—Vaya a descansar a otro sitio. No quiero que ponga ese carro de mierda delante de mi establecimiento.
—Permítame decirle que no me desplomé aquí delante de su cámara de gas porque me apeteciera. No volví aquí por voluntad propia. Mis pies han dejado sencillamente de cumplir su función. Estoy paralizado.
—Pues vaya a estarse paralizado al final de la manzana. No necesito yo más que eso, tener a un tipo asi aquí otra vez estropeándome el negocio. Además, parece usted un marica con ese pendiente. La gente creerá que esto es un bar de maricas. Largúese.
—Nadie cometerá jamás tal error. Tiene usted el bar más deprimente de la ciudad. ¿No quiere comprar un bocadillo de salchichas?
Darlene salió a la puerta y dijo:
—Vaya, mira quién está aquí. ¿Qué tal está su pobre mamá?
—Oh, Dios santo —aulló Ignatius—. ¿Por qué me condujo Fortuna a este lugar?
—Eh, Jones —llamó Lana Lee—. Deje esa escoba y venga a echar de aquí a este tipo.
—Lo siento. El salario de apagabroncas es de cincuenta dólares a la semana.
—Qué mal se porta usted con su pobre mamá —dijo Darlene desde la puerta.
—No creo que ninguna de ustedes dos señoras, haya leído a Boecio —dijo Ignatius, suspirando.
—No hables con él —dijo Lana a Darlene—. Sabihondo de mierda. Jones, le doy dos segundos para salir, si no viene aquí le detendrán por vagancia como a este individuo. Estoy empezando a hartarme ya de los listos.
—Dios sabe qué miliciano nazi caerá sobre mí para golpearme cruelmente —comentó con frialdad Ignatius—. Pero no puede asustarme. Ya he tenido mi trauma del día.
—¡Ahí va! —dijo Jones cuando asomó a la puerta—. El tipo de la gorra verde. En persona. Vivo.
—Veo que ha decidido usted sabiamente contratar a un negro particularmente aterrador para que la proteja de sus furiosos y expoliados clientes —le dijo a Lana Lee el tipo de la gorra verde.
—Échele de aquí —dijo Lana a Jones.
—¡Juá! ¿Cómo voy a echa a ese elefante?
—Sólo hay que mirar para esas gafas negras. Debe tener el organismo saturado de droga.
—Entra ahí ahora mismo —dijo Lana a Darlene, que miraba fijamente a Ignatius; le dio un empujón al ver que no la obedecía y le dijo a Jones—: Basta ya. Échele.
—Saca la navaja y acuchíllame —dijo Ignatius mientras Lana y Darlene entraban en el bar—. Arrójame lejía a la cara. Apuñálame. Jamás comprenderías, claro, que fue mi interés por los derechos civiles lo que me llevó a convertirme en un vendedor de salchichas tullido. Perdí un puesto de trabajo excelente por mi actitud respecto a la cuestión racial. Estos pies destrozados son el resultado indirecto de tener una conciencia social sensible.
—¡Juá! En Levy Pants te echaron a patas en el culo por intenta mete a toa aquella gente de coló de cabeza en la cárcel, ¿verdá?
—¿Cómo estás tú enterado de eso? —preguntó receloso Ignatius—. ¿Participaste acaso en aquel golpe abortado?
—No. Pero oí habla a la gente.
—¿De veras? —preguntó Ignatius muy interesado—. Debieron mencionar, sin duda, mi apostura y mi porte. Así pues, soy reconocible. No sospechaba yo que me hubiera convertido en una leyenda. Quizá me precipité demasiado al abandonar el movimiento.
Ignatius estaba encantado. Aquel día estaba resultando estupendo, después de tantas jornadas deprimentes.
—Probablemente me haya convertido en una especie de mártir —eructó—. ¿Le apetecería a usted un bocadillo? Yo presto el mismo servicio cortés a gentes de todos los colores y credos. Vendedores Paraíso ha sido una empresa pionera en el campo de los servicios públicos.
—¿Cómo ha acabao un blanco como tú, que habla tan bien, vendiendo salchichas, dime?
—Echa el humo para otro lado, por favor. Mi sistema respiratorio no funciona, por desgracia, a pleno rendimiento. Sospecho que eso se debe a que la concepción fue particularmente débil por parte de mi padre. Debió emitir el esperma de forma un tanto descuidada.
Esto es una suerte, pensaba Jones. El tipo gordo había caído del cielo justo cuando más le necesitaba.
—Tú estás chiflao, hombre. Tendrías que conseguirte un buen trabajo, un Buick grande, toa esa mierda. ¡Juá! Aire acondicionao, tele en coló...
—Tengo una ocupación muy agradable —contestó gélidamente Ignatius—. Trabajo al aire libre, sin supervisión. Lo único malo son los pies.
—Si yo hubiera ido a la universidá no estaría luego arrastrando un carro de salchichas y vendiendo por ahí mierda y basura a la gente.
—¡Por favor! Los Productos Paraíso son de la calidad más excelsa —Ignatius golpeó el bordillo de la acera con el sable—. Nadie que trabaje en este bar dudoso está en condiciones de criticar el trabajo de otro.
—Qué coño, ¿a vé si cree usté que a mí me gusta el Noche de Alegría? ¡Pues sí! A mí me gustaría trabaja en otro sitio. Me gustaría conseguime algo bueno en otra parte, un empleo remunerao con un salario para viví.
—Justo lo que yo me sospechaba —dijo furioso Ignatius—. En otras palabras, lo que usted quiere es convertirse en un perfecto burgués. Les han lavado el cerebro a todos ustedes. Supongo que le gustaría convertirse en un triunfador, un hombre de éxito, o algo igual de ruin.
—Oiga, no me tome el pelo. ¡Juá!
—La verdad es que no tengo tiempo para discutir los errores que encierran sus juicios de valor. Sin embargo, me gustaría obtener de usted cierta información. ¿Tienen ustedes, por un casual, en esa pocilga una mujer que es dada a la lectura?
—Sí. Anda dándome siempre cosas de lee. Me dice que he de cultívame. Es muy buena.
—Oh, santo Dios —los ojos azul y amarillo resplandecieron—. ¿Hay algún modo de que pueda yo conocer a ese dechado de virtudes?
Jones se preguntó qué demonios querría decir todo aquello. Al fin dijo:
—¡Juá! Si quiere usté vela, tendrá que vení por aquí alguna noche. Y la verá baila con su pajarito.
—¡Dios santo! ¿No me diga que ella es esa Harlett O'Hara?
—Sí. Ella es Harlett O'Hara. Sí que lo es.
—Boecio más un pajarito —murmuró Ignatius—. Qué descubrimiento.
—El estreno será de aquí a un par o tres de días. Tiene usté que vení. La mejó actuación que he visto en mi vía. ¡Juá!
—Me lo imagino, sí —dijo respetuoso Ignatius.
Una inteligente sátira del Viejo Sur decadente representada ante el inconsciente y despreciable público del Noche de Alegría. Pobre Harlett.
—Y dígame, ¿qué clase de pajarito es ése que tiene?
—¡Hombre! Eso yo no puedo decilo. Tiene que verlo usté. Este número es una gran sorpresa. Haría dice además unas cosas. No es un número de striptease normal. Haría habla.
Dios santo. Algún comentario incisivo que nadie de entre el público podría captar plenamente. Tenía que ver a Harlett. Debían comunicarse.
—Hay una cosa que me gustaría saber, caballero —dijo Ignatius—. ¿Está aquí todas las noches esa nazi que es propietaria de esta letrina?
—¿Quién? ¿La señorita Lee? No, qué va —Jones sonrió para sí.
El sabotaje estaba saliendo perfectamente. El tipo gordo quería realmente acudir al Noche de Alegría.
—Ella dice que Haría Horror es tan buena, dice que es tan delicá, tan fina, que no tiene por qué vení aquí todas las noches ella a supervisa. Dice que después del estreno, se irá de vacaciones a California. ¡Juá!
—Qué suerte —babeó Ignatius—. En fin, vendré a ver la actuación de la señorita O'Hara. Puede usted reservarme en secreto una mesa de pista. He de ver y oír todo cuanto haga.
—Sí, señó. Será usté bienvenio, hombre. Pásese por acá de aquí a un pá de días. Le daremos el mejó servicio de la casa.
—Jones, ¿estás hablando con ese tipo o qué? —inquirió Lana desde la puerta.
—No se preocupe —le dijo Ignatius—. Ya me voy. Aquí su matón me ha aterrorizado muchísimo. Nunce volveré a cometer el error de pasar siquiera delante de esta pocilga inmunda.
—Muy bien —dijo Lana, cerrando la puerta.
Ignatius miró a Jones conspiratoriamente.
—Eh, escuche —dijo Jones—. Antes de íse, dígame una cosa. ¿Qué puede hace un tipo de coló para deja de sé vagabundo o deja de trabaja por menos del salario mínimo?
—Por favor —Ignatius apartó su ropón para hallar el bordillo y levantarse—. No puede usted hacerse idea de la confusión en que se halla. Todos sus juicios de valor son erróneos. Cuando llegue a la cima o adonde pretenda usted llegar, tendrá una crisis nerviosa, o algo peor. ¿Sabe de algún negro que tenga una úlcera? No, claro que no. Viven contentos en sus cuchitriles. Agradezca a Fortuna no tener ningún padre caucasiano atosigándole. Lea a Boecio.
—¿Quién? ¿Que lea qué?
—Boecio le demostrará que esforzarse y luchar es, en último término, absurdo. Que tenemos que aprender a aceptar. Pregúnteselo a la señorita O'Hara
—Escuche. ¿Le gustaría a usté sé vagabundo y está parao la mita de tiempo?
—Sería maravilloso. Yo mismo fui un vagabundo en tiempos mejores, en tiempos más felices. Ay, si estuviera yo en su pellejo. Sólo saldría de mi habitación una vez al mes a buscar al correo el cheque de la seguridad social. Piense un poco en la suerte que tiene.
Aquel gordo desgraciado estaba loco, no había duda. La pobre gente de Levy Pants había tenido suerte de no acabar entre rejas.
—No se le olvide vení de aquí a un pá de noches —Jones lanzó una nube al pendiente—. Haría estará haciendo ya su número.
—Vendré con muchísimo gusto —dijo muy contento Ignatius. Cómo rechinaría los dientes Myrna.
—¡Juá! —Jones rodeó el carro y estudió la hoja de papel que había pegada delante—. ¡Parece que alguien le ha gastao una broma!
—Eso es sólo un truco comercial.
—¡Juá! Será mejó que se lo mire.
Ignatius se acercó a la proa y vio que el golfillo había decorado el letrero DOCE PULGADAS (12) DE PARAÍSO con diversos órganos genitales.
—¡Oh, Dios mío! —Ignatius arrancó la hoja cubierta de dibujos a bolígrafo—. ¿Es posible que haya andado yo por ahí con esto?
—Yo estaré aquí fuera esperándole —dijo Jones—. ¡Hala!
Ignatius se despidió muy feliz y se alejó. Por fin, tenía una razón para ganar dinero: Harlett O'Hara. Enfiló la desgastada proa del carro hacia la rampa del transbordador de Algiers, donde se reunían por la tarde los estibadores. Gritando, suplicando, metió el carro entre aquella multitud de hombres y logró vender todas las salchichas, vertiendo cortés y efusivo salsa de tomate y mostaza en los bocadillos, con toda la energía de un bombero.
Qué día magnífico. Los signos de Fortuna eran más que prometedores. El señor Clyde recibió sorprendido un alegre saludo y diez dólares del vendedor Reilly, e Ignatius, con bolsillo lleno de billetes del golfillo y del magnate de las salchichas, cogió el tranvía con ánimo alegre.
Cuando entró en casa halló a su madre hablando en voz baja por teléfono.
—He estado pensando lo que me dijiste —cuchicheaba al teléfono la señora Reilly—. Quizá no fuera mala idea, chica. ¿Sabes a lo que me refiero?
—Por supuesto que no lo es —contestó Santa—: Allí en el Hospital de Caridad obligarían a Ignatius a descansar un poco. Claude no querrá en casa a Ignatius, querida.
—Yo le gusto, ¿verdad?
—¿Que si le gustas? Llamó esta mañana para preguntarme si creía que estarías dispuesta a volver a casarte algún día. Señor. Le dije: «Bueno, Claude, tienes que hacerle la pregunta a ella.» Caramba. Lo vuestro es un noviazgo en toda regla. Ese pobre hombre está desesperado de lo solo que está.
—Es muy considerado, la verdad —cuchicheó al teléfono la señora Reilly—. Pero a veces me pone nerviosa con esas cosas que dice de los comunistas.
—¿Con quién demonios parloteas? —atronó Ignatius en el pasillo.
—Vaya por Dios —dijo Santa—. Ya ha llegado el Ignatius.
—Ssss —dijo la señora Reilly al telefono.
—Bueno, querida, escucha. Claude dejará de pensar en los comunistas en cuanto se case. Lo que le pasa es que no tiene la cabeza ocupada. Tienes que darle un poco de cariñito.
—¡Santa!
—Maldita sea —escupió Ignatius—. ¿Estás hablando con esa ramera de la Battaglia?
—Cállate, hijo.
—Será mejor que le atices un golpe en la cabeza a ese Ignatius —dijo Santa.
—Ojalá tuviera fuerza suficiente, querida —contestó la señora Reilly.
—Ah, Irene, casi se me olvida. Esta mañana vino Angelo a tomar café. Apenas si le reconocí. Tendrías que verle con ese traje de lana. Parecía el caballo de la señora Astor. Pobre Angelo. Qué mal lo está pasando. Dice que ahora tiene que ir a todos los bares elegantes. Ojalá consiga detener a un sospechoso.
—Qué cosa tan terrible —dijo la señora Reilly con tristeza—. ¿Y qué va a hacer Angelo si le echan del cuerpo? Con tres niños que tiene que mantener...
—En Vendedores Paraíso,
Incorporated
, hay muchas oportunidades para gente con iniciativa y con buen gusto —intervino Ignatius con voz estentórea.
—¿Pero qué dice ese loco? —dijo Santa—. Por Dios, Irene. Sería mejor que llamases cuanto antes a ese hospital, querida.
—Vamos a darle otra oportunidad. Quizá tenga suerte.
—No sé por qué me molesto en hablar contigo, chica —suspiró ásperamente Santa—. Te veré esta noche hacia las siete, entonces. Claude dice que va a venir aquí. Vendrá a recogernos e iremos a hacer una bonita excursión por el lago a buscar cangrejos. ¡Caramba! Menuda suerte que tenéis conmigo de acompañante. Los dos lo necesitáis, sobre todo por Claude.
Y Santa soltó una risotada más áspera de lo habitual y colgó.
—¿Qué demonios andas tramando con esa vieja alcahueta? —preguntó Ignatius.
—¡Cállate!
—Gracias. Ya veo que aquí están tan bien las cosas como siempre.
—¿Cuánto dinero has traído hoy? ¿Veinticinco centavos? —gritó la señora Reilly.
Y se incorporó bruscamente tras ello y metió la mano en uno de los bolsillos del ropón y sacó la foto satinada.
—¡Ignatius!
—¡Dame eso! —atronó Ignatius—. ¿Cómo te atreves a mancillar esa majestuosa imagen con tus manos de vinatera?
La señora Reilly examinó de nuevo la foto y luego cerró los ojos. Por entre sus párpados cerrados se deslizó una lágrima:
—Ya sabía yo cuando empezaste a vender salchichas por la calle que acabarías relacionándote con gente como ésta.
—¿Qué quieres decir con eso de «gente como ésta»? —preguntó Ignatius furioso, guardándose la foto—. Esta es una mujer inteligente aunque extraviada. Habla de ella con reverencia y con respeto.