy aficionado a los disfraces. En realidad, es como un fuego fatuo que aparece donde uno menos lo espera, súbitamente, siempre entregado a la persecución de los malhechores. A veces, elige como punto de acecho los lavabos públicos, pero ahora anda por la calle, donde está siempre a mi entera disposición.

A George se le llenó la garganta de algo que le ahogaba.

—Esto es una trampa —dijo, tragando.

—No estoy dispuesto a aguantarte nada más, golfillo. Estás alentando la degeneración de una noble erudita —aulló Ignatius—. Deberías estar besando el borde de mi bata, agradecido porque no haya denunciado tus delitos a Sherlock Mancuso. ¡Nos veremos delante del RKO Orpheum dentro de dos horas!

Ignatius se lanzó como un bólido Calle Common abajo. George guardó sus dos paquetes en el compartimento de los panecillos y se sentó en el bordillo de la acera. Era una suerte, sin duda, conocer a un amigo de Mancuso. El gordo vendedor le tenía atrapado, desde luego. Miró furioso el carro. Ahora no sólo estaba agobiado con los paquetes. Tenía que cuidarse también de aquel gran carro de salchichas.

Ignatius echó el dinero en la taquilla e irrumpió, literalmente, en el Orpheum, lanzándose pasillo abajo hacia las luces del proscenio. Su cronometraje había sido perfecto. Estaba empezando en aquel momento la segunda sesión del programa. El muchacho de las fotos majestuosas era un hallazgo, desde luego. Ignatius se preguntó si podría chantajearle y obligarle a vigilar el carro toda la tarde. Aquel golfillo había reaccionado, desde luego, ante su comentario de que tenía un amigo en la policía.

Ignatius gruñó al repasar el reparto. Todos los que participaban en la película eran igualmente inaceptables. Había, en concreto, una diseñadora de decorados que le había sobrecogido demasiadas veces en el pasado. La heroína resultaba más ofensiva aún que en la película musical y circense. Aquí era una secretaria joven e inteligente a la que un hombre de mundo de edad madura intentaba seducir. La llevaba en un reactor privado a las Bermudas y la instalaba en una suite. En su primera noche juntos, a ella le salía un sarpullido justo cuando el libertino iba a abrir la puerta de su dormitorio.

—¡Asquerosa! —gritó Ignatius, escupiendo palomitas a medio masticar sobre varias filas—. ¿Cómo se atreve a pretenderse virgen? Con esa cara de degenerada. ¡Viólala!

—Hay que ver qué gente más rara viene a las matines —dijo una señora que llevaba una bolsa de compra a su acompañante—. Fíjate. Lleva un pendiente.

Luego hubo una escena de amor algo desenfocada, e Ignatius empezó a perder el control. Se daba cuenta de que la histeria comenzaba ya a desbordarle. Intentó guardar silencio, pero descubrió que no podía.

—Están fotografiándoles a través de varias telas —gritó—. Oh, Dios mío. Sabe Dios lo arrugados y repugnantes que serán en realidad esos dos. Me dan náuseas. ¿No puede alguien de la cabina de proyección cortar la corriente? ¡Por favor!

Y golpeó con el sable ruidosamente contra el lateral de su asiento. Una acomodadora vieja bajó por el pasillo e intentó quitarle el sable, pero Ignatius forcejeó con ella y la acomodadora resbaló y cayó al suelo. Se levantó y se alejó renqueante.

La heroína, creyendo que estaba en entredicho su honor, tuvo una serie de fantasías paranoicas en las que estaba en la cama con su libertino. La cama corría por las calles y flotaba en una piscina del hotel.

—Santo cielo. ¿Y se considera una comedia esta indecencia? —gritó Ignatius en la oscuridad—. No me he reído ni una sola vez. Mis ojos apenas pueden creer en esta basura descolorida. A esa mujer habría que azotarla hasta que perdiere el conocimiento. Está socavando nuestra civilización. Es una agente comunista china enviada para destruirnos. ¡Por favor! Que alguien con vergüenza corte la corriente. Se está corrompiendo a un centenar de personas en este cine. Ojalá tuviéramos la suerte de que el Orpheum se hubiera olvidado de pagar la factura de la luz.

Cuando terminó la película, gritó:

—¡Bajo esa cara típicamente norteamericana, ella es, en realidad, Rose de Tokio!

Aunque quería quedarse para verla otra vez, recordó al golfillo. Ignatius no quería destruir algo bueno. Necesitaba a aquel muchacho. Sorteó las cuatro cajas vacías de palomitas de maíz que había acumulado delante de su asiento durante la película. Se sentía completamente enervado. Sus emociones estaban exhaustas. Jadeando, subió por el pasillo y salió a la claridad de la calle. Allí, junto a la parada de taxis del hotel Roosevelt, George vigilaba, ceñudo, el carro.

—Dios mío —dijo—. Creí que no ibas a salir nunca de ahí. ¿Pero qué clase de cita tenías? Fuiste a ver una película.

—Por favor —suspiró Ignatius—. Acabo de pasar por un trauma. Lárgate a toda prisa. Nos encontraremos mañana a la una entre Canal y Royal.

—Está bien, profe —George cogió los paquetes y empezó a alejarse—. La boca cerrada, ¿eh?

—Ya veremos —dijo con dureza Ignatius.

Comió un bocadillo de salchicha con manos temblorosas y atisbo la fotografía que tenía en el bolsillo. Desde arriba, la figura de la mujer parecía aún más firme, más de matrona. ¿Una profesora de historia romana arruinada, quizás? ¿Una medievalista sin trabajo? Si enseñase la cara. Tenía un aire de soledad, de distanciamiento, de placer sensual solitario y erudito que le atraía muchísimo. Examinó el trozo de papel de envolver donde había una dirección. Calle Bourbon. Aquella mujer extraviada estaba en manos de explotadores comerciales. Qué personaje ideal para el Diario. Aquella obra, pensaba Ignatius, se quedaba un poco corta en el apartado sensual. Necesitaba una buena inyección de alusiones insinuantes. Quizá las confesiones de aquella mujer pudieran animar un poco la cosa.

Entró en el Barrio Francés y, durante un instante, incontrolable y muy fugaz, caviló sobre una cuestión. Sobre cómo mordería Myrna el borde de la taza de exprés, muerta de envidia. Describiría cada instante de sensualidad con su mujer erudita. Dados sus antecedentes y su visión boeciana del mundo, aquella mujer vería con un criterio muy estoico y fatalista las torpezas y disparates sexuales que pudiera cometer. Sería comprensiva. «Se buena», le diría Ignatius en un suspiro. Myrna probablemente abordase el sexo con la misma vehemencia y la misma seriedad con que se lanzaba a la protesta social. Cómo se angustiaría cuando Ignatius describiese sus más tiernos placeres.

«¿Me atrevo?», se preguntó Ignatius, lanzando, distraído, el carro contra un coche aparcado. La manilla se le hundió en el estómago y eructó. No le explicaría a la mujer cómo había conseguido localizarla. Hablarían primero de Boecio. Ella se quedaría abrumada.

Ignatius encontró el número de la calle y dijo: «¡Oh, Dios mío! La pobre mujer está en manos de indeseables.» Examinó la fachada del Noche de Alegría y se acercó al cartel que había en la vitrina. Leyó:

ROBERTA E. LEE

presenta a:

Harlett O'Hara,

la Beldad Virginiana.

(¡y su pajarito!)

¿Quién era esa Harlett O'Hara? Aún más importante, ¿qué clase de pajarito? Ignatius estaba intrigado. Temeroso de provocar la cólera de la propietaria nazi, se sentó incómodo en el bordillo de la acera y decidió esperar.

Lana Lee estaba viendo a Darlene y al pájaro. Estaban ya a punto para el estreno. Si Darlene fuese capaz de decir bien lo que tenía que decir. Se apartó del escenario, dio a Jones instrucciones adicionales de que limpiara debajo de los taburetes, y fue a mirar por la mirilla de cristal de la puerta tapizada. Había visto ya bastante el número para una tarde. Era bastante bueno, a su manera. George estaba sacando bastante dinero con la nueva mercancía. Las cosas mejoraban. Además, Jones parecía al fin domado.

Lana abrió la puerta y gritó hacia la calle:

—Eh, tú, fantoche, lárgate de mi acera.

—Por favor —respondió desde la calle una voz sonora, que hizo una pausa para buscar alguna excusa—. Tengo los pies destrozados y estoy sólo descansando.

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