La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (33 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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En virtud de esta selección quedaron sólo en palacio quince mujeres ancianas para hacer compañía a la vieja Mpizi, a la ya bastante ajada Memé y a la flaca Quimé. En cuanto a mis treinta y dos hijos, en muchos de los cuales se notaba la influencia de los accas, todos debían quedar bajo la potestad de Josimiré.

Para que la realeza se conservara con el mayor exclusivismo entre mis descendientes aproveché la circunstancia de estar permitido por las leyes del país el casamiento entre hermanos de un solo vínculo, y desposé un tanto prematuramente al hijo único de Memé, mi primogénito, llamado, como yo, Arimi, a pesar de su extremada torpeza en la articulación de los sonidos, con la hija mayor de Quimé, flaca como su madre y celebrada por mis vates caseros bajo el nombre de Vitya, porque su cabellera ondulante y larguísima, tan diferente de la rizada y corta de las mujeres mayas, tenía, a juicio de los cantores, cierta semejanza con un árbol del país, especie de mimbrera llorona. Los hijos que saliesen de este enlace, como hijos de la hermana mayor del rey, serían, con arreglo a la ley maya, los llamados a continuar la dinastía de Arimi a la muerte de Josimiré.

Al expirar el plazo de dos meses lunares, fijada en el edicto de expulsión de los siervos, todo estaba preparado para mi partida. Los enanos, con sus mujeres e hijos, sus armas y provisiones, se habían concentrado en Rozica, y todos los organismos de la nación funcionaban con la regularidad de un aparato de relojería. Asistí por última vez a las fiestas del día muntu, y cuando el sol empezaba a declinar anuncié que era llegada la hora de la triste separación, y, no sin dirigir una suprema mirada al vencedor de Unya, en cuya diestra ondeaba la verde túnica del cabezudo Quiganza, abandoné los frescos prados del Myera, arrastrando tras de mí a la confundida muchedumbre, que con profunda emoción permaneció junto a la gruta de Bau-Mau, sobre la catarata, hasta que, siguiéndonos con los ojos, nos vio desaparecer en nuestra canoa a mí y a mi pobre comitiva, formada sólo por la angustiada reina Muvi y seis remeros enanos. Aquella noche dormirnos en Upala, en el palacio del narilargo Monyo, y a la mañana siguiente, rayando el día, continuamos nuestro viaje hasta Rozica, adonde llegamos al anochecer.

Durante el viaje iba yo repasando en mi memoria todas las ideas que se me habían ocurrido en los dos últimos meses para resolver el arduo problema del establecimiento de los accas. Pensaba utilizarlos para mi liberación, pero pensaba pagarles este servicio como mejor pudiera. Abandonados a su torpe iniciativa, su actividad, que, era grande, quedaría anulada por su falta de dirección. Ellos eran para mí una fuerza utilísima, y yo quería ser para ellos un nuevo Moisés, que, sacándoles de la servidumbre, les llevara a un país libre, donde pudiesen vivir y multiplicarse a sus anchas. Daba por cosa hecha que, con los conocimientos que habían adquirido en los nueve años de vida común con los mayas, estaban en condiciones para fundar una nación tan bien gobernada como la de éstos, siempre que encontrasen un territorio deshabitado, sin relación con otros hombres de mayor estatura, que, por ser más fuertes, sentirían inmediatamente el deseo de destruirlos o esclavizarlos. Al propio tiempo comprendía la imposibilidad de hacer un largo viaje al través de selvas vírgenes con más de veinte mil personas a pesar de las mutilaciones y matanzas, los enanos, que al entrar en Maya eran unos diez mil, resultaban duplicados con largueza; los hombres útiles habían disminuido; pero en cambio las mujeres habían aumentado, y la impedimenta de niños era un obstáculo casi insuperable para emprender largas jornadas.

Confiando en la bondad de mi antiguo poeta casero, el reyezuelo Uquindu, y en la amistad que, tanto él como sus seis hijastros, profesaban a la reina Muvi, propuse a éstos secretamente una combinación que me pareció ventajosa: el establecimiento de las mujeres accas, con sus hijos, en el vecino reino de Banga, bajo promesa solemne de que no se les molestaría, y de que siempre que fuera posible se les prestarían los auxilios propios de una buena vecindad. Como muchas de estas mujeres habían perdido a sus esposos, y en Rozica, por ser práctica constante la poliandria, el sexo femenino estaba muy escasamente representado, era de esperar que nacieran de este contacto uniones mixtas y una descendencia no incapacitada para vivir en Maya, donde ya quedaba un número considerable de mestizos. Andando el tiempo, insensiblemente, los habitantes de Banga irían penetrando en el país, y Rozica encontraría en ellos los más activos auxiliares para desarrollar sus industrias. El cantor Uquindu penetró rápidamente en mis trascendentales designios, y el mayor de sus hijastros, el primogénito de Enchúa, se ofreció para ejercer el cargo de reyezuelo de la nueva nación; mas pareciendo justo que en una nación de mujeres el gobierno lo ejerciera una mujer, se decidió que la magnánima Muvi fuera la reina, y que el primogénito de Enchúa sustituyera como rey al malaventurado Bazungu.

Tuvo, pues, lugar nuestra salida del país en las circunstancias más favorables, y en particular la reina Muvi no ocultaba su regocijo ante la idea de quedar cerca de Maya y de su hijo Josimiré, a quien amaba como madre y veneraba por natural orgullo, tanto más intenso cuanto que no podía hallar desahogo ni en hechos ni en palabras. Grande es siempre el amor maternal, pero toca en lo sublime cuando se mezcla con la admiración por el hijo amado. Todos los sentimientos de la magnánima reina acca, sin excluir el religioso amor que a mí llegó a tenerme, cedían ante la idea de su hijo rey triunfante de la malquerencia de los mayas; proclamando, bien que para su madre sola, la superioridad intelectual del vencido, que huyendo impone al pueblo fuerte un amo de su raza. Entre todos los enanos, Muvi era la única que tuviese un ideal que la ligara perpetuamente al país perdido: la necesidad de seguir paso a paso la historia de su hijo Josimiré, y la esperanza de penetrar alguna vez, sin ser vista, hasta la corte de Maya, y verle y tributarle su muda adoración, y glorificarse a si misma con la grandeza de su obra. Por esto su alegría fue indecible cuando conoció el feliz resultado de mis negociaciones, que la permitían quedar junto a las fronteras mayas, y en tal dignidad que acaso con el tiempo tuviese ocasión de tratar de asuntos de Estado con su propio hijo y de descubrirle el gran secreto que la devoraba.

CAPÍTULO XXII

Peripecias de mi viaje desde la ciudad de Rozica a la costa occidental de África.—Mi vuelta a Europa.—Último correo espiritual de la corte de Maya.

Excepción hecha de la reina Muvi, para quien yo no podía tener secretos, todos los accas ignoraron el de mi negociación diplomática con el reyezuelo cantor Uquindu, y creyeron, al anunciarles yo que sus mujeres e hijos quedarían en el país de Banga, que mi resolución obedecía a algún motivo misterioso; y por lo mismo que su inteligencia no daba con el misterio, era más grande la lealtad, el celo, la prontitud con que se sometían a mis mandatos.

Antes de traspasar las fronteras de Rozica exploré, en compañía de dos fuertes grupos de enanos, dirigidos por el antiguo jefe Bazungu y por otro viejo rey llamado Batué, hombre de gran experiencia y prestigio, gran parte del territorio deshabitado de Banga; elegí diversos parajes que me parecieron muy a propósito para establecer a las pequeñas amazonas, e hice construir en ellos grandes cabañas, donde gradualmente fueron éstas instalándose por tribus, y cuando las tribus eran muy numerosas, por familias. Así que tan rudo trabajo llegó a su término, volví a Rozica con mis accas, recogimos el armamento, las provisiones que allí quedaban y el tesoro de marfil, y después de despedirme amigablemente del reyezuelo Uquindu, cuya conducta fue tan noble y generosa como correspondía a su alma de poeta, acompañados por el primogénito de Enchúa y la reina Muvi, que hasta entonces habían permanecido en el palacio real, salimos de la amable ciudad de Rozica, firme baluarte de la poliandria y del comunismo familiar, y algunas horas después abandonamos para siempre el país de Maya, en el que yo dejaba tantos recuerdos queridos y los accas tantos agravios sin venganza.

En el flamante palacio real de Banga, situado hacia el centro de aquella gran colmena, de la que el feliz primogénito de Enchúa estaba llamado a ser el único zángano, celebrose la consagración de la reina Muvi, así como la de su esposo efectivo y la de su antiguo esposo Bazungu, a quien se le dio el título de rey honorario, y después un yaurí, al estilo de Maya, en el que declaré a los enanos la razón de aquellas extrañas ceremonias. Para salvarlos de una muerte segura en medio de los bosques, había concertado con el generoso Uquindu, mi antiguo siervo, una tregua de seis meses, durante los cuales las mujeres y niños accas quedarían junto a Rozica, y serían respetados y atendidos en sus necesidades. En este tiempo los varones accas buscarían un país donde establecerse bien, lejos de las fronteras mayas, y edificarían ciudades, donde irían recibiendo poco a poco a sus familias. La garantía de este armisticio era la presencia del primogénito de Enchúa, en quien las mujeres accas tendrían un leal y decidido defensor. Nuestros trabajos en Banga eran, pues, el primer paso hacia la independencia; ahora faltaba atravesar los bosques del Norte, buscar un territorio libre, acomodarse en él y reunir las familias dispersas, conforme los medios de subsistir lo fueran permitiendo. Para asegurar el buen éxito de nuestra empresa contábamos con un gran recurso: las defensas de elefante, que, negociadas con habilidad, nos permitirían reponer nuestras provisiones, armas y vestidos, hasta tanto que la nueva ciudad estuviese completamente organizada. Este último argumento fue el más convincente, porque los accas, según supe, habían vivido largos años cerca del Aruvimi imponiendo derechos de paso a las caravanas árabes y conocían el alto valor comercial del marfil. Así se explicaba el entusiasmo con que todos ellos se prestaron a cargar con las defensas de elefante que yo les fui distribuyendo en Rozica, y el cuidado paternal con que las transportaban.

Después de consagrar dos días al descanso y a ultimar los preparativos de viaje, al amanecer del tercero, abreviando las despedidas, aunque sin dejar yo de estrechar en mis brazos a la reina Muvi y de mezclar con sus lágrimas mis lágrimas, emprendimos nuestra ruta hacia el Norte, en la que nos acompañaban muchas mujeres accas, hasta que las persuadíamos a que volviesen atrás, a lo que, unas antes y otras después, se conformaban, no sin conmovernos una última vez con sus tiernas demostraciones de cariño. La expedición iba en tres grupos: el primero, de cien hombres, dirigido por mí, era el encargado de abrir paso y de poner señales en el suelo o en los árboles, para facilitar la vuelta; los otros dos, de más de mil hombres cada uno, marchaban en hilera, unos hombres detrás de otros, llevando al frente, para dar órdenes, al rey Bazungu; y en la retaguardia al segundo jefe elegido, Batué, para evitar que hubiese rezagados. Cada hombre llevaba sobre la cabeza un fardo con provisiones, al hombro un diente de elefante, y en la mano, quién una lanza, quién un cuchillo, quién un haz de flechas.

En tan monótona marcha, yo era el único que sentía una constante agitación e inquietud de ánimo, por ser el director de ruta y el responsable de los contratiempos que pudieran ocurrir, y que seguramente ocurrirían por mi falta de experiencia; no podía confiarme a la dirección de los enanos, pues de hacerlo, no sólo quedaba en el acto sin prestigio, sino que, en vez de ir más o menos pronto adonde yo me proponía, sería conducido adonde a ellos les pareciera; y mi solo medio de orientación, aparte del sol, era el curso de los ríos, por ser cosa averiguada que su definitivo paradero es el mar. Sin embargo, esta indicación resultaba demasiado vaga, y no impidió que anduviésemos dos y hasta tres veces largos trechos de camino. En mi opinión el río Myera debía desembocar en el Zaire o en uno de sus afluentes, superiores a las grandes cataratas; pero aunque llegásemos con bien al punto de conjunción con el Zaire, ¿cómo salvar la enorme distancia que hay entre ese punto y el mar, sin medios de transporte, teniendo que cruzar territorios habitados, y por consecuencia hostiles, y sin saber como yo no sabía, que a la sazón existiesen establecimientos europeos a lo largo de la gran vía fluvial? Por esto creí preferible atenerme al camino viejo y conocido, y buscar, atravesando la selva hacia el Norte, el camino de las caravanas, para volver a Zanzíbar por el mismo camino que traje.

Los primeros días, a pesar de mis torpezas y de las marchas y contramarchas inútiles que imponía a los pobres enanos, nuestro viaje fue feliz, porque abundaban las provisiones. Al amanecer levantábamos el campo, y para entrar en calor andábamos media jornada; antes de mediodía hacíamos un alto, como de dos horas, para reparar las fuerzas, y luego emprendíamos la segunda parte de la jornada. Cuando el sol iba a ponerse, o cuando la obscuridad del bosque cerrado era tal que no podíamos guiar nuestros pasos, suspendíamos la marcha, apilábamos las provisiones y las defensas de elefante, y después de aplacar el estómago, cada cual, con las armas al alcance de la mano, se acomodaba en el suelo o en los árboles hasta el alborear del nuevo día. En estas primeras jornadas el interés se concentraba sólo en el paisaje, y ningún accidente vino a romper la solemne monotonía de nuestro desfile por los claros de la virginal foresta, a ratos silencioso, a ratos interrumpido para abatir los árboles que nos estorbaban, a ratos acompañado por los canturreos de los accas o por los gritos de sorpresa de las bestias salvajes.

Cuando comenzaron a escasear los víveres fue necesario dedicar parte del día a buscar frutos silvestres y a cazar, y en nuestras batidas dejamos bien pronto en jirones nuestros vestidos, y a veces algo de nuestras propias carnes, con lo que vinimos a quedar en un estado casi primitivo y en situación harto lastimera. Los accas comenzaron, a ir y a venir en secretos conciliábulos, y, por fin, una mañana en que yo presentía ya algo desfavorable de la parte de mis gentes, el rey Bazungu me manifestó que gran número de accas se negaban a seguirme y que tenían por jefe al desleal Batué. Acudí en el acto al foco de la rebelión, y el rebelde Batué, lejos de amilanarse, me explicó los motivos de su conducta con gran claridad y firmeza. Los accas habían encontrado varios túmulos o pirámides de tierra que marcaban, sin ningún género de duda, un paraje donde vivieron algún tiempo antes de emigrar a Maya, y donde dejaron sepultada mucha gente de sus tribus; y esta señal, apoyada por el cantar de nuevos pájaros y por el abundante césped que comenzaba a tapizar el suelo, daba a entender que nos hallábamos cerca del lago Nguezi y de los hombres blancos o uazongos, más temibles aún que los mismos mayas. Profunda y grata emoción me produjo el discurso del experimentado Batué, y justificada me pareció su exigencia final de volver al país de Banga. Mientras se explicaba, los enanos, por movimiento instintivo, se habían ido separando en dos alas casi iguales, una a mi derecha, bajo la inspiración del rey Bazungu, y otra a mi izquierda, partidaria del orador; y noté (por permítirlo el estado de desnudez a que la pérdida de las túnicas nos dejó reducidos) que todos mis partidarios figuraban entre las víctimas del horrible plan del inconsiderado Asato, y que todos los descontentos, con Batué a la cabeza, pertenecían al grupo más dichoso de los que pudieron sacar a flote su integridad personal de aquella espantosa carnicería. Y ocurrióseme pensar que si los hombres pusiéramos siempre al desnudo nuestros cuerpos y nuestras almas, o por lo menos anduviésemos más ligeros de ropa, la historia de nuestras divisiones, disputas y combates aparecería iluminada por una luz vivísima que acaso nos sirviera para mejorarnos en lo por venir. El cisma surgido entre los enanos me pareció, ante todo, lógico e irreductible, y en vez de adoptar medidas de represión, me dispuse a satisfacer las opuestas aspiraciones; la del bando del rey Bazungu era seguirme ciegamente, porque sus agravios con los mayas eran inextinguibles y porque su amor a la familia era cada día menos intenso; la del de Batué era regresar a Banga, adonde les atraía el cariño de sus esposas. Raras veces se habrá ofrecido a la contemplación de un filósofo un símbolo tan enérgico de la permanente rebeldía del principio masculino, original y creador, contra la autoridad, que es la fórmula de las fuerzas pasivas, rutinarias, infecundas, de la Naturaleza. A pesar del escepticismo que se había apoderado de mí en estos climas cálidos, conservaba aún gran respeto, quizás el único, a la ley de conservación de las especies, y me parecía abusivo contribuir a la extinción de los accas, ya de suyo expuestos a perecer a manos de otros hombres más fuertes; y como mi principal objeto estaba ya conseguido, según los pronósticos del experimentado Batué, accedí sin tardanza, y con intima satisfacción, a las pretensiones formuladas por éste. En un pedazo de piel redacté un mensaje al cantor y reyezuelo Uquindu, y di orden a Batué de partir inmediatamente, con sus parciales, en dirección de Banga, a cuya reina se presentarían para que ésta llevara el mensaje al generoso reyezuelo de Rozica, de quien yo esperaba que les permitiría establecerse al lado de sus familias. Si a los treinta días no estaban de vuelta en los bordes del lago Nguezi se entendería que mi ruego había sido atendido, y todos podríamos regresar a Banga después de vender las defensas de elefante.

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