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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (48 page)

BOOK: La conjura de los necios
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—¿Dónde está aquel conductor de autobús? Hay que demandarlo inmediatamente.

—Pero si sólo te desmayaste, imbécil.

—¿Qué significa entonces este vendaje? No me siento nada bien. Debo tener dañado algún órgano vital, debí dañármelo al caerme en la calle.

—Sólo te hiciste un rasguño en la cabeza. No tienes nada. Te miraron con rayos equis.

—¿Así que han estado manipulando mi cuerpo mientras permanecía inconsciente? Podrías haber tenido el buen gusto de impedírselo. Sabe Dios por dónde habrán estado tanteándome esos médicos lujuriosos.

Ignatius se había dado cuenta de que además de la cabeza y la oreja, desde que se había despertado, había empezado a molestarle una erección. Y que exigía atención urgente, además.

—¿Te importaría dejar mi reservado un momento, mientras me inspecciono para ver si me han maltratado? Bastaría con cinco minutos.

—Mira, Ignatius —la señora Reilly se levantó y cogió a Ignatius por el cuello del pijama de lunares payasesco que le habían puesto—. No te hagas el listo conmigo porque te rompo la cara. Angelo me lo contó todo. Un chico con tu educación y tus estudios vagabundeando con gente rara por el Barrio Francés, entrando en un bar a ver a una dama de la noche —la señora Reilly gimoteó de nuevo—. Tuvimos suerte que no salió todo en el periódico. Habríamos tenido que dejar esta ciudad.

—Tú fuiste la que introdujiste mi alma inocente en aquel antro de bar. En realidad, la culpa de todo la tiene esa chica odiosa, esa Myrna. Hay que castigarla por sus fechorías.

—¿Myrna? —la señora Reilly suspiró—. Pero si ni siquiera está en la ciudad. Ya estoy harta de tus historias, de ese cuento de que por culpa suya te echaron de Levy Pants. No puedes seguir haciéndome esto. Tú estás loco, Ignatius. Aunque es terrible que yo lo diga, mi propio hijo está mal de la cabeza.

—Tienes muy mala cara. ¿Por qué no echas a alguno de ésos y te metes en una de las camas que hay por aquí y duermes una siesta? Anda, vuelve de aquí a una hora.

—He estado levantada toda la noche. Cuando me llamó Angelo diciéndome que estabas en el hospital, casi me da un ataque. Casi me caigo de cabeza contra el suelo de la cocina. Podría haberme roto el cráneo. Luego, entré en mi cuarto a vestirme y me disloqué un tobillo. Y estuve a punto de chocar al venir con el coche.

—No, otro choque no —balbució Ignatius—. Esta vez tendría que irme a trabajar en las minas de sal.

—Toma, imbécil. Angelo me dijo que te lo diese.

La señora Reilly buscó junto a su silla y alzó del suelo el grueso volumen de La consolación por la filosofía. Lo lanzó contra la cama, apuntando una de sus esquinas a la barriga de Ignatius.

—Augg —gorgoteó Ignatius.

—Angelo lo encontró anoche en el bar —dijo audazmente la señora Reilly—. Alguien se lo robó en los lavabos de la estación de autobuses.

—¡Oh, Dios mío! Todo esto ha sido preparado —chilló Ignatius, blandiendo la inmensa edición entre sus zarpas—. Ahora lo entiendo todo. Te dije hace mucho que ese subnormal de Mancuso sería nuestra desgracia. Ahora ha asestado su golpe final. Qué inocente fui al prestarle este libro. Cómo me han embaucado.

Cerró los ojos inyectados en sangre y balbuceó incoherentemente unos instantes. Luego continuó:

—Engañado por una pelandusca del Tercer Reich que ocultaba su rostro depravado detrás de mi propio libro la base misma de mi visión del mundo. Ay, madre, si supieses con qué crueldad me ha burlado una conspiración de subhumanos. Irónicamente, el libro de Fortuna me ha traído mala suerte. ¡Oh, Fortuna, degenerada impúdica!

—Cállate —gritó la señora Reilly, la cara empolvada crispada por la cólera—. ¿Quieres que venga aquí todo el pabellón de recuperación? ¿Qué crees que va a decir ahora la señorita Annie? ¡Cómo voy a mirar a la gente a la cara ahora, estúpido, loco! Ahora en el hospital quieren veinte dólares por dejarte salir. El conductor de la ambulancia no pudo llevarte al Hospital de Caridad como un buen hombre, no. Tuvo que traerte aquí, a un hospital de pago. ¿De dónde crees que voy a sacar los veinte dólares? Mañana tengo que pagar una factura de tu trompeta. Tengo que pagarle a aquel hombre lo de su casa.

—Esto es un ultraje. No pagarás los veinte dólares, desde luego. Es un atraco a mano armada. Vete ahora mismo a casa y déjame aquí. Se está muy bien. Es muy tranquilo. Aquí puedo recuperarme. Es exactamente lo que mi psique necesita en este momento. En cuanto tengas una oportunidad, tráeme los lápices y la carpeta que encontrarás en mi escritorio. Tengo que reseñar este trauma ahora que aún está fresco en la memoria. Te doy permiso para entrar en mi habitación. Ahora, si no te importa, tengo que descansar.

—¿Descansar? ¿Y pagar otros veinte dólares por otro día? Sal de esa cama. Llamé a Claude. Viene para acá y pagará tu factura.

—¿Claude? ¿Quién demonios es Claude?

—Un conocido.

—¿Pero en qué te has convertido? —balbució Ignatius—. Bien, aclaremos una cosa. Ningún desconocido va a pagar mi factura del hospital. Me quedaré aquí hasta que compre mi libertad un dinero honrado.

—Levántate ahora mismo de esa cama —gritó la señora Reilly. Asió el pijama, pero el cuerpo estaba hundido en el colchón como un meteorito.

—Levántate antes de que te rompa esa cara gorda a bofetadas.

Ignatius se incorporó cuando vio alzarse sobre su cabeza el bolso de su madre.

—¡Oh, Dios mío! Llevas el calzado de los bolos —Ignatius lanzó una mirada de sus ojos rosados, azules y amarillos, a un lado de la cama y fue bajando luego hasta la enagua de su madre y hasta sus calcetines de algodón caídos—. Sólo tú podías traer semejante calzado al lecho de dolor de tu hijo.

Pero su madre no respondió al reto. Tenía la resolución, la superioridad que proporciona la cólera profunda. Había en sus ojos un brillo acerado. Miró luego sus labios, delgados y firmes.

Todo iba mal.

II

El señor Clyde vio el periódico de la mañana y despidió a Reilly. La carrera como vendedor de aquel gorila grandullón había terminado. ¿Por qué llevaba aquel babuino el uniforme fuera de servicio? Un mono como Reilly podía echar abajo diez años de esfuerzos intentando crear una imagen comercial decente. Los vendedores de salchichas tenían ya bastantes problemas de imagen, sin necesidad de que uno de ellos se desmayase en la calle a la puerta de un prostíbulo.

El señor Clyde y el caldero hervían y humeaban. Si Reilly osaba aparecer de nuevo por Vendedores Paraíso,
Incorporated
, le clavaría el tenedor en el cuello. Pero estaban aquellos uniformes, y aquel atavío pirata. Reilly debía haber sacado furtivamente el disfraz de pirata del garaje, la tarde anterior. En realidad, no tendría más remedio que ponerse en contacto con aquel gorila. Aunque sólo fuese para decirle que no apareciese por allí. De un animal como Reilly no podía esperarse que devolviera el uniforme.

El señor Clyde telefoneó varias veces al número de la Calle Constantinopla sin obtener respuesta. Quizás le hubieran encerrado en algún sitio, y la madre del gorila debía estar tirada por el suelo, borracha perdida. Dios sabe. Menuda familia.

III

El doctor Tale llevaba una semana horrible. Una estudiante había encontrado una de aquellas amenazas con que le había abrumado años atrás aquel psicópata graduado. No sabía cómo había podido caer en sus manos. Los resultados eran ya sobrecogedores. Iban propagándose lentamente rumores clandestinos; estaba convirtiéndose en el hazmerreír de la universidad. Uno de sus colegas le había explicado por fin en una fiesta el porqué de las risas y los cuchicheos que interrumpían sus clases, antes tan respetables.

Aquel asunto de la nota, lo de «confundir y corromper a los jóvenes», había sido mal entendido y mal interpretado. Se preguntaba si podría verse obligado a dar explicaciones a sus superiores académicos. Y aquello de los «testículos subdesarrollados»... El doctor Tale se encogió. Quizás fuera mejor sacarlo a la luz todo, pero significaría intentar localizar a aquel antiguo alumno, que era capaz, de todos modos, de negar su responsabilidad en el asunto. Quizá debiese limitarse a intentar explicar cómo era el señor Reilly. El doctor Tale le vio de nuevo, con su enorme bufanda, y a aquella espantosa anarquista de la valija que iba siempre con el señor Reilly inundando la universidad de panfletos. No se había quedado demasiado tiempo, por suerte, aunque aquel Reilly parecía planear convertirse en un elemento permanente de la universidad, como las palmeras y los bancos.

El doctor Tale les había tenido a ambos en clases distintas un lúgubre semestre, durante el cual habían interrumpido sus disertaciones con ruidos extraños y preguntas venenosas e impertinentes que nadie, Dios aparte, podría haber contestado. Se estremeció. A pesar de todo, debía localizar a Reilly y obtener de él una explicación y una confesión. Con que los estudiantes le echasen un vistazo, entenderían que la nota era una fantasía insustancial de una mente enferma. Podía dejar incluso que sus superiores académicos le echaran un vistazo también. La solución era, pues, una solución física, en realidad: presentar al señor Reilly en sus abundantes carnes.

El doctor Tale dio un sorbo al vodka con zumo V-8 que siempre tomaba después de una noche de copioso bebercio social y miró el periódico. La gente del Barrio Francés se divertía, por lo menos. Dio otro sorbo al vaso y recordó el incidente aquel de cuando el señor Reilly arrojó todos aquellos exámenes a la cabeza de los estudiantes, en aquella manifestación debajo de las ventanas de los despachos de los profesores. Sus superiores tenían que recordarlo también. Sonrió complacido y volvió a mirar el periódico. Eran muy cómicas las tres fotos. A él siempre le había divertido la gente vulgar y grosera (a una cierta distancia). Leyó el artículo y se atragantó, escupiendo líquido sobre la chaqueta del smoking.

¿Cómo habría caído tan bajo Reilly? De estudiante era excéntrico, pero aquello... Los rumores serían mucho peores si se descubría que aquella nota la había escrito un vendedor ambulante de salchichas. Reilly era capaz de presentarse en la universidad con el carro e intentar vender salchichas delante de la Facultad de Sociología. Convertiría deliberadamente todo aquel asunto en un circo. Sería una farsa desdichada en la que él, Tale, haría de payaso.

El doctor Tale posó el periódico y el vaso y se tapó la cara con las manos. Tendría que vivir con aquella nota. Lo negaría todo.

IV

La señorita Annie miró el periódico de la mañana y enrojeció. Se había estado preguntando por qué habría tanto silencio en casa de los Reilly aquella mañana. En fin, aquello era la última gota. Ahora, el barrio adquiriría mala fama. No podía soportarlo. Aquella gente tenía que irse. Conseguiría que los vecinos firmaran una petición.

V

El patrullero Mancuso miró otra vez el periódico. Luego, lo sostuvo junto al pecho y chispeó el flash. Había llevado su cámara fotográfica a la comisaría y le había pedido al sargento que le fotografiase con un telón de fondo oficial: el escritorio del sargento, los escalones de la comisaría, un coche patrulla, una agente de tráfico especializada en los que excedían la velocidad máxima en zonas escolares.

Cuando ya sólo le quedaba una fotografía, el patrullero Mancuso decidió combinar dos de los decorados para un final dramático. Mientras la agente de tráfico, fingiéndose Lana Lee, subía a la parte de atrás del coche patrulla haciendo muecas y blandiendo un puño vengador, el patrullero Mancuso miraba a la cámara con el periódico, ceñudo y serio.

—Bueno, Angelo, ¿nada más? —preguntó la agente, deseosa de llegar a una escuela próxima antes de que terminara en la zona el período de velocidad limitada.

—Muchísimas gracias, Gladys —dijo el patrullero Mancuso—. Mis chicos querían unas fotos más para enseñar a sus amiguitos.

—Claro, claro —dijo Gladys, apresurándose, el bolso a rebosar de tacos de multas—. Tienen todo el derecho a estar orgullosos de su papá. Me alegro de haber podido ayudarte, querido. Si quieres hacer más fotos, no tienes más que decírmelo.

El sargento tiró el último flash en una papelera y posó la mano en el hombro vertical del patrullero Mancuso.

—Consiguió desbaratar usted solo la operación pornográfica más activa de la ciudad —luego aplicó una palmada al declive del omoplato del patrullero Mancuso y prosiguió—: Mancuso, precisamente usted habría de traernos a una mujer a la que no pudieron engañar siquiera nuestros mejores agentes secretos. Mancuso, según he sabido, ha estado trabajando en este caso fuera de servicio. Mancuso, puede identificar usted, al parecer, a uno de sus cómplices. ¿Quién ha sido el individuo que ha estado persiguiendo fuera de servicio, constantemente, a personajes como esas tres chicas e intentando su defunción? Mancuso, sólo Mancuso.

La piel aceitunada del patrullero Mancuso se ruborizó levemente, salvo en determinadas zonas arañadas por el cuerpo auxiliar femenino del Partido de la Paz. Allí la piel estaba simplemente roja.

—Ha sido sólo suerte —comentó el patrullero, carraspeando para librarse de una flema invisible—: Me dieron, una información, un soplo. Luego, ese Burma Jones me dijo que buscase en el armarito, debajo de la barra.

—Una redada hecha por un solo hombre, Angelo.

¿Angelo? El patrullero se convirtió en todo un espectro de matices del naranja al violeta.

—No me extrañaría que consiguiese un ascenso por esto —dijo el sargento—. Hace mucho ya que es usted patrullero. Y hace sólo un par de días yo le consideraba un mequetrefe. ¿Qué le parece eso? ¿Qué dice usted a eso, Mancuso?

El patrullero Mancuso carraspeó con mucha vehemencia.

—¿Puedo coger mi cámara? —preguntó, casi incoherentemente, una vez despejada la laringe.

VI

Santa Battaglia mostró el periódico a la foto de su madre y dijo: —¿Qué te parece esto, dime? ¿No te enorgulleces de tu nieto Angelo? ¿Te gusta, querida?

Señaló luego la otra foto.

—¿Qué te parece ese chico chiflado de la pobre Irene tumbado ahí en la calle como si fuera una ballena muerta? ¿Verdad que es triste? Esa chica tiene que librarse de ese hijo. ¿Qué hombre va a casarse con Irene con ese gorila por la casa? Nadie, por supuesto.

Santa cogió la foto de su madre y le dio un beso sonoro y húmedo.

—Tú no te preocupes, mujer. Ya sabes que yo rezo por ti.

VII

Claude Robichaux miraba el periódico muy apesadumbrado en el tranvía que le llevaba al hospital. ¿Cómo podía aquel muchachote hacer sufrir así a una mujer tan dulce y delicada como Irene? Estaba tan pálida y tan agotada de las preocupaciones que le causaba aquel hijo. Santa tenía razón: a aquel hijo de Irene había que tratarlo antes de que causara más disgustos a su maravillosa madre.

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