La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (26 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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Los mayas continuaban considerándose como aislados en medio de aquella sociedad, que, por ser democrática, parecía deber inspirarles confianza en el porvenir; sin acertar a explicarlo, pensaban en su fuero interior que el Estado maya era una coalición impuesta por el miedo recíproco y por la necesidad de disfrutar algunos períodos de paz para consagrarse con todas sus fuerzas a la procreación, llenar los huecos dejados por las luchas pasadas, y preparar nuevas y numerosas falanges para las venideras. Y ¿quién sabe si en esta concepción nebulosa de la vida social habrá un fecundo germen de verdadero progreso, del progreso que brota de los combates, no del impuesto por una inteligencia superior arbitraria? De esta suerte, considerando como un hecho posible, y aun probable, la disolución del Estado, se tenían a sí mismos como centros de su propia vida y se educaban como si hubieran de vivir de su exclusivo trabajo. La industria y el comercio eran como accesorios de la agricultura, y nadie se consagraba a ellos por entero; todos eran agricultores en primer término, y si no disponían de tierras productivas, cazadores o pescadores. En el caso de dislocarse la nación, no existían clases sociales que quedasen en el aire y que se opusieran a la ruina y acabamiento final. Algún pequeño trastorno sufrirían los herreros o carpinteros, los vendedores de pieles o de pescado seco; pero trastorno momentáneo, pues a los pocos días los habitantes del bosque se darían por satisfechos con atracarse de frutas, los de tierra llana tendrían de sobra con sus cereales y legumbres, y los del río con los productos de la pesca.

El gran Usana debió pensar en tan importante cuestión, y sin duda para fundar la unidad nacional instituyó las fiestas religiosas y el congreso de los uagangas, que yo por mi parte había desarrollado hábilmente, con el propósito ya expresado de centralizar más el poder; pero tan firmes instituciones no bastaban, porque, habiendo sido imitadas por todas las ciudades, cada una de ellas tenía en sí los medios de vivir independientemente de la corte. Sabida es la premura con que las ciudades se apresuraban a copiar cuantas reformas se introducían en el gobierno, religión, fiestas, trajes y costumbres de la capital, y en un pueblo tan perezoso como el maya, ese apresuramiento quería decir que todo el mundo deseaba recobrar su autonomía o mantenerse en estado de disfrutar de ella una vez que la centralización actual desapareciese. Cuando la revolución promovida por Viaco y los hijos de Lopo, se vio de un modo experimental que la civilización maya había llegado ya a tal punto que repugnaba la autonomía de los ensis, bien por la imposibilidad de celebrar el afuiri y gozar de las tiernas expansiones de los días muntus, bien por la inseguridad de las personas y de los bienes, pero que aún no profesaba gran amor a la patria común, sin duda porque éste suele ser un estado superior del amor al terruño, amor que, por no haber tenido Usana el buen acuerdo de establecer la propiedad individual, los mayas no poseían. En vida del usurpador Viaco se habían reconstituido las ciudades contra el mandato de la ley, y aun después de muerto fue necesaria toda mi prudencia política para restaurar el imperio de la monarquía legítima sobre todo el país. Mi deseo, pues, había sido, y era, modificar de tal suerte la organización del Estado maya que, en caso de revolución, volviese éste por las solas fuerzas naturales a reconstituirse para presidir eternamente los destinos de la nación una e indisoluble.

A tal punto se enderezaron algunas de mis reformas, como la venta de tierras a perpetuidad y la unificación de los escalafones. Estas reformas eran, sin embargo, armas de dos filos; antes de engendrar el noble sentimiento de amor a la patria, la propiedad territorial atraviesa por fases muy peligrosas, y la primera que yo pude estudiar más de cerca fue un crecimiento formidable del egoísmo de los que poseían mucho, y un desencadenamiento de los odios de los que poseían poco o nada, y más aún de los que perdían sus propiedades. Antes de convertirse en columna de las instituciones, el propietario procura ser él mismo institución, feudalizarse, ennoblecerse y avasallar. Por fortuna, las arremetidas de los grandes propietarios y ambiciosos del poder estaban contrarrestadas por el excesivo número de funcionarios inútiles, creados por mí, y que en este período de transición fueron la tabla en que se salvó la monarquía y el país.

Es costumbre hablar mal de los funcionarios que desempeñan destinos poco o nada útiles para la marcha aparente del Estado, y se considera como ideal de una buena administración la ausencia de parásitos, que, en opinión de los mismos censores, no sólo dañan por lo que no hacen y por lo que no dejan hacer, sino más bien por lo que complican el engranaje administrativo y dificultan su ordenada marcha. Error grave, del que deben huir los estadistas deseosos de fundar instituciones duraderas, pues ninguna sociedad puede subsistir sin el parasitismo. En Maya observé yo la curiosa particularidad de que la vida de la nación estuviese principalmente sostenida y regularizada por el número, en verdad abrumador, de funcionarios públicos, que yo fui intercalando en donde quiera que las falanges administrativas me parecían poco espesas. Apenas ocurría algún trastorno, notaba que los empleados que desempeñaban una función necesaria, como los reyezuelos, eran los más inseguros, porque contaban sobre la realidad de su poder para sostenerse en el gobierno. Los particulares simpatizaban con cualquier tentativa de cambio político: los ricos, por ambición; los pobres, por descontentos; todos por variar y mejorar. Los únicos fieles defensores eran los funcionarios inútiles, que, convencidos de que la agitación nacía del deseo de turnar en el disfrute de las prebendas, se aprestaban sin vacilación a la lucha y, combatiendo por sus intereses, combatían por el Gobierno y le sostenían. El parasitismo es, ciertamente, una causa de debilidad; pero es también signo seguro de vida, porque los parásitos huyen de la muerte. Un Gobierno libre de ellos está a dos pasos de su fin, sea que termine por consunción, sea que se exponga a morir de exceso de salud; estado ideal al que los humanos deben procurar cuidadosamente no aproximarse.

Sin embargo de haber obtenido brillantes resultados de la unificación e indefinido alargamiento de los escalafones, con los que formé dos grandes grupos de funcionarios: pedagógicos y sacerdotales, que constituían la policía profiláctica, y militares, que representaban la terapéutica o represiva (amén de los numerosos mnanis o auxiliares de ambos grupos), aún no vi bastantes intereses creados a la sombra del orden y de la unidad nacional, y temía que estos numerosos funcionarios se acomodasen, en caso de necesidad, a vivir sobre estas o aquellas ciudades, en la misma forma en que lo venían haciendo sobre la nación entera, y que no tuviesen bastante interés en conservar a ésta su preciosísima unidad. En tal caso, como ellos eran el vínculo más fuerte que mantenía unidos los diferentes núcleos o cantones, la obra esbozada por Lopo, planteada por Usana y perfeccionada por mí, estaba expuesta a perecer.

Ese lazo de unión tan deseado lo hallé en un nuevo monopolio, que no fue admitido, como los anteriores, con indiferencia, sino con tan vivo entusiasmo, que vine a comprender que, en lo sucesivo, los mayas todos aceptarían y sufrirían el supremo poder de Mujanda y sus sucesores para asegurar el disfrute del nuevo producto de la industria real, el alcohol, cuya venta se inauguró la primera noche muntu. Ninguno de mis éxitos, ni el del lavado y estampado de las túnicas, ni la institución del segundo día festivo, de las luchas de circo y del alumbrado, puede compararse con el de la invención del alcohol, aceptado desde el primer momento sin oposición ni discusión.

Cuando por primera vez se me ocurrió utilizar el alcohol para afianzar los poderes públicos, anduve madurando bastantes semanas mi proyecto, examinando sus contingencias posibles, buenas y malas. El interés gubernamental no hubiera bastado a decidirme si comprendiera que había de seguirse algún daño para los individuos, o cuando menos para la raza. Dos razones, entre otras, hicieron gran mella en mi ánimo y determinaron mi decisión afirmativa. La primera fue, que si por acaso resultaban exactos los dichos de los sociólogos, y el alcohol producía grandes perturbaciones orgánicas y funcionales en los individuos que de él abusaran, y la degeneración de su descendencia, siempre habría tiempo para suprimirlo; pues siendo un monopolio, y no estando divulgado el secreto de la fabricación, bastaría para ello una decisión del poder real, que por algo es considerado por los estadistas como poder moderador. No era, sin embargo, probable que tales perniciosas consecuencias se presentaran, porque los sociólogos que yo había leído se referían en particular a la raza blanca, en la que es cierto que el alcoholismo suele terminar por la locura, el idiotismo, las deformaciones orgánicas y demás signos de degeneración. La raza negra es más robusta, y no sólo podría resistir mejor la acción de ese agente deletéreo, sino que acaso encontraría en él un estímulo para espiritualizarse; de suerte que, si el alcohol engendra el idiotismo en los seres civilizados, vendría a producir el desarrollo intelectual en estas razas primitivas, que ya poseen el idiotismo por naturaleza. En el caso de que mis suposiciones resultaran fallidas, y de que realmente hubiera que lamentar un salto atrás en estos individuos, que tan pocos habían dado hacia adelante, venía en mi auxilio la segunda razón, que me fue suministrada por el recuerdo de mis propias observaciones en el continente europeo, donde, no obstante las declamaciones de los mismos sociólogos, había notado que la prosperidad de las naciones dependía, en primer término, del embrutecimiento de sus individuos merced a varios abusos, y entre ellos el abuso del alcohol.

El progreso económico exige, como condición esencial, la sumisión de grandes masas de hombres a una inteligencia directriz. En tanto que los individuos se consideran a sí mismos como hombres enteros, completos, y se mueven independientemente los unos de los otros, y no se asocian sino contra su voluntad y para lo más necesario —en lo que los mayas pueden servir de tipo perfecto—, el trabajo no progresa; todos los hombres son libres, pero la suma de sus libertades da la instabilidad de la libertad general; ninguno es pobre, pero la reunión de sus mediocres fortunas da la pobreza colectiva. Si los individuos se transforman en fragmentos de hombres, en instrumentos especiales de trabajo, y se asocian de un modo permanente para producir la obra común, los resultados materiales son maravillosos, la obra es tanto más grande cuanto mayor es la humillación de los obreros, cuanto más completa es la abdicación de su personalidad; entonces todos los hombres son esclavos, pero la libertad colectiva es permanente; todos son pobres, pero la sociedad, representada por los que dirigen y unifican esas fuerzas brutales, desborda de riquezas. Parecíame, pues, disculpable y hasta conveniente el problemático embrutecimiento y degeneración de mis gobernados si la agricultura, la industria y el comercio, fuentes vivas del país, según indiqué antes, salían en ello gananciosas.

Aceptada la idea, preocupáme largamente la elección del líquido alcohólico que había de emplear, pues en el privilegiado clima de Maya se encuentran primeras materias para fabricarlos de todas clases. Lo más inofensivo hubiera sido introducir algunas modificaciones en las bebidas nacionales, entre las que la más usada era el vino de banano, obtenido, como todas las demás, por medio de la maceración de frutas; tanto el vino de banano, como el de
spondio
, el de
fenezi
o el tinto de amomé, eran licores ligeramente acidulados con cierto saborcillo a cosa podrida, al que no sin esfuerzo llegué a habituarme. Asimismo pensé en fabricar vino tinto, no de amomé, ni de uva, sino de materias tintóreas, que yo, como antiguo vinicultor, sabía emplear con gran habilidad. También la cerveza podía ser utilísima en este país cálido, y fácil era obtenerla por abundar la cebada de excelente calidad y multitud de plantas aromáticas muy superiores al lúpulo; pero me pareció inconveniente no pequeño la excesiva cantidad que habría que fabricar para producir el efecto apetecido; sin contar con que esta bebida lleva consigo, e infunde a los que la beben a todo pasto, el amor a las ideas plácidas, la serenidad epicúrea, no exenta de humorismo, y en particular la atrofia del sistema nervioso, que me interesaba mucho robustecer y desarrollar en mis gobernados. Por fin mereció mi preferencia el alcohol puro, que por exigir pequeñas dosis era más fácil de fabricar, conservar, transportar y vender.

Con auxilio de varios hábiles uamyeras que de Bangola se habían trasladado a Maya, construí en uno de los pabellones interiores de mi palacio un alambique de capacidad bastante para producir en un solo día hasta diez hectolitros de alcohol. El monopolio estaba reservado al rey, pero yo me hice cargo de la fabricación para poder instruir más fácilmente a los enanos a quienes la confié, así como para realzar el prestigio de mi cargo. Aunque el líquido podía expenderse sólo por la noche, el consumo fue tan considerable, que hubo que construir dos alambiques más; y cuando la venta se extendió a todo el país, el interior de mi palacio se convirtió en una inmensa fábrica, donde funcionaban veinte alambiques y tenían ocupación diaria más de doscientos enanos.

La afición al alcohol fue un estímulo nuevo y poderoso en la vida de los mayas, cuya primera aspiración unánime se cifró en obtener licencias de circulación nocturna para gozar del privilegio que antes disfrutaban unos pocos, y todo el poder de Mujanda no bastó para resistir el empuje de la opinión. Bien pronto todas las noches fueron públicas, y las escenas domésticas, que tanto me deleitaban, se transformaron en reuniones de taberna o de café, al principio entre hombres solos, luego entre hombres y mujeres.

El sexo débil, que en Maya es fortísimo por regla general, se conformó en los primeros días con salir una noche sí y otra no; pero, relajados los frenos sociales, quiso ser igual al hombre, y se vio favorecido por los excesos de aquellos poco prudentes varones, que se embriagaban hasta el punto de obligar indirectamente a sus mujeres a romper la reclusión para venir a recogerlos y llevarlos a cuestas a casa. Tales cosas vi, que se me ocurrió recomendar el empleo de un sistema que me había llamado la atención en algunos pueblos de Flandes. Es costumbre del país que el hombre lleve por delante una carretilla de mano, cuyos varales, atados a los dos extremos de una larga correa, penden del cuello, dejando las manos en libertad. Este uso es muy cómodo, porque en la carretilla se lleva el paraguas, indispensable en un país tan lluvioso, la merienda y algunas otras cosillas. Cuando el hombre de la carretilla queda atascado en una taberna, la mujer, oportunamente avisada o convenida de antemano, acude a recogerlo y lo acarrea al domicilio terciado en la providencial carretilla. Como quiera que ya había yo provisto a los mayas de este utilísimo aparato, no tuve más que apuntar la idea para que se introdujera el nuevo uso, que andando el tiempo se modificó un tanto, porque, embriagándose también las mujeres, hubo que imponer por turnos a los alumbradores la obligación de conducir a domicilio a los borrachos de ambos sexos.

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