Read La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid Online
Authors: Ángel Ganivet
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Para la vacante de Asato, que era del orden de generales, elegí al prudente Uquima, que, aunque reyezuelo de Lopo, había intervenido en la guerra como general de las tropas voluntarias, dejando interinamente su gobierno al dormilón Viami, viejo jefe del partido ensi, elevado por su popularidad al cargo de presidente del yaurí local de Lopo; el mando de las tropas voluntarias fue concedida al nuevo reyezuelo de Unya, el veloz Nionyi; y Viami, el dormilón, fue nombrado en propiedad reyezuelo de Lopo, con lo cual quedó coronada la célebre transacción que dio vida a esta ciudad en los comienzos del reinado de Mujanda.
Las otras dos vacantes, del mímico Catana y de Mjudsu, el de la trompa de elefante, como eran del orden de uagangas, me sirvieron para demostrar más aún mi agradecimiento a los reyezuelos Mcomu y Ucucu. Para la primera elegí a un hijo del viejo y honrado Mcomu, el gangoso Nganu, notable, como el mímico Catana, por la perfección con que remedaba los gritos de toda especie de animales; y para la segunda, a un hijo del valiente Ucucu, celebrado por lo descomunal de sus narices, heredadas de su ilustre padre, así como su nombre de Nindú, que se recordará fue el primer apodo de Ucucu. En el narigón Nindú concurrían además, dos circunstancias muy recomendables: la de haber sido el que me acompañó en mi primer viaje desde Ancu-Myera a Maya, y la de ser hermano del bello Rizi, cuya sangrienta muerte en el circo dio entrada en el consejo a mi hijo el morrudo Mjdsu. Había, pues, en este caso justa compensación, y los mayas aplaudieron el nombramiento. Tan extensa promoción produjo, en últimas resultas, varios huecos en el cuerpo de ugagangas y en el de pedagogos; mas conviniendo dejar siempre una puerta abierta a la esperanza, aplacé el resto de la combinación hasta el término de la guerra, en la que podrían aquilatarse los méritos de los infinitos pretendientes. Faltábame, pues, sólo, para retirarme con brillantez a la vida privada, idear una ceremonia solemne; y para ello, una vez instalado en el palacio real con mis cincuenta mujeres, los treinta y dos hijos con que contaba a la sazón, mis pedagogos, y accas, y ganados, y objetos de mi propiedad privada, me dediqué a levantar en los frescos prados del Myera, junto al templo de Igana Nionyi, una estatua del rey Mujanda por el estilo de la erigida en honor del radiante Usana. Sólo difería esta segunda estatua de la primera en que el pedestal era mucho más alto, para suplir la falta de jumento, y adornado con inscripciones alusivas a la batalla de Unya. Mujanda estaba representado de pie, en actitud heroica, enarbolando en su diestra un asta bandera, donde debía ondear la túnica verde de Quiganza cuando la rescatásemos del Ancori. Recordando el feliz éxito que tuvo en la estatua de Usana la intervención del piojoso can Chigú, quise también introducir algún elemento alegórico en la de Mujanda; y como de éste no se supo jamás que tuviese predilección por ningún animal, decidí colgarle del brazo izquierdo una gran marmita de las que servían para conservar el alcohol. Esta ocurrencia fue inspiradísima, puesto que obtuvo apasionados elogios, lo mismo de las personas inteligentes que de las masas populares.
En el primer día muntu celebrado antes de la ceremonia del afuiri se verificó el descubrimiento de la estatua, y al pie de ella entregué a Asato las insignias de mi autoridad, para que ejerciera por primera vez las funciones sacerdotales, no sin dirigir antes una breve arenga a la muchedumbre, atónita ante mi singular desprendimiento. Hasta aquel día no registraban los anales del país el ejemplo de que un hombre abandonase un puesto lucrativo por pura longanimidad. En Maya había varios medios para ingresar en los cargos públicos; pero no había para salir de ellos más que uno: la muerte natural o violenta; el que allí cogía una tajada, sólo la soltaba junta con los dientes.
El nuevo Igana Iguru inauguró sin tropiezo su pontificado asistido por sus dos adjuntos, en quienes me parecía ver ya el núcleo de un futuro colegio cardenalicio, y la numerosa concurrencia descuidó algún tanto aquel día los espectáculos y regocijos de costumbre para comentar con extraordinario interés los acontecimientos del día, tan inesperados como sorprendentes. La alegría era tan íntima, que no hallaba medio de desbordarse; de corazón en corazón, y de cara en cara, iba circulando, como por red telegráfica invisible, una corriente de sentimientos nuevos y misteriosos, engendrada por tantos y tan admirablemente combinados sucesos: la pacífica transmisión de los poderes públicos, garantía de un orden y estabilidad hasta entonces ni soñados; la estatua de Mujanda, símbolo de la justicia, de la gratitud y de la inmortalidad; la infantil figura de Josimiré, rodeada de sus austeros regentes, signo de la debilidad amparada por la ley y por la fuerza. No debe extrañar que después de la retirada las reuniones se prolongaran en cafés y tabernas, y que hasta muy altas horas de la noche los mnanis, inspectores del alumbrado, tuviesen que ocuparse en el acarreo de los que se habían excedido, más que de costumbre, en sus libaciones.
Al día siguiente, viendo el orden admirable que por todas partes reinaba, decidí ausentarme de la corte y encaminarme a Unya, donde el zancudo generalísimo Quiyeré daba la última mano a los preparativos para la segunda expedición militar al Ancori. Mi deseo era presenciar el funcionamiento de los dos nuevos organismos creados por mí, y de paso apartarme aún más del gobierno, para que los políticos indígenas se acostumbraran a prescindir de mi concurso y de mi consejo. Mi decisión fue esta vez imprudente, pues, a poco de llegar a Unya (después de haberme detenido algunos días en Mbúa y Ruzozi por invitación de los excelentes reyezuelos Ucucu y Mcomu, y en Ancu-Myera para ver cómo gobernaba el pacífico Mtata), el astuto Tsetsé, montado en un velocípedo, vino a decirme que en la reunión de uagangas que había seguido al último día muntu, el inconsiderado Asato había propuesto la castración general de todos los siervos enanos, y, que muchos de éstos habían huido a Misúa, dispuestos a abandonar el país antes que sufrir tan bárbara mutilación.
Para comprender el draconiano proyecto del nuevo Igana Iguru es preciso presentar algunos antecedentes. La relajación de las antiguas costumbres había ido poco a poco poniendo más en contacto a hombres y mujeres, a señores y siervos; y del mayor contacto, en particular de las relaciones nocturnas, había surgido un aumento considerable en los delitos de adulterio; y en el aumento se atribuía a los accas la parte principal, no sólo porque así era realmente, sino porque los resultados, sin ningún género de duda, lo confirmaban. Aunque no habían estudiado etnografía, los mayas habían aprendido a distinguir a primera vista un niño del país de un niño acca o de un niño mestizo, y de esto a inducir que los niños mestizos procedían del cruce de razas, no había más que un paso. Si la superchería ideada en beneficio de Josimiré y de la nación no fue descubierta, no fue ciertamente porque tomasen al rey por puro ejemplar de raza humana, sino porque atribuían la rareza de su tipo a ser hechura mía, a estar aún bajo la influencia de las mutaciones sufridas por mí en las obscuras mansiones de Rubango.
Lo incomprensible era que, a pesar de la condición inferior de los accas, las mujeres del país, venciendo el desprecio y repugnancia que al principio les habían tenido, les mostraran después tan marcada predilección. Ocurría un hecho muy digno de estudio: los uamyeras, cuyo tipo se apartaba del de los niayas en detalles secundarios, cuya situación era la de hombres libres e industriosos, representaban un papel semejante al de los gitanos en Europa. Muchos se habían trasladado desde las ciudades de Bangola, Bacura, Matusi y Muvu a otras del país, a consecuencia del gran desarrollo que adquirió la industria metalúrgica; pero formaban en ellas rancho aparte, como suele decirse, y sin estar prohibida su unión con las indígenas, era raro que un maya comprase una uamyera, e inaudito que una maya fuese dada en matrimonio a uno de estos extranjeros. En cambio, los accas, siervos y enanos, tendían a desaparecer en dos o tres generaciones por el cruce con los indígenas; los hombres tenían todos mujeres enanas, y las mujeres, no pudiendo ni queriendo casarse con los accas, adulteraban con ellos, en virtud de un impulso fisiológico superior a su voluntad y a su recato. De esto inferí yo que existe una ley fisiológica en todas las sociedades, que obliga a sus diversos miembros a procrear, según una concepción sincrética, hasta fundir todos los tipos en uno solo. En virtud de esta ley, y teniendo en cuenta la fecundidad de los enanos, la raza acca y la indígena estaban condenadas a desaparecer, como desaparecieron, siglos atrás, la raza nyavingui, que yo he llamado etiópica, y la raza primitiva africana, dando vida al tipo huma, del que todavía difieren algunos individuos, cuyos rasgos reflejan el influjo predominante de uno u otro de los elementos de la amalgama. Dicha ley, sin embargo, no es absoluta ni se aplica por igual a los dos sexos. Si la raza invasora es la más fuerte, el cruce es más seguro, porque el invasor tiene interés en no destruir por completo al invadido, cuyo conocimiento del país suele ser útil; por regla general, se prefiere esclavizarle y hacerle trabajar; pero, aun en tan triste situación, la mezcla de las dos razas no deja de verificarse con el tiempo. Si la raza invasora es la más débil, supuesto que, en tal caso, la que ya estaba establecida no se oponga a la inmigración, el cruce es más difícil, porque, prohibidas por orgullo patriótico las uniones mixtas, no quedan más caminos que los extralegales, y suelen salir al paso medidas de brutal represión, como la ideada por el terrible Asato. Aparte de esto, resulta, según pude observar, que la potencia prolífica de los dos sexos depende, en primer término, de la relación de sus estaturas. Cuanta más diferencia hay entre las del hombre y la mujer, los crímenes pasionales son más frecuentes y violentos; pero el resultado útil no es siempre el mismo, porque el principio fundamental de la buena generación es la supremacía de la hembra. Así en Maya las uniones adulterinas en que intervenían los enanos eran indefectiblemente fecundas, mientras que las de los mayas con las mujercillas accas, o eran estériles, o, si fecundas, ocasionadas a producir la muerte de muchas de las parturientes. En la primera especie de cruce notábase que tres cuartas partes de las crías eran de sexo femenino, con lo cual, en el porvenir, se acentuaría aún más el crecimiento de la población; en la segunda especie, por predominar el elemento activo o masculino, la producción era principalmente masculina y de superiores condiciones intelectuales. La sabia Naturaleza preparaba en ellas una aristocracia intelectual que gobernase y dirigiese hacia el bien las masas humanas que brotaran del primer grupo.
De los detalles expuestos no debe deducirse, como deducen los pesimistas en materia de amor, que el sexo y demás cualidades de los recién nacidos dependan de la estatura o diferencia de tipo de sus progenitores; entre los indígenas, por ejemplo, la regla no era aplicable. Ahondando más en tan complicado problema, se llega a ver muy a las claras que las diferencias de tipo o de estatura obran sólo como aperitivo pasional; que no influyen en el sexo, pues lo que en realidad influye en éste es la energía de la raza. Los enanos eran más jóvenes, más tiernos, y por esto su influjo sexual quedaba debilitado o anudado por el contacto con las mayas.
De esta observación podrían sacarse abundantes leyes de extremado valor científico. La psicología de la mujer maya (y acaso de todas las mujeres) parece estar concentrada en este principio: su tendencia fatal, invencible, a crear nuevos seres de su propio sexo. La hembra maya no es igual, ni inferior, ni superior al varón; ni menos activa, ni más receptiva, ni más amante de las tradiciones; es simplemente un molde siempre dispuesto para la generación, el cual, por instinto, busca una fuerza complementaria poseedora de la indispensable virtud fecundativa, pero no en tal grado que imponga su sexo al nuevo ser. De aquí los éxitos amorosos de los siervos accas. Como si no fuera suficiente la exigencia específica que obligaba fatalmente al cruce para destruir las desigualdades y crear una raza común, venía aún a incitar a las mujeres su propio instinto, que veía en los enanos el medio de conseguir el ideal de la generación. Alrededor de esta idea madre giraba siempre la vida entera de la mujer, y ahora con mayor violencia que nunca, porque, en una sociedad muy bien amalgamada, el instinto camina a ciegas, como perro sin olfato que no puede ventear la caza; mas en presencia de tipos notablemente diversos y que se prestan a satisfacer los recónditos ideales de la naturaleza humana, la sensibilidad adquiere una tensión portentosa. Todo hubiera ido a la perfección si los varones mayas, que por su parte están también sujetos a un instinto análogo al de las hembras, hubieran hallado en la llegada providencial de los accas una ocasión para realizar ellos y sus mujeres respectivas sus ideales en el comercio amoroso con aquella raza tierna y servil, librándose del disgusto permanente en que hasta entonces, por el equilibrio de sus antagónicas aspiraciones, habían vivido. Pero, dueños de la fuerza, querían disfrutar de sus antiguas mujeres por tradición, y de las nuevas por instinto, sin cuidarse de la posición delicada en que colocaban a los siervos, poco castos de suyo, y a las hembras mayas, cuya psicología era tan peligrosa. Resultó, pues, una mansa corrupción de las costumbres y una adulteración visible del tipo nacional.
Aunque yo, extraño a unos y a otros, no me alarmé por tales hechos, tenía que aplicar las leyes del país y condenar a muchos delincuentes pasionales, que no podían negar por haber sido cogidos
in fraganti
, a combatir en el circo con los búfalos. Pero los adulterios menudeaban cada día más, y no era posible destruir del todo a los trabajadores accas sin daño de la agricultura, la industria y el comercio; hubo, pues, que dulcificar las penas; las mujeres, caso nuevo, en la historia de las legislaciones, fueron consideradas como irresponsables, y a los adúlteros se les imponía una multa de diez mcumos, o diez palos en el vientre, a elección de los condenados. Sólo se imponía la pena de circo a los que adulteraban con las mujeres del rey, consejeros y reyezuelos, pues a tanto llegó la osadía de los accas que nadie se vio libre de sus ultrajes. Yo mismo podría citar numerosos atentados contra mi honor, cometidos por la mayor parte de mis mujeres con los centenares de siervos empleados en mi servicio personal o en las industrias que corrían a mi cargo; y era tan exagerada la parsimonia con que yo les castigaba, que me conquistó entre ellos una inmensa popularidad. Para conciliar aún más la severidad de la ley, respecto de los adúlteros del último grupo, con la conveniencia de no quitar brazos activos al trabajo nacional, tuve el mal acuerdo de sustituir, en los casos en que el agraviado era un alto personaje, la pena de muerte en el circo por la castración, desconocida de los jurisconsultos mayas; y de algunas contadas sustituciones de pena, por una generalización peligrosa, había inducido Asato el grave y cruelísimo plan que motivó la huida de los siervos a Misúa.