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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (49 page)

BOOK: La conjura de los necios
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Esta vez eran sólo veinte dólares. La próxima podría ser mucho más. Incluso con una buena pensión y algunas propiedades, uno no podía permitirse un hijastro así.

Pero lo peor de todo era el disgusto.

VIII

George estaba pegando el artículo en el álbum de recortes de Aprovechamiento Juvenil, que era uno de sus recuerdos del último semestre en el instituto. Lo pegó en una página vacía entre su dibujo de la aorta de un pato, de la clase de biología, y su trabajo sobre la historia de la Constitución. Tenía que admitir, desde luego, que aquel Mancuso sabía lo que se traía entre manos. George se preguntó si su nombre estaría en aquella lista que habían encontrado los policías en el armario. Si así era, quizá no fuese mala idea ir a visitar a su tío, el que vivía en la costa. Pero aun así, tendrían su nombre. Además, no tenía dinero para ir a ningún sitio. Lo mejor que podía hacer era no salir de casa en unos días. Si se dejaba ver por el centro, aquel Mancuso podría localizarle.

La madre de George, que estaba con la aspiradora en el otro extremo de la sala, veía muy contenta cómo su hijo trabajaba en el cuaderno de ejercicios. Quizá se interesase de nuevo por los estudios. Ni ella ni su padre eran capaces, al parecer, de hacer nada bueno de él. ¿Qué oportunidades podía tener hoy un chico que no tuviera el bachiller? ¿Qué podía hacer?

Apagó la aspiradora y fue a abrir la puerta. Habían llamado al timbre, George miraba las fotografías y se preguntaba qué estaría haciendo en el Noche de Alegría aquel vendedor de salchichas. No podía ser una especie de agente de la policía, desde luego. En fin, Goerge no le había dicho de dónde procedían las fotos. Había algo extraño en todo aquello.

—¿La policía? —oyó preguntar a su madre, en la puerta—. Deben equivocarse ustedes de piso.

George se lanzó hacia la cocina, pero comprendió en seguida que no podía ir a ninguna parte. Aquellos pisos sólo tenían una salida.

IX

Lana Lee hizo trizas el periódico y luego fue haciendo trizas los fragmentos. Cuando la matrona se detuvo junto a la celda para decirle que la limpiara, uno de los miembros del cuerpo auxiliar femenino, que compartían con Lana la celda, dijo a la matrona:

—Largúese. Nosotras somos las que vivimos aquí, nos gusta que haya papeles por el suelo. Largúese.

—Desaparezca —añadió Lee.

—Esfúmese —dijo Betty.

—Ya me encargaré yo de esta celda —contestó la matrona—. Ustedes cuatro han estado haciendo ruido desde que llegaron anoche.

—Sáqueme de este maldito agujero —chilló Lana Lee a la matrona—. No puedo aguantar ni un momento más con estos tres vampiros.

—Eh —dijo Frieda a sus dos compañeras de apartamento—. A esta muñeca no le gustamos.

—Es la gente como vosotras la que estropea el Barrio Francés —dijo Lana a Frieda.

—Cállate —le dijo Liz.

—Basta ya, queridas —dijo Betty.

—Sáqueme de aquí —gritó Lana, a través de las rejas—. He pasado una noche infernal con estos tres bichos. Tengo mis derechos. No pueden dejarme aquí.

La matrona le sonrió y se fue.

—¡Eh! —gritó Lana al fondo del pasillo—. Vuelva acá.

—Tómatelo con calma, queridita —aconsejó Frieda—. Deja de mover la barca. Ahora, ven acá y enséñanos esas fotos tuyas que tienes escondidas en el sostén.

—Sí —dijo Liz.

—Saca las fotos, muñeca —ordenó Betty—. Estoy cansada ya de mirar estas paredes espantosas.

Las tres sé lanzaron a la vez sobre Lana.

X

Dorian Greene dio vuelta a una de sus austeras tarjetas de visita y escribió en ella: «Se alquila apartamento elegantísimo. Información en 1A.» Salió luego a la acera de losas y clavó la tarjeta en el extremo de una de las persianas. Las chicas estarían encerradas esta vez por una temporada. La policía se mostraba siempre muy severa con las reincidencias. Era una lástima que las chicas no hubieran sido nunca muy sociables con sus camaradas residentes en el Barrio Francés; alguien les hubiera mostrado sin duda aquel patrullero maravilloso y así no hubieran cometido el fatal error de atacar a un miembro del cuerpo de policía.

Pero las chicas eran tan impulsivas y tan agresivas. Dorian tenía la sensación de que sin ellas, tanto él como su edificio estaban completamente desprotegidos. Tuvo especial cuidado de cerrar bien el portón de hierro forjado. Luego volvió a su apartamento para terminar la tarea de limpiar lo que había quedado de la asamblea constituyente. Había sido la fiesta más fabulosa de toda su carrera. En su apogeo, Timmy se había caído de una lámpara y se había dislocado el tobillo.

Dorian recogió una bota vaquera que tenía el tacón roto y la tiró a la papelera, preguntándose si aquel absurdo Ignatius J. Reilly se encontraría bien. Algunas personas eran sencillamente insoportables. La dulce madre de la Reina Gitana debía estar deshecha del disgusto, con toda aquella publicidad horrible en los periódicos.

XI

Darlene recortó su fotografía del periódico y la puso en la mesa de la cocina. Vaya noche de estreno. En fin, por lo menos había conseguido publicidad.

Recogió su vestido de Harlett O'Hara del sofá y lo colgó en el armario, mientras la cacatúa la observaba y chillaba un poco desde su aro. Jones se había precipitado, sin duda, cuando descubrió que aquel hombre era un policía, llevándole directamente a aquel armario que había debajo de la barra. Ahora, los dos estaban sin trabajo. El Noche de Alegría estaba clausurado. Lana Lee estaba retirada de la circulación. Aquella Lana. Posando para fotos francesas. Por dinero era capaz de cualquier cosa.

Darlene contempló el aro dorado que había traído a casa la cacatúa. Lana había acertado en lo que había dicho. Aquel loco gordo era realmente el beso de la muerte. Qué mal trataba a su pobre mamá. Pobre señora.

Darlene se sentó a pensar en las posibilidades de trabajo que tenía. La cacatúa aleteó y chilló hasta que le puso el aro, su juguete favorito, en el pico. Luego, sonó el teléfono, y cuando lo descolgó, una voz de hombre dijo:

—Oiga, consiguió usted muchísima publicidad con lo de ayer. Mire, yo llevo un club en el 500 de Bourbon y...

XII

Jones extendió el periódico sobre la barra del Mattie's Ramble Inn y echó una bocanada de humo sobre él.

—¡Juáaa! —le dijo al señor Watson—. Me dio usté una buena idea con esa mierda del sabotaje. Ahora el sabotaje me lo hice a mí, que me veo otra vé vagabundo. ¡Sí, señó!

—Parece que este sabotaje estalló como una bomba nucular.

—Ese gordo chiflao es una bomba nucular garantiza al cien por cien. Mierda. Se lo echas encima a alguien y resulta que tó el mundo queda cogió en la lluvia radiactiva, le vuela el culo a tó el mundo. Sí, señó. El Noche de Alegría anoche era un verdadero zoo. Primero el pájaro, luego aquel gordo desgraciao y luego tres tipas que parecían recién escapas del gimnasio. Mierda. Tos allí peleando y arañando y chillando y aquel gordo chiflao grandote tirao en la calle como si estuviera muerto, la gente peleando y maldiciendo y dando vuelta alrededó de aquel tipo gordo desmayao allí en la calle. Parecía una pelea de una película del Oeste, una pelea de una banda. Se juntó un gentío tremendo allí en la Calle Bourbon. Parecía que teníamos un partido de fútbol. Y al final apareció la policía y agarró a aquella desgracia de la Lee. ¡Sí, señó! Resulta que ella no tenía ningún amigo en la comisaría. Puede que detengan también a alguno de aquellos huérfanos a los que ella ayudaba. ¡Juáaa! Y aquel periódico envió un montón de tipos allí a toma fotos y me preguntaron lo que había pasao. ¿ Quién dice que un tipo de coló no pué conseguí que pongan su foto en primera página? Sí, señó. Juá. Voy a sé el vagabundo más famoso de la ciudá. Ya se lo dije yo al patrullero Mancuso. Fui y le dije: «Bueno, ahora este burdel se va a queda cerrao, ¿qué tal si le dice usté a su amigo de la comisaría que le ayudé para que no ande fastidiándome y diciendo que soy un vagabundo?» ¿Quién quiere verse metió en la cárcel con Lana Lee? Ya era bastante mala fuera. Mierda.

—¿Tienes algún plan de trabajo, Jones?

Jones soltó una nube oscura, aviso de tormenta, y luego dijo: —Después del trabajo que he hecho por menos del salario mínimo, me merezco unas vacaciones pagas. Sí, señó. ¿Dónde voy a encontrá otro trabajo? Ya hay demasiaos tipos de coló arrastrando el culo por la calle. Sí, señó. ¡Juá! Es muy difícil conseguí un trabajo remunerao. Yo no soy el único tipo que tiene ese problema. Esa Darlene lo va a teñe muy difícil, le va a costa mucho encontrá trabajo para ella y para esa águila bailarina. La gente no olvidará lo que pasó la primera vez que metió el culo en un escenario y le echarán agua a la cara si va a pedí trabajo. ¿Comprendes? Usas a un tipo como ese gordo desgraciao pa hace sabotaje y resulta que luego hay mucha gente inocente como Darlene que acaba jodia. Como decía siempre la señorita Lee, aquel gordo chiflao es capaz de arruina la inversión de
tós
. Darlene y su águila voladora probablemente deben está mirándose ahora y diciendo: «¡Juá! Qué fracaso de noche de estreno!» ¡Sí, señó! ¡Vaya noche de estreno! Siento muchísimo que el sabotaje perjudicara a Darlene, pero cuando vi a aquel gordo desgraciao, no pude remedíalo. Sabía que organizaría una explosión en el Noche de Alegría. Sí, señó. Y explotó de verdá. ¡Sí, señó!

—Suerte tuviste de que los policías no te detuvieran también a ti por trabajar en aquel bar.

—Aquel patrullero Mancuso dijo que agradecía que le hubiese enseñado el armarito. Dijo: «Nosotros los policías necesitamos gente como usté, que nos ayude.» Me dice: «Gente como usté es la que me ayuda a mí a hace mi trabajo.» Y yo voy y le digo: «¡Juáaa! No se olvide de decile a su amigo de la comisaría que no empiecen a perseguime por vagabundo.» Y va él y me dice: «Pues sí, claro que sí que lo haré. En comisaría sabrán tos lo que has hecho, sí, hombre». Ahora ellos los policías me aprecian. ¡Sí, señó! A lo mejó hasta me dan una especie de premio. ¿Por qué no?

Jones dirigió una bocanada de humo hasta la cabeza tostada del señor Watson.

—Y aquella cabrona de la Lee que tenía una foto suya metía en aquel armarito. El patrullero Mancuso se quedó mirando las fotos y casi se le caen los ojos al suelo. Decía: «¡Juáaa! ¡Eh! ¡Ahí va!», decía: «Muchacho, ahora sí que lo he conseguío, ahora sí que me ascenderán.» Y yo me dije entonces: «Bueno, pué que algunos asciendan. Y que otros vuelvan otra vez de vagabundos. Después de esta noche, algunos no van a teñe ya su empleo remunerao por debajo del salario mínimo. Algunos van a teñe que arrastra el culo otra vez por ahí por la ciudá. Y otros se pondrán aire acondicionao y televisión en coló.» Mierda. Primero soy barredó especializao y ahora soy vagabundo.

—Las cosas siempre pueden ponerse todavía peor.

—Sí. Dices bien, amigo. Tú tienes tu negocito, tienes tu hijo que está enseñando en la escuela y que debe teñe su aire acondicionao y su Buick y su televisión en coló. ¡Juá! Yo ni siquiera tengo un transiste. Él salario del Noche de Alegría mantenía a la gente por debajo del nivel del acondicionado de aire —Jones formó una nube filosófica—. Pero tú tienes razón en parte, Watson. Las cosas pueden empeora todavía má. Yo podría sé, por ejemplo, aquel gordo desgraciao. ¡Puaf! A un tipo así, pué pasarle cualquier cosa. ¡Sí, señó!

XIII

El señor Levy se instaló en el sofá de nylon amarillo y desplegó el periódico, que se entregaba todas las mañanas en la costa pagando una suscripción algo más alta. Era maravilloso poder tener el sofá para él solo, pero la desaparición de la señorita Trixie no bastaba para levantarle el ánimo. No había dormido en toda la noche. La señora Levy estaba en su tabla de ejercicios aplicando unos cuantos masajes matutinos a su obesidad. Guardaba silencio, ocupada en ciertos planes para la Fundación que estaba anotando en un papel que mantenía apoyado en la ondulante sección frontal de la tabla. Posando el lápiz un momento, estiró la mano para elegir una pasta de la caja que tenía en el suelo. Y las pastas eran precisamente el motivo de que el señor Levy no hubiera dormido en toda la noche. La señora Levy y él habían atravesado bosques para ir a ver al señor Reilly a Mandeville y se habían encontrado no sólo con que no estaba allí sino que, además, una autoridad del lugar, que les había tomado por bromistas, les había tratado muy groseramente. La señora Levy tenía cierto aire de bromísta con su pelo de un color blanco dorado, las gafas de sol de cristales azules, la máscara de maquillaje aguamarina que formaba un círculo alrededor de los cristales azules, como un halo. Allí sentada en el coche deportivo, ante el edificio principal de Mandeville, con la caja inmensa de pastas holandesas en el regazo, debió resultarle un tanto sospechosa a aquella autoridad, pensaba el señor Levy. Pero ella se lo había tomado con mucha calma. Al encontrar al señor Reilly no parecía importarle demasiado a la señora Levy. Su marido estaba empezando a tener la sensación de que no tenía grandes deseos de que lo encontrase, de que, en algún rincón de su cabeza, tenía la esperanza de que Abelman ganase el pleito para poder esgrimir la ruina consiguiente ante Susan y Sandra, como el último y definitivo fracaso de su padre. Aquella mujer tenía una mentalidad tortuosa que sólo era predecible cuando olfateaba una oportunidad de derrotar a su marido. Ahora, el señor Levy empezaba a preguntarse de qué lado estaba ella, en realidad: del suyo o del de Abelman.

El señor Levy había pedido a González que cancelara sus reservas para las prácticas de primavera. Había que resolver el asunto de Abelman. El señor Levy estiró el periódico y comprendió de nuevo que, si su sistema digestivo hubiera sido capaz de soportarlo, debería haber dedicado más tiempo a supervisar Levy Pants. No habrían pasado cosas como aquélla. La vida podía ser más tranquila. Pero sólo el nombre, sólo las tres sílabas de «Levy Pants», provocaban en su pecho complicaciones ácidas. Quizá debería haberle cambiado el nombre. Quizá debería haber cambiado a González. Pero el jefe administrativo era tan leal. Amaba su ingrato trabajo mal pagado. No podías darle la patada así por las buenas. ¿Dónde iba a encontrar otro trabajo? Y aún más importante: ¿quién iba a querer sustituirle? Una buena razón para seguir con Levy Pants era para que González tuviera un empleo. Aunque el señor Levy lo intentase, no podía dar con otro motivo para mantener la fábrica en marcha. González podría suicidarse si la fábrica se cerraba. Había que tener en cuenta aquella vida humana. Además, nadie, al parecer, quería comprar aquello.

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