Ignatius paró ante el edificio contemplándolo con suma repugnancia. Sus ojos azules y amarillos rechazaban aquella fachada resplandeciente. Su nariz se rebelaba contra el olor a esmalte fresco, que era muy notorio. Sus oídos retrocedían ante la batahola de canciones, risas y algarabía que se oían tras aquellas cerradas persianas de charol.
Ignatius carraspeó y examinó los tres timbres de bronce y las tarjetas blancas que había sobre cada uno:
Billy Truehard
Raoul Frayle — 3A
Friech Club
Betty Bumper
Liz Steele — 2A
Dorian Greene — 1A
Pulsó el timbre de abajo y esperó. La algarabía tras las persianas se amortiguó muy levemente. Luego se abrió una puerta al fondo del camino de coches y salió Dorian Greene hacia la puerta.
—Oh, querido —dijo al ver quién era el que estaba en la acera—. ¿Dónde demonios has estado? Me temo que la asamblea fundacional está desmandándose a toda prisa. He intentado una o dos veces sin éxito llamar a la gente al orden, pero al parecer están demasiado excitados.
—Espero que no hayas hecho nada para desanimarles —dijo Ignatius muy serio, golpeando impaciente el portón de hierro con su sable. Percibió, con cierta irritación, que Dorian caminaba hacia él con paso inseguro; aquello no era lo que había esperado.
—Oh, hijo, si vieras —dijo Dorian al abrir el portón—. Se han desmelenado del todo.
Dorian hizo una rápida y torpe pantomima para ilustrar sus palabras.
—Oh, Dios santo —dijo Ignatius—. ¿Qué indecencia es ésta?
—Algunos quedarán completamente arruinados después de esta noche. Habrá un éxodo masivo a Ciudad México por la mañana. Pero en fin, Ciudad México es tan maravilloso y salvaje.
—Espero, desde luego, que nadie haya intentado propugnar resoluciones belicistas.
—Huy, Dios, no, hijo, qué va.
—Me tranquiliza oír eso. Dios sabe con qué oposición habremos de enfrentarnos ya desde un principio. Quizá tengamos algún enemigo infiltrado. Puede haber trascendido la noticia al estamento militar del país, y, en realidad, del mundo.
—Bueno, vamos, Reina Gitana, entremos.
Cuando bajaban por el camino de coches, Ignatius dijo:
—Este edificio es de un mal gusto repugnante —contempló las lámparas color pastel ocultas tras las palmas, siguiendo las paredes—. ¿Quién es el responsable de este aborto?
—Yo, por supuesto, Doncella Magiar, yo soy el dueño de esta casa.
—Debería haberlo supuesto. ¿Y puedo preguntar de dónde viene el dinero que sirve para subvencionar este capricho decadente?
—De mi querida familia, que vive en la tierra de los trigales —Dorian suspiró—. Me envían todos los meses unos cheques enormes. Y yo a cambio sólo tengo que prometerles que no apareceré por Nebraska. Me fui de allí como en una nube, sabes. Todo aquel trigo, aquellas llanuras sin fin. No te imaginas qué deprimente. Grant Wood hizo una descripción romántica, en realidad. Fui a estudiar al Este y luego vine aquí. Oh, en Nueva Orleans hay tanta libertad.
—Bueno, al menos tenemos un lugar de reunión para preparar el complot. Pero ahora que he visto el lugar, preferiría que alquilases un local de la Legión Americana o algo así, algo más adecuado. Esta casa parece el escenario de alguna actividad perversa, de un baile, de una fiesta al aire libre.
—¿Sabes que una revista de decoración nacional quiere hacer un reportaje en color de cuatro páginas sobre este edificio? —preguntó Dorian.
—Si tuvieras sentido, comprenderías que eso es la mayor afrenta que puedan hacerte —rezongó Ignatius.
—Oh, Niña del Aro de Oro, estás volviéndome loco. Mira, ésta es la puerta.
—Un momento —dijo cauteloso Ignatius—. ¿Qué es ese horrible estruendo? Parece que estuvieran sacrificando a alguien.
Quedaron bajo la luz pastel de la entrada de coches, escuchando. De un punto indeterminado del patio llegaba el grito angustiado de un ser humano.
—¿Qué estarán haciendo ahora? —había impaciencia en la voz de Dorian—. Ay, qué tontucios... No saben comportarse.
—Creo que lo más prudente sería investigar —dijo Ignatius en un cuchicheo conspiratorio—. Puede haberse infiltrado algún oficial fanático del ejército, y quizás intente arrancarle nuestros secretos mediante tortura a algún miembro leal del partido. Estos militares fanáticos son capaces de hacer cualquier cosa. Podría ser incluso un agente extranjero.
—¡Oh, qué divertido! —gorjeó Dorian.
Ignatius y él avanzaron hacia el patio. Había alguien que pedía auxilio en la zona de los esclavos. La puerta de la zona de los esclavos estaba ligeramente entornada, pero Ignatius se lanzó contra ella a pesar de todo, haciendo añicos varios paños de cristal.
—¡Oh, Dios mío! —gritó al ver lo que había ante él—. ¡Han atacado!
Contempló al marinerito encadenado a la pared, con grilletes. Era Timmy.
—¿Has visto lo que has hecho en mi puerta? —gritaba Dorian detrás de Ignatius.
—Tenemos al enemigo entre nosotros —dijo Ignatius, enloquecido—. ¿Quién hablaría? Dímelo. Alguien está traicionándonos.
—Oh, sacadme de aquí —suplicó el marinerito—. Esto está oscurísimo.
—Eres un tontucio —escupió Dorian al marinero—. ¿Quién te encadenó?
—Fue ese terrible Billy, con Raoul. Son horrorosos esos dos. Me trajeron aquí para enseñarme cómo habías decorado la zona de los esclavos, y cuando me di cuenta me habían puesto estas cadenas sucias y se largaron otra vez a la fiesta.
El marinerito hizo repiquetear sus cadenas.
—Es que acabo de reformar esta parte —dijo Dorian a Ignatius—. Oh, mi puerta.
—¿Dónde están esos agentes? —exigió Ignatius, empuñando el sable y blandiéndolo—. Tenemos que apresarles antes de que salgan del edificio.
—Soltadme, por favor. No puedo soportar la oscuridad.
—La culpa de que esta puerta esté rota es tuya —siseó Dorian al perturbado marinero—. Por ponerte a jugar con esos dos golfos de arriba.
—La puerta la rompió él.
—¿Qué puedes esperar de él? Basta con mirarle.
—¿Están ustedes dos, invertidos, hablando de mí? —preguntó Ignatius furioso—. Si vas a alterarte tanto por una puerta, dudo muy seriamente que sobrevivas mucho tiempo en el mundo diabólico de la política.
—Oh, sacadme de aquí. Si tengo que seguir mucho más con estas asquerosas cadenas, me pondré a gritar.
—Oh, cállate, Nellie —replicó Dorian, abofeteando las rosadas mejillas de Timmy—. Sal de mi casa y vuelve a la calle, que es tu sitio.
—¡Oh! —gritó el marinero—. Cómo puedes decirme esas cosas tan terribles.
—Por favor —advirtió Ignatius—. El movimiento no puede permitir el sabotaje de las luchas internas.
—Creí que me quedaba al menos un trago —le dijo el marinero a Dorian—. Pero me equivocaba. Adelante. Si te da tanto placer eso, abofetéame otra vez.
—Ni siquiera te tocaría, putilla.
—Creo que ni un escritorzuelo a sueldo sería capaz de escribir un melodrama tan atroz —comentó Ignatius—. Basta ya, degenerado. Demostrad un poco de gusto y de decencia al menos.
—¡Abofetéame! —chilló el marinero—. Sé que te mueres de ganas de hacerlo. Te encantaría hacerme daño, ¿verdad?
—Al parecer, no se tranquilizará mientras no te avengas a causarle algún daño físico —dijo Ignatius a Dorian.
—Ni un dedo le pondría encima a esa perra.
—Bueno, tenemos que hacer algo para silenciarle. Mi válvula no aguantará más la neurosis de este marinero invertido. Tendremos que expulsarle cortésmente del movimiento. No se ajusta en él, sencillamente. Cualquiera puede olfatear el intenso aroma a masoquismo que exuda. Está inundando la zona de esclavos en este mismo instante. Además, parece bastante bebido.
—¿También tú me odias, verdad, monstruo grandote? —chilló el marinero a Ignatius.
Ignatius golpeó a Timmy sonoramente en la cabeza con el sable y el marinero emitió un gemidito.
—Dios sabe a qué repugnante fantasía se estará entregando —comentó Ignatius.
—Oh, pégale otra vez —dijo Dorian muy feliz—. ¡Qué divertido!
—Libradme de estas espantosas cadenas, por favor —suplicó el marinero—. Está manchándoseme de óxido mi traje de marinero.
Mientras Dorian abría los grilletes con una llave que sacó de encima de la puerta, Ignatius dijo:
—Sabéis, los grillos y las cadenas tienen funciones en la vida moderna que jamás debieron imaginar sus febriles inventores en una época más simple y antigua. Si yo fuera un constructor de casas lujosas, instalaría por lo menos un equipo de cadenas, fijadas en las paredes de todas las nuevas casas amarillas de ladrillo tipo rancho y de todos los chalets dúplex de Cabo Cod. Cuando los residentes se cansasen de la televisión y del ping pong o de lo que hiciesen en sus casitas, podrían encadenarse unos a otros un rato. Les encantaría a todos. Las esposas dirían: «Mi marido me encadenó anoche. Fue maravilloso. ¿Te lo ha hecho a ti tu marido, últimamente?» Los niños volverían corriendo del colegio a casa, a sus madres, que estarían esperándoles para encadenarles. Esto ayudaría a los niños a cultivar la imaginación, cosa que la televisión les veta. Y habría una reducción apreciable en el índice de delincuencia juvenil. Cuando el padre volviera del trabajo, la familia unida podría agarrarle y encadenarle por ser tan imbécil como para estar trabajando todo el día para mantenerles. A los parientes viejos y revoltosos podría encadenárseles a la puerta del coche. Sólo se les soltarían las manos una vez al mes para que pudieran firmar los cheques de la seguridad social. Las cadenas y los grilletes podrían asegurar una vida mejor para todos. Tengo que conceder un espacio a esto en mis notas y apuntes.
—Oh, querido —Dorian suspiró—. ¿Es que no te vas a callar nunca?
—Tengo todos los brazos herrumbrosos —dijo Timmy—. Cuando les ponga la mano encima a ese Billy y Raoul...
—Nuestra pequeña convención parece que va a resultar difícil de controlar —dijo Ignatius, ante los ruidos demenciales que llegaban del apartamento de Dorian—. Al parecer, la discusión de los problemas altera notablemente los ánimos de los reunidos.
—Oh, santo cielo, prefiero no mirar —dijo Dorian, empujando la destrozada puerta de vitrales a la francesa.
Dentro, Ignatius vio una bullente masa de individuos. Cigarrillos y vasos sujetos como batutas volaban en el aire, dirigiendo la sinfonía de charla, griterío, cántico y risas. De las entrañas de un inmenso fonógrafo estereofónico se abría paso a duras penas a través del estruendo la voz de Judy Garland. Un pequeño grupo de jóvenes, los únicos que estaban inmóviles en la habitación, se había instalado delante del fonógrafo como si fuese un altar. «¡Divino!» «¡Fantástico!» «¡Es tan humana!», decían de la voz de su tabernáculo eléctrico.
Los ojos azules y amarillos de Ignatius viajaron del altar al resto de la estancia, donde los restantes invitados se atacaban recíprocamente con conversaciones. Trajes de ante y de madras, de shetland y cachemira relumbraban en un manchón mientras manos y brazos hendían el aire en toda una variedad de gráciles gestos. Uñas, gemelos, anillos rosados, dientes, ojos... todo resplandecía. En el centro de un nudo de elegantes invitados un vaquero que tenía una fusta la probaba en uno de sus admiradores, produciendo una reacción de exagerado griterío y de complacidas risillas. En el centro de otro grupo, había un patán de chaqueta de cuero negro que enseñaba llaves de judo, para delicia de sus afeminados alumnos. «Oh, enséñeme eso», chilló alguien cerca del luchador, después de que un elegante invitado hubiera sido retorcido hasta una posición obscena y arrojado luego al suelo, aterrizando con un repiqueteo de gemelos y otras joyas diversas.
—Sólo invité a los mejores —dijo Dorian a Ignatius.
—Dios santo —masculló Ignatius—. Ya veo qué tendremos muchos problemas para atraernos el voto calvinista de los conservadores rurales. Tendremos que remodelar nuestra imagen según líneas distintas de las que aquí veo.
Timmy, que estaba observando cómo el patán de cuero negro retorcía y derribaba a anhelantes compañeros suyos, suspiró: «¡Qué divertido!»
La estancia en sí era lo que los decoradores probablemente calificarían de severa. Las paredes y los altos techos eran blancos, y la habitación en sí estaba escasamente amueblada con unos cuantos muebles antiguos. El único elemento voluptuoso que había en aquella gran estancia eran los cortinones de terciopelo color champán que estaban abiertos y sujetos con cintas blancas. Las dos o tres sillas antiguas habían sido elegidas, al parecer, por su extraño diseño y no por su capacidad para sostener a alguien, pues eran delicadas sugerencias, insinuaciones de muebles con cojines apenas capaces de acomodar a un niño. Parecía que en aquella habitación los seres humanos no debían descansar ni sentarse ni relajarse siquiera, sino más bien hacer poses, transformándose así todos en un mobiliario humano que complementase lo mejor posible la decoración.
Ignatius, tras examinar la decoración, le dijo a Dorian:
—Lo único que funciona aquí es el fonógrafo, y es evidente que lo están utilizando muy mal. Esta es una habitación sin alma —soltó un sonoro bufido, en parte por la habitación y en parte por el hecho de que ninguno de los presentes hubiera advertido siquiera su presencia, aunque él complementaba la decoración tan bien como podría haberlo hecho un letrero de neón. Los que participaban en la asamblea constituyente parecían, aquella noche, mucho más preocupados por sus propios destinos personales que por el destino del mundo.
—Veo que ninguno de los que se hallan presentes en este sepulcro blanqueado nos ha mirado siquiera. No han hecho ni un leve saludo a su anfitrión, cuya bebida están consumiendo y cuyo aire acondicionado están inundando con todas esas potentísimas colonias. Tengo la sensación de ser una especie de observador en una pelea de gatos.
—No te preocupes por ellos. Lo que pasa es que llevan meses muriéndose de ganas de celebrar una fiesta. Ven. Tienes que ver la decoración que han hecho —y llevó a Ignatius hasta la repisa de la chimenea y le enseñó un jarroncito donde había una rosa roja, una blanca y una azul—. ¿Has visto qué cosa más increíble? Es mejor que todo ese asqueroso papel rizado. Compré un poco de papel fizado, pero nada de lo que pude hacer con él me satisfizo.
—Esto es un aborto floral —comentó Ignatius irritado, golpeando el jarroncito con el sable—. Las flores secas son antinaturales y perversas y sospecho que indecentes, también. Ya veo que vais a darme muchísimo trabajo.