La costa más lejana del mundo (14 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: La costa más lejana del mundo
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La comida favorita de Carlos II eran los huevos con ámbar gris —dijo Martin.

Creo que vale su peso en oro —dijo Pullings.

Todos pensaron en eso durante un rato mientras se pasaban despacio uno al otro la botella de coñac. Por fin Allen continuó:

Así que al abrir las ballenas para buscarlo, cuando el tiempo lo permitía, el señor Leadbetter estudiaba su anatomía.

Muy bien —dijo Stephen—. Estupendo.

Y como él y yo éramos muy amigos, a menudo le ayudaba. Quisiera poder recordar al menos la décima parte de las cosas que me explicó, pero ha pasado mucho tiempo desde entonces. Recuerdo que sólo tienen dientes en la mandíbula inferior, que los dos orificios nasales se abren al exterior por uno solo que tiene una válvula, y que su cabeza es asimétrica. Poseen una pelvis pequeña y no tienen clavículas ni vesícula biliar ni intestino ciego…

¿No tienen intestino ciego? —preguntó Stephen.

No, señor, ninguno. Recuerdo que un día en que el mar estaba en calma y una ballena estaba flotando junto al barco, pasamos las manos por todo el intestino, que medía ciento seis brazas…

¡Oh, no! —exclamó Jack, dejando a un lado su copa.

… y no lo encontramos. No tienen intestino ciego. Pero tienen un corazón enorme, de una yarda de largo. Recuerdo que una vez subimos uno a la cubierta en una red y él lo midió y calculó que bombeaba diez o doce galones de sangre en cada latido. La aorta tenía un pie de diámetro. Pronto nos acostumbramos a estar metidos dentro de sus enormes vientres aún calientes, y recuerdo que un día abrimos una que tenía un ballenato y él me enseñó el ombligo, la placenta y…

Jack dejó de atender al relato de Allen. Había visto derramarse más sangre a causa de la rabia que la mayoría de los hombres y no era escrupuloso, pero no podía oír hablar tranquilamente de una carnicería. Pullings y Mowett pensaban como él, y muy pronto Allen se dio cuenta de que a la mayoría de los que estaban en la cabina no les interesaba su relato y cambió de tema. Jack salió de su ensueño al oír el nombre Jonás, y durante unos momentos pensó que hablaban de Hollom, pero después comprendió que Allen había dicho que a juzgar por la anatomía de la ballena azul, era una ballena de esa clase la que se había tragado al profeta, y que a veces se encontraban en el Mediterráneo. Los marinos, satisfechos por no tener que oír hablar más de trompas de Falopio y secreciones biliares, hablaron de las ballenas que ellos habían visto en el estrecho de Gibraltar, de los hombres que eran como Jonás y del horrible destino de los barcos en que habían viajado. La comida ofrecida por Jack terminó de una forma agradable, hablando de cosas relacionadas con la tierra en vez de con la mar, como obras de teatro que habían visto y bailes a los que habían asistido, y Mowett hizo un extenso y detallado relato de lo que le ocurrió una vez que fue a la caza del zorro con el señor Ferney y su jauría, y dijo que no habrían podido capturar la presa si él no se hubiera caído en una acequia cuando estaba oscureciendo.

Aunque en la cabina el oficial de derrota no había contado detalles desagradables, en la sala de oficiales sí lo hizo. Allí no se sentía cohibido por la presencia del capitán y contó cómo era la anatomía de la ballena con todos los detalles que pudo recordar, animado por el cirujano y el pastor, pero en contra de la voluntad de los demás oficiales. Sólo el señor Adams, el contador, que era un hipocondríaco, gustaba de oír esos relatos, y todo lo relacionado con cuestiones sexuales fascinaba a Howard, el infante de marina. Sin embargo, no sólo hablaba de anatomía ni todos los detalles eran desagradables.

He leído algunos relatos de viajes por los mares del norte para pescar ballenas —dijo Martin—, pero nunca he llegado a conocer realmente la importancia económica de su pesca. ¿Podría comparar la pesca en los mares del norte y en los del sur?

Cuando era joven —dijo Allen—, antes de que disminuyera la pesca en las aguas de Groenlandia, pescar cinco ballenas compensaba los gastos del viaje. En general, de cada una obteníamos alrededor de trece toneladas de aceite y una tonelada de barbas de ballena; y en aquella época una tonelada de barbas valía quinientas libras, y la de aceite, veinte libras o más. Además, había una gratificación de dos libras por cada tonelada de aceite que trajera cada barco, de modo que podíamos ganar hasta cuatro mil quinientas libras. El dinero había que dividirlo entre unos cincuenta hombres, y, naturalmente, una parte era para el capitán del barco. A pesar de todo, el viaje valía la pena. Pero ahora el precio de la tonelada de aceite ha subido a treinta y dos libras y, en cambio, el de las barbas de ballena ha bajado a alrededor de noventa, y las ballenas son más pequeñas, más escasas y se encuentran más lejos, así que es necesario pescar unas veinte ballenas para que el viaje no ocasione pérdidas.

No sabía que las barbas de ballena valieran tanto —dijo el contador—. ¿Para qué se usan?

Para hacer adornos —respondió el señor Allen—, adornos de sombreros y de vestidos, y también para hacer sombrillas.

¿Es comparable a la pesca en los mares del sur? —preguntó Martin—. Porque si la única ballena que se encuentra allí es la azul, no pueden conseguirse barbas, hay que hacer el viaje sólo por el aceite.

Así es —dijo el oficial de derrota—. Y teniendo en cuenta que de cada ballena azul no se puede obtener más de dos toneladas de aceite, mientras que de cada una de Groenlandia se obtiene diez veces más y excelentes barbas, parece absurdo aventurarse hasta allí. Aunque el aceite de la ballena azul vale el doble que el de la de Groenlandia, y la cetina, cincuenta libras la tonelada, eso no compensa la falta de barbas. No lo compensa.

¿Puede explicarnos la aparente contradicción? —preguntó Stephen.

Bueno, doctor, la razón es el tiempo disponible, ¿comprende? —dijo Allen sonriendo y con una expresión benevolente propia de quien cree que tiene más conocimientos y más inteligencia que los demás—. Para pescar en el océano Ártico, es decir, en Groenlandia, zarpamos a principios de abril para llegar allí un mes después, en la época del deshielo. Los balleneros llegan en mayo y se van a mediados de junio, dejando tras de sí solamente los malditos rorcuales y otros peces sin importancia. Si entonces uno no tiene los barriles medio llenos, puede seguir navegando hacia el oeste bordeando la costa de Groenlandia y tratar de conseguir algo entre los pedazos de hielo hasta agosto, pero después hace tanto frío y oscurece tan temprano que uno tiene que regresar a Inglaterra. Lo mismo ocurre en el estrecho Davis, aunque uno puede permanecer en él un poco más de tiempo, si no le importa correr el riesgo de que el hielo le retenga allí hasta el año siguiente y de que le coman los osos o de que su barco se haga pedazos. En cambio, la ballena azul vive en la región tropical y uno puede perseguirla todo el tiempo que quiera, ¿comprende? Actualmente la mayoría de los balleneros permanecen allí tres años para poder pescar unas doscientas ballenas y volver a Inglaterra con el barco lleno.

¡Por supuesto! —exclamó Stephen, dándose una palmada en la frente—. ¡Qué tonto soy! ¿Podría alcanzarme la petaca, Padeen? —preguntó, volviéndose hacia el sirviente que estaba detrás de su silla; y después, mirando al oficial de derrota, dijo—: ¿Le apetece dar un paseo por la cubierta, señor Allen? Ha hablado dos veces del rorcual con desagrado, y el señor Martin y yo le agradeceríamos que nos hablara de él con detalle.

Me reuniré con ustedes dentro de cinco minutos —dijo el oficial de derrota—, en cuanto ponga en limpio las mediciones de mediodía y marque la carta marina.

Ambos le esperaron junto al costado de estribor, y Stephen dijo:

Si viéramos desde aquí un poco de hierba o un cordero, podríamos decir que tenemos delante una escena campestre. —Exhaló una voluta de humo que se movió hacia delante y formó una masa compacta al atravesar el combés, pues el viento todavía llegaba por la popa y soplaba muy fuerte, haciendo que los innumerables pantalones, camisas, chaquetas y pañuelos que colgaban de una compleja red de cabos extendidos de proa a popa se inclinaran hacia el sur ordenadamente y rígidos como soldados en un desfile, sin formar caprichosas ondas. Sus dueños estaban sentados tranquilamente en el castillo y entre los cañones de la cubierta principal. Aquella tarde los marineros tenían que lavar y remendar la ropa, y los nuevos tripulantes también tenían que transformar los pedazos de dril de varias yardas que les habían entregado esa mañana en ropa de verano. Pero no sólo los marineros estaban cosiendo, pues uno de los nuevos guardiamarinas, William Blakeney, el hijo de lord Garrón, estaba sentado en el pasamano de babor aprendiendo a remendar una media con un sirviente, un marinero barbudo que sirvió a su padre y ahora le prodigaba los cuidados paternos en la mar, un excelente zurcidor que en su juventud había remendado los manteles del almirante. Por otro lado, Hollom estaba sentado en la escala de babor enseñando a otro guardiamarina cómo coser un bolsillo mientras cantaba en voz baja una canción.

¡Qué hermosa voz tiene ese hombre! —exclamó Martin.

Sí —dijo Stephen, escuchando con más atención.

El hombre tenía una voz melodiosa y cantaba una vieja balada de un modo que parecía nueva y mucho más conmovedora. Stephen se inclinó hacia delante para poder identificarlo.

Si sigue cantando así, pronto los marineros dejarán de llamarle Jonás.

Durante los primeros días Hollom comió vorazmente y se llenó tanto que ya no estaba esquelético ni parecía demasiado viejo para ser un ayudante de oficial de derrota, e incluso podía ser considerado atractivo por quienes no creían que un hombre apuesto debía tener mucha energía ni acentuadas cualidades masculinas. Además, por su ropa ya no podía deducirse que era pobre ni que tenía mala suerte. Había pedido un anticipo a cuenta de su paga para desempeñar su sextante y comprar un buen abrigo, y como en aquellas latitudes había que usar pantalones de dril y chaqueta ligera (los oficiales no usaban uniforme excepto cuando iban a la cabina del capitán o cuando estaban encargados de la guardia) tenía tan buen aspecto como cualquiera de los demás gracias a que sabía coser muy bien. Comía en la misma mesa que Higgins, el nuevo ayudante de Stephen, y que Ward, el escribiente de Jack, un hombre callado, anodino y concienzudo, un hombre que desde hacía tiempo ahorraba dinero para conseguir la cantidad necesaria para solicitar el empleo de contador, que era su mayor ambición. No se había distinguido por ninguna habilidad especial ni por su eficiencia durante los agitados días en que estuvieron cargando las provisiones, pero no había hecho nada para provocar que Jack lamentara haberle admitido a bordo.

«¡Desde la tierra baja se ve el mar!» —cantó, terminando el verso al mismo tiempo que la costura—. Mira —dijo al guardiamarina—, tienes que terminarla pasando la aguja por aquí media docena de veces y haciendo un nudo con el hilo la última vez. —Cortó el hilo y dio al muchacho el carrete y la tijera—. Baja corriendo a la cabina del condestable y devuelve esto a la señora Horner y dale las gracias de mi parte.

Stephen sintió que le acariciaban la mano y al bajar la vista vio a
Aspasia
, la cabra de los oficiales, que venía a recordarle lo que debía hacer.

Muy bien, muy bien —dijo en tono malhumorado—. Aspiró el humo de su cigarro por última vez, apagó el cigarro aplastándolo contra una cabilla y después de sacudir la punta por fuera de la borda dio el cabo a
Aspasia
. La cabra regresó despacio al lugar situado junto al timón al que daban sombra los gallineros mientras masticaba el cabo con los ojos entrecerrados, y en el camino se cruzó con el oficial de derrota, que iba corriendo hacia la proa.

Siento haberles hecho esperar —dijo—. Tuve que arreglar mi pluma.

No tiene importancia —dijeron los dos.

Bien —continuó—, respecto a los rorcuales, caballeros, les diré que hay cuatro tipos principales, y ninguno bueno.

¿Por qué, señor Allen? —preguntó Martin en tono irritado, pues no le gustaba oír criticar a un grupo tan grande de la creación.

Porque si uno clava un arpón en un rorcual, el animal puede hacer pedazos la lancha o hundirse tanto y tan rápido que le arrastra a uno o hace desenrollarse todo el cabo que uno tiene. Nunca he visto un animal tan grande ni tan rápido. ¡Una vez vi uno nadar a treinta y cinco nudos, caballeros! ¡Era un animal de cien pies de largo y Dios sabe cuántas toneladas y corría el doble de rápido que un caballo al galope! Nadie lo creería si no lo viera con sus propios ojos. Y aunque uno, por casualidad, mate alguno o, lo que es más probable, encuentre uno muerto, como sus barbas son tan pequeñas, de tan mala calidad y negruzcas, los comerciantes no siempre las compran. Además, de cada uno se obtienen solamente unos cincuenta barriles de aceite de mala calidad.

No se le puede culpar porque le moleste el arpón —dijo Martin.

Recuerdo que en mi tercer viaje nos quedamos en Groenlandia al final del año porque no habíamos llenado la bodega ni siquiera hasta la mitad —continuó Allen sin prestarle atención—. Una fría tarde en que había niebla y en que el viento del norte soplaba tan fuerte que rompía el hielo produciendo espantosos crujidos, una de nuestras lanchas se enganchó a la aleta de un rorcual. No sé cómo ocurrió, porque Edward Norris, el arponero, era un experimentado ballenero, e incluso los que hacen el viaje allí por primera vez pueden distinguir a un rorcual por el chorro de agua que echa, pues es muy distinto del de la ballena, y por su aleta dorsal, que se puede ver cuando se inclina para sumergirse. Por otro lado, se puede reconocer sin dificultad cuando uno se acerca para clavarle el arpón. Pero eso fue lo que ocurrió, la lancha se enganchó a la aleta de un rorcual, quizás a causa de la niebla o del oleaje, tal vez el viento impidió ver bien al arponero. Sus tripulantes izaron la bandera para pedir más rollos de cabo y añadieron varios. Fue un trabajo difícil, porque el cabo del arpón se desenrollaba tan rápido que se chamuscaba aunque le echaban agua constantemente. El animal hizo desenrollarse cuatro rollos enteros y parte de otro, casi una milla de cabo, y se sumergió durante mucho tiempo, durante casi media hora. Cuando salió a la superficie, el viejo Bingham le clavó la lanza para acabar con él. Echó un chorro de sangre, levantó las aletas y empezó a correr hacia el suroeste como un caballo de carreras. Entonces los tripulantes gritaron pidiendo ayuda. Vimos la lancha adentrarse en la oscuridad navegando velozmente con los costados casi ocultos por la blanca espuma. No sabemos lo que hicieron. Quizás un tripulante se quedó suspendido del cabo por fuera de la borda porque se le enredó en un pie y por esa razón los demás no se atrevieron a cortarlo, o quizás el cabo se enganchó en uno de los tablones del casco que estaba desprendido, pero lo cierto es que un momento después la lancha fue arrastrada por entre los pedazos de hielo y nunca más volvimos a ver a sus seis tripulantes. No encontramos ni rastro de ellos, ni siquiera un sombrero flotando.

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