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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

La cortesana de Roma (6 page)

BOOK: La cortesana de Roma
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Mientras descendían por las escaleras, percibió el olor que el hermano Sandro desprendía, olor a vino. Al salir de la casa y poner rumbo a la piazza del Popolo, Sandro sintió un fugaz mareo y tuvo que sujetarse con ambas manos sobre la cabeza de un león de piedra.

—¿Puedo ayudaros? —preguntó la mujer.

Renunció a preguntarle por los motivos de aquella ebriedad que ahora comenzaba a desaparecer, pues la causante era tan evidente como la propia intoxicación que había provocado, y en aquel instante dormía en la misma casa que acababan de dejar.

Aunque la oferta hacía referencia a su estado, él respondió:

—Sí, estoy aquí para preguntaros si...

Un violento espasmo recorrió su cuerpo. Se apretó el estómago con una mano mientras con la otra se aferraba a la cabeza del león, y clavó la mirada durante un instante en los ojos de Carlotta.

—Antes de pedirle un favor de extraordinaria importancia, debo saber si puedo confiar en vos.

—¡Pero qué pregunta! Probablemente me salvarais la vida en Trento.

—Si os dijera que el favor que os pido indirectamente constituyera un favor para el Papa...

En ese mismo momento, Sandro empezó a vomitar sobre el león. Carlotta permaneció a su lado, aunque sus pensamientos se encontraban muy lejos de allí. Siete años, y todo aquel dolor regresaba de nuevo a su mente.

Rememoró la desgracia que Giovanni Maria del Monte, al que se conocería después como el papa Julio III, había traído a su familia casi siete años atrás. Mientras aún era arzobispo de Siponto, había permitido que la Inquisición arrestara a todos los moradores del convento de monjas en el que estudiaba Laura, la hija de Carlotta. Laura continuaba, aún entonces, desaparecida y probablemente muerta, mientras que su amiga, la huérfana Inés, había sufrido los tormentos de la Inquisición, y seguía padeciendo las consecuencias; el marido de Carlotta, secretario de la diócesis y subordinado del arzobispo, se derrumbó ante la tragedia y murió poco después. Carlotta, por su parte, se vio forzada por la necesidad a ponerle precio a su cuerpo, ejerciendo como cortesana para los ricos y los prelados de Roma. Había vivido días en los que apenas había sido capaz de soportar el dolor de haber perdido a su marido y a su queridísima hija, y noches en las que se había planteado el suicidio. Entonces, la idea de la venganza le había dado nuevas fuerzas. Giovanni María del Monte, que mientras tanto había sido nombrado Papa, era responsable de la destrucción de su familia y de su vida. Puesto que el pontífice había tomado la vida de su hija, ella, ojo por ojo, había acudido el año anterior hasta el Concilio de Trento para tomar la del joven cardenal Innocento, de diecinueve años de edad, e hijo ilegítimo de Julio III. En el transcurso de sus investigaciones por el asesinato de un obispo, Sandro había descubierto el secreto de Carlotta, y ella, en una especie de confesión, lo había admitido todo y le había jurado que renunciaría a sus planes. Nadie, aparte de ellos dos, conocía el misterio de Carlotta, con la excepción de Inés, que nunca pronunciaba palabra alguna y residía con una familia judía en Trento.

Le tendió un pañuelo a Sandro para que se limpiara la boca.

—En algunas ocasiones me he preguntado —dijo él con tonillo escéptico— si Innocento realmente se suicidó. Le encontraron una daga en el estómago, eso es cierto, y la puerta estaba cerrada por dentro, pero... Ambos sabemos que había un pasadizo secreto que conducía hasta sus aposentos en Trento.

Ella se encogió de hombros.

—Podéis pensar lo que queráis: en cualquier caso, yo no lo maté.

Tenía la facultad de mentir de manera tan convincente que casi se creía ella misma; sin embargo, Innocento había muerto por su mano. Desde que Hieronymus falleciera no había un día en que no se arrepintiera de su crimen. La idea de que hubiera podido perder a su marido por haber roto su juramento y haber cumplido finalmente su venganza no le dejaba descansar. Había retado al destino y había recibido el más cruel de los escarmientos. Desde entonces, vivía en una especie de infierno en tierra.

Se apartó de él y dio un par de pasos por la plaza. A aquella hora, infinidad de carros afluían por la puerta norte de la ciudad, cargados con cereales, madera, carne seca, pescado salado, frutas, saltimbanquis y vagabundos.

Sandro retuvo a Carlotta.

—Disculpadme si os he ofendido. No hablemos más de las historias pasadas, sino de las presentes. ¿Conocéis a Maddalena Nera?

—Solo de oídas. Es la amante del Papa.

—¿Qué sabéis de ella?

—El verano pasado, cuando yo aún trabajaba de cortesana en Roma, la vi dos o tres veces en la distancia. Una joven encantadora, aunque algo fría. Goza de pocas simpatías porque se la tiene por arrogante, pero eso no significa nada: todas las cortesanas importantes tienen fama de arrogantes. Imagino que será envidia.

—Maddalena Nera ha muerto.

La mujer se detuvo en seco, de tal manera que un carro lleno de cerdos tuvo que esquivarla y por poco atropella a una joven que, aburrida, aguardaba sentada frente a una cesta de nabos podridos mientras se rehacía la trenza una y otra vez.

—Tú, pedazo de asno —maldijo la muchacha—. No estamos en tu maldita aldea de vacas. Ten cuidado por dónde pisas.

El consiguiente intercambio de insultos, una particularidad clásica de la ciudadanía romana de clase baja, se prolongó. Sandro y Carlotta, que habían recibido una educación más refinada, optaron por alejarse.

—¿Muerto? —preguntó Carlotta—. Pero... Maddalena tendría como mucho veinticinco o veintiséis años. ¿Cómo...?

—de pronto, lo entendió—. ¡Oh, Dios mío! ¡La han asesinado! Y vos debéis...

—Así es. No solo debo, también quiero hacerlo. La maltrataron brutalmente; la golpearon y la apuñalaron. Quien quiera que hiciera algo así debía ser frío como el hielo o haber enloquecido de rabia, y ahora debe pagar por su crimen. Por eso necesito vuestra ayuda.

Carlotta cerró los ojos. Aún conservaba en la memoria los golpes que había tenido que soportar trabajando como cortesana: golpes en el rostro propinados por hombres coléricos o, lo que es peor, por hombres que disfrutaban maltratando. A pesar de todo, Carlotta había tenido suerte. Conocía casos de compañeras que habían muerto por hemorragias internas causadas por las patadas, y de otras que habían aparecido estranguladas. Algunas desaparecían de la noche a la mañana, y no regresaban jamás.

—Por supuesto que os ayudaré —dijo, y tragó saliva. La muerte de Maddalena le había afectado, aun cuando no la hubiera conocido en persona—. ¿Qué puedo hacer?

—Conocéis bien el entorno en que vivía Maddalena, el de las prostitutas de Roma. Preguntad por ahí. ¿Con quién tenía amistad, con quién enemistad? ¿Quién se ha beneficiado de su muerte? ¿Con quién se relacionaba antes de convertirse en la concubina del Papa? ¿Conservaba, quizá, algún cliente aparte de él? ¿Era Maddalena Nera su nombre auténtico? —tomó aire—. Aunque supiera a quién preguntar, en cualquier caso nadie me contaría nada —y diciendo esto, estiró expresivamente su hábito negro y blanco de jesuita.

La muerte de Maddalena había conmovido a Carlotta. Apenas podía esperar para acudir a recabar la información que el hermano Sandro le había pedido, y sabía exactamente por dónde empezaría la búsqueda: por la Signora A, una conocida común de Maddalena y ella o, para ser más exactos, una especie de madre común. La Signora A, como la llamaba todo el mundo, era la regente del prostíbulo más afamado de la ciudad, el Teatro. La mayoría de las cortesanas de Roma, amantes de prelados y aristócratas, habían iniciado su carrera con la Signora A y, cuando dos de estas queridas se quedaban sin tema de conversación, hablaban de la Signora A y del Teatro, casi de la misma manera en que dos hermanas charlarían sobre la casa paterna. Tan solo de pensar en la Signora, Carlotta experimentó un instantáneo sentimiento de bienestar, como el del que recuerda su patria.

El hermano Sandro formuló una pregunta:

—Dadme vuestra opinión: ¿las circunstancias de la muerte de Maddalena lograrán permanecer mucho tiempo en secreto?

—¡De ninguna manera! Los gorriones que gorjean reunidos estos días por los árboles, no podrían competir con el gorjeo de las prostitutas de Roma. Mañana, bien pronto por la mañana, hasta la última de ellas sabrá que Maddalena ha muerto, y dará igual lo que se diga sobre su muerte a nivel oficial: las rameras lo sabrán todo, creedme. Y si lo saben ellas, no tardará en hacerlo media Roma.

—Entonces, en lo que a mí respecta, podéis mostraros abierta en lo relativo a la violenta muerte de Maddalena, pero no mencionéis mi nombre, pues oficialmente estoy investigando solo. Y os ruego que refrenéis vuestras propias suposiciones.

Carlotta entendió lo que había querido decir con aquella última sentencia. Maddalena era la amante de Julio III, Maddalena estaba muerta. La asociación de ideas hacia las primeras sospechas por asesinato era fácil de establecer desde allí.

—Tened en consideración —continuó— que ha sido el papa Julio quien me ha encomendado la investigación. Intentad acometer este encargo de manera objetiva. ¿Puedo contar con vos?

Carlotta suspiró, y después asintió.

—Sí, por supuesto, así lo haré. Por Maddalena. Como vos mismo habéis dicho, el asesino de Maddalena debe recibir su castigo.

Sandro alzó el dedo índice, como una madre haría con un hijo rebelde.

—No os metáis en situaciones peligrosas. Traedme un informe diario cada mañana, una hora después del amanecer. Daré aviso en las puertas del Vaticano para que os lleven hasta mí si me demoro en mi cuarto de trabajo. También podréis dejar mensajes para mí a los porteros. Prestad atención a...

—Son ya demasiadas advertencias para un solo día, ¿no os parece?

—Nunca habéis hecho nada semejante.

—Os comportáis como si fuera una novicia que hubiera ido a parar sin querer a un convento de frailes. Durante seis años he vivido bajo el constate peligro de acabar asesinada por alguno de mis, digamos, patrocinadores. En los últimos años he atravesado más callejones oscuros que vos en toda vuestra vida. Creedme, sé cuidar de mí misma. Ya soy mayorcita.

—Bien.

En el rostro del jesuita, que durante un breve instante había adquirido el color del queso rancio, volvía a aparecer un tono saludable, y durante unos segundos su mirada se dirigió a la casa junto a la
piazza
en la que vivían Carlotta y Antonia.

—Ya que estáis aquí —sugirió, animosa, la mujer—, podríais hacerle una visita a Antonia. Se alegraría.

Sandro titubeó.

—Tengo muchas cosas que hacer...

—Por una hora no perdéis nada.

—Tengo un aspecto espantoso. No hay más que ver lo sucio que está mi hábito...

La cortesana reprimió el comentario de que, probablemente, Antonia le ayudaría encantada a cambiarse de ropa. En su lugar, comentó:

—A Antonia no le molestará en lo más mínimo.

—Quizá todavía esté durmiendo. No quiero despertarla.

Carlotta suspiró como si se encontrara ante un misterio inexplicable. Sabía muy poco de lo que había entre ellos dos, si es que había algo. Sandro Carissimi solo había visitado a Antonia dos veces en los últimos cuatro meses: la primera, a principios de diciembre, poco después de la llegada de Antonia a Roma; la segunda, en el entierro de Hieronymus, en febrero. Después de lo que ocurrió entre ellos en Trento, la evolución de su relación, a ojos de Carlotta, había sido sorprendente. El problema no residía en Antonia. Ya en Trento había tratado de seducir a Sandro, y Carlotta no creía que las cosas hubieran cambiado en absoluto para ella, más bien lo contrario: los sentimientos de Antonia se habían fortalecido, por lo que su amiga había podido observar. En lo concerniente a Sandro, a Carlotta le daba la impresión de que el jesuita era como esas personas que van a bajar del barco por una segura pasarela pero, al colocar el primer pie y ver el fondo tambaleante, dudan a la hora de arrastrar el otro pie. Era bien sabido cómo acababan estas cosas y, si los indicios no eran erróneos, la caída ya se había iniciado.

—Pensadlo bien —le rogó Carlotta. Señaló la iglesia que se alzaba cerca de la puerta de la ciudad—. Quizás os gustaría contemplar la vidriera de Santa Maria del Popolo. Antonia la terminó hace tres semanas y está muy orgullosa de ese trabajo. Vuestra opinión significaría mucho para ella.

La mujer se despidió y se dio la vuelta para marcharse.

—¿A dónde vais? —preguntó el hermano Sandro.

—¿A dónde va a ser? —respondió ella—. A cambiarme; y después, al Teatro.

—¿Teatro?

—Confiad en mí —tras un par de pasos, se volvió de nuevo—. A propósito, si finalmente visitáis a Antonia, por favor, lavaos la boca antes.

Cuando Antonia se despertó, palpó medio dormida el cuerpo del hombre desnudo que yacía junto a ella, su pecho plano. Era delgado, algo más fornido que ella, tenía el cabello negro y rizado y los ojos oscuros. Visto de cerca, parecía uno de los jóvenes dioses italianos de los cuadros de Tiziano. En el fondo se parecía a Sandro. Sí, podría haber sido Sandro, si no fuera porque aquel hombre era cinco años más joven que él, siete años, por tanto, más joven que ella, y que no era monje, sino soldado de la guardia del Papa.

Le había conocido el día anterior, al guardia Ettore. ¿O se llamaba Ercole? En cualquier caso, era algo con E, si bien no lograba recordarlo con exactitud. Había aparecido frente a ella el día anterior, en aquella hermosa y pequeña
piazza
en medio de todo el revuelo del mercado, y de inmediato se habían gustado. El hecho de que ella fuera mayor que él parecía haberle molestado poco, tan poco como que ella no fuera de una belleza embriagadora. A los hombres con los que se relacionaba les gustaban de ella su mirada transparente y significativa, el que no fuera tímida ni vergonzosa, y el que estuviera dispuesta a acostarse con ellos, aun cuando no fuera una prostituta. Antonia se acostaba con hombres porque le gustaba, porque le apetecía.

Había ido a pasear con Ettore-Ercole por la zona cercana al Capitolio, y las miradas que habían intercambiado habían sido las mismas que Antonia había intercambiado ya docenas de veces con otros hombres: en su ciudad natal Ulm, en Estrasburgo, Amiens, Tréveris, Barcelona, Cuenca, Trento, en todas aquellas ciudades en las que había confeccionado vidrieras junto a su padre, Hieronymus. Casi siempre, tras aquellas miradas y conocerse un poco mejor, llegaba una noche para el disfrute, a veces también una segunda. Una tercera, nunca. Ese era siempre el acuerdo. Para Antonia, aquellas noches de amor momentáneas constituían una liberación, un éxtasis, como su febril trabajo en la decoración de vidrieras. Necesitaba que en su vida existiera ese fervor, ese trance, la inmersión en el rojo, el azul, el violeta, la construcción de las figuras, la mística centenaria, el milagro, la fuerza del color, las ventanas refulgiendo con violencia, la luz del día y lo prohibido de la noche. El éxtasis y el despertar posterior, tanto en el arte como en el amor, le eran tan necesarios como un latido que le atara a la vida.

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