La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (11 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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Así, pues, no soñó en parar de frente el golpe que se le asestaba, y a lo sumo intentaría asesinarme, si es que la alarma de la bella Memé la noche de mi llegada tuvo fundamento; ni menos pensó en someterse a sus enemigos. Su primera determinación fue refugiarse en Urimi, ciudad propicia a una rebelión, por haber sido privada de sus caminos. En Urimi comienzan los grandes bosques del Norte, y cerca se encuentra uno de los doce destacamentos de la frontera, mandado a la sazón por Quetabé, hermano de Viaco. El lugar elegido por éste no podía ser más a propósito para una tentativa sediciosa; los habitantes de Urimi acogieron al fugitivo y se mostraron deseosos de defenderle; Quetabé apoyó los planes de su hermano, y el grupo rebelde, compuesto de dos mil urimis y de doscientos ruandas, se preparó para atacar a Maya sin pérdida de tiempo, con esa rapidez asombrosa con que acometen los africanos las empresas más arduas. Entre Urimi y Maya están Cari, en el bosque, y Misúa, bella ciudad habitada por pastores; los de Cari tomaron las armas por Viaco, y los de Misúa, donde establecieron el cuartel los insurrectos, fueron obligados a tomarlas también por la fuerza.

Desde aquí enviaron emisarios a Maya, que está a dos horas de camino, para hacer prosélitos entre los ensis, seduciéndoles con promesas, y sin más tardanza vinieron sobre la ciudad, según lo había anunciado el dormilón Viami, cuando apenas el cabezudo Quiganza y sus fieles habían tenido tiempo para apercibirse a la resistencia. Sin embargo, se adoptaron prontas medidas: cerráronse las puertas de la ciudad; pusiéronse en pie de guerra los cincuenta hombres de la guarnición; armáronse todos los hombres útiles, libres y siervos, en número de tres mil, y Quiganza confió la dirección de la guerra al consejero y hábil estratégico, Menu, el de los grandes dientes, asesorado por ocho uagangas de los más peritos en el arte militar. Hechos los preparativos, abandonando la ciudad a las mujeres, salimos a campo abierto y marchamos contra el enemigo, que retrocedía en busca de un lugar ventajoso para hacer frente, y se detuvo, por fin, junto a una arboleda que está a la vista de Misúa. Entonces nosotros nos detuvimos también, y el dentudo Menu reunió su consejo para resolver el plan de ataque. Acordaron dividir las fuerzas en tres alas, que atacarían por distintos lados y se reunirían después por sus extremos, formando un circuito (un triángulo era su idea) donde quedaría encerrado el enemigo. En consonancia se hizo la distribución de las tropas, y compuestas las tres alas, comenzó el combate; pero bien pronto notamos que nuestros cincuenta ruandas se pasaban al grupo de Quetabé y que casi toda el ala del centro, que debía llevar el peso de la batalla y estaba formada por siervos, se unía al grupo dirigido por el fogoso Viaco. De suerte que el ejército contrario, entrando por nuestro centro, separó las alas derecha e izquierda, las cuales, vista la imposibilidad de luchar con ventaja, se desbandaron y huyeron.

Faltando tan lastimosamente los tres lados de nuestro ejército, el triángulo soñado por el dentudo Menu no pudo formarse, y los que presenciábamos la lucha desde lejos, huimos despavoridos hacia Maya; los que pudimos escapar entramos en la ciudad, recogimos nuestras familias y nos refugiamos en la fiel Mbúa. Entre los refugiados estaban el príncipe Mujanda, tres hijos del rey, dos consejeros, Menu y Sungo, veinte uagangas y todas nuestras mujeres y nuestros hijos, así como la familia real. Antes que cerrara la noche llegaron más fugitivos, trayéndonos terribles nuevas: Viaco, había entrado en Maya y había sido proclamado rey; Quiganza, hecho prisionero, después de presenciar la proclamación de Viaco, había sido decapitado, y su gran cabeza paseada por la ciudad como trofeo de la victoria.

Al día siguiente partieron de la corte, para todas las ciudades del reino, correos, portadores de un edicto real en que se exigía la sumisión y se anunciaba el perdón de los partidarios de Quiganza que se presentaran en el plazo de diez días. Todos los habitantes de Maya volvieron a sus hogares, salvo quince que habían muerto en el campo de batalla, entre ellos el orejudo consejero Mato; las ciudades del Norte se apresuraron a proclamar a Viaco, y sólo las del Sur se mostraban propicias por el rey legítimo, Mujanda. Pero la intervención mía evitó la guerra civil.

Era fácil comprender que, por muy grandes que fueran los esfuerzos de las ciudades leales, sería imposible resistir el primer empuje de un ejército triunfante; los destacamentos del Norte estaban de parte de Viaco, mientras nosotros no contábamos con los del Sur porque las poblaciones se negaban a llamarlos en nuestro auxilio temiendo ser víctimas de su rapacidad; valía más ceder en los primeros momentos y esperar un cambio favorable. El peligro principal para Viaco era el mismo ejército que ahora le apoyaba, y que le impediría afirmar su poder. Gracias al influjo que yo ejercía sobre Mujanda, príncipe joven e inexperto, y yerno mío por añadidura, pude hacer imperar mis ideas, que todos aceptaron como buenas, no sé si porque comprendieran que la razón estaba de mi parte, o si a causa del temor que les inspiraba afrontar una lucha a muerte.

La esposa favorita del cabezudo y desventurado Quiganza, la gorda Mcazi, era hija del reyezuelo de Viloqué, ciudad situada en el extremo Sudeste del país, en el interior de los bosques, y solicitó de su padre el favor de establecer allí nuestro oculto refugio mientras pasaban las horas de desgracia. El viejo Mcomu, llamado así por tener el dedo pulgar de la mano derecha extraordinariamente grande, nos concedió su apoyo, y entonces se hizo saber que Mujanda y sus fieles abandonaban el reino. Las ciudades del Sur reconocieron al usurpador Viaco, y el dentudo Menu y los uagangas que nos habían seguido se presentaron también a él. Sólo Mujanda y la familia real, y Sungo, enemigo de Viaco, y yo, con nuestras familias, partimos para el destierro confiados en la lealtad de Lisu, el de los espantados ojos, del veloz Nionyi, del valiente Ucucu y del viejo Mcomu, únicos reyezuelos que estaban en el secreto de nuestra resolución. De Mbúa pasamos a Ruzozi; de Ruzozi a Boro, la ciudad de la «montaña»; de Boro a Tondo, en medio de un bosque de árboles de este nombre, y de Tondo a Viloqué, la pequeña ciudad de los «bananos», donde entramos de noche para no ser vistos de nadie. El camino de Ruzozi a Viloqué es muy penoso, y exige a hombres muy andadores cinco jornadas: dos a Boro, dos de Boro a Tondo, y una desde aquí a Viloqué, marchando a diez leguas por día; pero nosotros tardamos veinte días y sufrimos grandes penalidades por la falta de provisiones y la torpeza de las mujeres, poco habituadas a caminar. El viejo Mcomu nos acogió con buena voluntad en su palacio, en cuyo interior había construido varios tembés para acomodarnos. No obstante, nuestra permanencia allí fue muy breve, porque el temor de que una denuncia nos perdiera, y el anuncio de la próxima venida de Viaco, nos obligó a buscar otro sitio más seguro en el centro del bosque, en un lugar que inspira gran terror a los naturales y adonde mis compañeros de destierro sólo se atrevieron a ir cuando les aseguré de la benevolencia de Rubango.

Construimos una gran cabaña, cercándola con un vallado para defenderla de las fieras, y la dividimos en tres partes: la mitad para Mujanda y para su familia, compuesta de su madre, de su única mujer, Midyezi, la hija de Memé, y de la familia real, de la que él vino a ser jefe, y que se componía de cincuenta mujeres y veintidós hijos, tres de éstos varones mayores de edad. Una cuarta parte fue para Sungo, cuyas esposas eran ocho, y diez sus hijos. La otra cuarta parte para mí y para mis veintinueve mujeres y cinco hijos menores. Así vivimos diez meses de los frutos del bosque y de la caza, sufriendo las tristezas de la falta de sol y de la abundancia de lluvias y los males de una ruda aclimatación, en la que estuvimos todos a punto de perder la vida. El espanto que estos parajes producen a los de Viloqué se funda en mil leyendas fantásticas, de las que Rubango es el héroe; pero lo que hay en ellas de positivo, es que toda esta parte del país está rodeada de lagunas, cuyas emanaciones producen fiebres pertinaces y disenterías de desenlace tan rápido como una invasión colérica. Merced a un sistema de sudoríficos y antiflogísticos inventado por mí los estragos no fueron muy sensibles, y sólo perecieron sesenta y ocho individuos de la colonia entre ciento treinta y siete; las pérdidas más sensibles fueron la de la obesa Meazi, la de los hijos varones de Quiganza, de los que sólo se salvó el tercero, llamado por esta razón Asato, y la de las dos entrañables amigas Niezi y Nera, muertas en un mismo día.

El fogoso Viaco, entretanto, visitaba el país en son de paz, y establecía por todas partes la organización ensi. Contra lo que yo esperaba, había sabido evitar los peligros del militarismo, enviando las tropas a sus cuarteles con buenas recompensas, y pretendía cimentar su poder con el apoyo de los hijos de Lopo. Esta fidelidad a un compromiso adquirido en horas de apuro, me pareció un error grave; porque si una minoría descontenta puede en circunstancias críticas decidir de la suerte de una nación, no por esto será bastante fuerte para continuar imponiéndose en condiciones normales. Viaco había visto que en la batalla de Misúa la defección de los ensis había decidido en su favor la victoria, y creía que el apoyo de éstos le bastaba en tiempo de paz. El triunfo, sin embargo, era de los descontentos de Urimi, de los mismos que, satisfecho su rencor, se volverían contra él y contra el nuevo sistema. ¿No era lógico que una ciudad ofendida porque se había visto privada de sus caminos, de sus medios de comunicación, se ofendiera más cuando se viese disgregada, cuando la incomunicación fuese, no ya de ciudad a ciudad, sino de familia a familia?

Pero el errar es propio de los hombres de Estado más conspicuos, y en estos errores se funda siempre la esperanza de los caídos. El error del cabezudo Quiganza consistió en no hacer caso de los hijos de Lopo, y el error del fogoso Viaco, consistirá en hacer caso de ellos. Se puso, pues, por obra la reforma territorial, con sólo dos limitaciones: la primera, no destruir de una vez las ciudades, por si en un caso de necesidad imprevista tenían alguna aplicación: la segunda, conservar la autoridad de los reyezuelos, para evitar los retrasos que acarrearía la acción de un solo rey sobre territorio tan dilatado. El rey, los reyezuelos y sus consejeros quedaban residiendo en las ciudades, y el resto de los súbditos, sin distinción ya entre libres y siervos, fue distribuido por el país, que Viaco tuvo el acierto, justo es decirlo, de repartir con suma equidad. Cada jefe de familia recibió un lote de tierra, proporcionado a sus necesidades y a su profesión. La cantidad fue igual para todos, pero variaban las circunstancias: los labradores y pastores recibían sus parcelas en tierras de labor o de pastos; los pescadores, a las orillas del río para que pudieran pescar, y los cazadores, en los bosques para que pudieran cazar. A los industriales se les asignó toda la cuenca del Unzu y gran parte de los bosques, según que trabajaban en piedras y metales, y necesitaban estar en un punto céntrico, y en comunicación con el río, o en maderas, y necesitaban tener a mano la primera materia de su industria.

Nosotros, en nuestro retiro, no dejábamos de estar al corriente de los sucesos, porque tres hijos de Sungo, tan diestros y astutos como su padre, recorrían el país como vendedores de pieles, y volvían de vez en cuando con noticias cada vez más desconsoladoras: por ninguna parte asomaba la revolución; el reparto territorial se realizaba sin resistencias en el Norte y en el Sur, dirigido por Viaco y por las autoridades de cada localidad, y en tres meses la obra tocaba a su fin. Las antiguas ciudades habían sufrido algo, porque al construir las nuevas viviendas se aprovechaba bastante material de las antiguas: maderas, cañas, lienzos y pizarras. Yo me imaginaba el reino de Maya como una ciudad colosal: la arteria más importante era el río, donde pululaban los pescadores; el corazón, el lago Unzu, donde hormigueaban los herreros y pizarreros; los barrios, los ensis, en cada uno de los cuales se levantaba solitaria una quinta rústica; las calles, los senderos que separaban los ensis; las murallas, las grandes forestas que por el Norte y por el Sur la rodean, pobladas por hábiles carpinteros y por valientes cazadores; las fortalezas, los cuarteles donde los ruandas vigilantes acampaban.

Una de las últimas ciudades visitadas fue Viloqué, y cuando Viaco llegó ya estaba formado el plan de reparto. El viejo y honrado Mcomu permanecía en la ciudad con los tres uagangas consejeros, reservándose en las cercanías cuatro grandes lotes, cada uno con más de cinco mil árboles; los jefes de familia, que eran cerca de doscientos, recibían por sorteo los suyos, que comprendían todo el distrito, exceptuado el paraje donde nosotros vivíamos, que fue abandonado a las furias de Rubango.

Todo parecía augurar bien del nuevo sistema, y los primeros días el país vivió atareado en arreglar sus nuevas viviendas, antes que llegase la estación de las lluvias, la
mazica
; los siervos, alegres de ver realizado su afán de libertad y de independencia, y deseosos de acrecentar sus bienes para aumentar el número de sus esposas, que son bienes mayores; los hombres libres resignados con el cambio, porque candorosamente creían que así como se había cumplido, cuando parecía imposible, el ideal de los hijos de Lopo, se cumpliría también la última parte de su programa, la pronta venida de los cabilis. La única dificultad que surgió en los primeros momentos fue la de aplicar el reparto entre los pueblos de los bosques del Norte, donde era muy frecuente la poliandria, pues en caso de apuro los hombres acostumbraban a vender sus mujeres en Maya, mercado muy favorable, y se concertaban para vivir con una mujer sola, usufructuada por turnos regulares. Los mayas no se detienen nunca en el término medio, esto es, en la monogamia, y sólo son monógamos el tiempo necesario para adquirir más mujeres. Cuando comprenden que por su pobreza o por su invencible holgazanería no llegarán nunca a tener un harén, no se resignan a vivir siempre con una mujer, que les obliga a poner casa sin promesa de grandes beneficios; así, pues, la venden y viven en los árboles o en una simple choza suficiente para meter el cuerpo por la noche, y se ponen de acuerdo con otros hombres que viven en condiciones parecidas para sostener una esposa, a la que cada cual mantiene el día de turno. Aparte de la manutención, la mujer tiene derecho a una cabaña y a un vestido cada año, y conserva la propiedad de los hijos comunes. Hay una ciudad, Rozica, donde la poliandria está muy generalizada, y en ella las mujeres y los hijos comunes son los más considerados, siendo una grave tacha pertenecer a un solo hombre o tener padre conocido.

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