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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

La costa más lejana del mundo (9 page)

BOOK: La costa más lejana del mundo
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El señor Higgins no era el único que deseaba hacerse rico, y cuando se difundió la noticia de que la
Surprise
iba a hacer un largo viaje, muchas personas solicitaron embarcarse en ella, pues en esa fase de la guerra sólo quienes viajaban en las fragatas podían encontrarse con navíos que les brindarían la oportunidad de conseguir en una tarde la paga de cien años. Al mismo tiempo, muchos hombres estaban deseosos de embarcar a sus hijos o familiares en la fragata de uno de los capitanes más destacados, un hombre que había participado en importantes batallas y que ponía interés en enseñar a los guardiamarinas; estaban deseosos de embarcarlos en la
Surprise
aunque se dirigiera a los insalubres pantanos de Java, donde podían contraerse muchos tipos de fiebre.

Cuando Jack estaba al mando de la fragata en el Mediterráneo, apenas fue importunado, porque todos sabían que se quedaría allí poco tiempo, sólo el suficiente para llevar a cabo una o dos misiones, pero ahora, aunque las circunstancias eran distintas (al menos hasta cierto punto), el viaje para realizar su misión no iba a ser tan largo como era necesario para que pudiera educar bien a los guardiamarinas. Si tenía suerte interceptaría la
Norfolk
mucho antes del cabo de Hornos, y aunque no lo hiciera, sólo tardaría unos meses en regresar. Hubiera rechazado a todos los guardiamarinas, si no fuera porque tenía un hijo pequeño, George, cuyo futuro había asegurado haciendo prometer a varios capitanes que en el momento oportuno le aceptarían en sus barcos. Si esos capitanes o sus familiares le pedían que hiciera lo mismo, no podía negarse, ni siquiera con la excusa de que Batavia era un lugar insalubre, porque sabía muy bien que no iba a ir allí (eso se lo había inventado Stephen para evitar que se enteraran de su verdadero destino los espías que probablemente había en el peñón y en sus inmediaciones y los barcos neutrales que pasaban por el estrecho, que a menudo hacían escala para cargar provisiones y enterarse de los rumores). A consecuencia de eso, ahora tenía otros cuatro guardiamarinas además de Calamy y Williamson, cuatro muchachos de voz chillona, bastante limpios, bien educados y familiares de marinos, pero, de todos modos, eran una pesada carga para él.

Te diré lo que voy a hacer —dijo a Stephen en una de las raras ocasiones en que ambos se encontraron en la ciudad, cuando estaban comprando cuerdas, colofonia y partituras—. Tendré que traer a bordo a un maestro. Ahora tengo seis fierecillas, contando a Calamy y Williamson, y aunque cuando haya calma podré enseñarles náutica y darles los coscorrones que necesiten, no me parece bien arrojarles al mundo sin que sepan historia, francés y, al menos,
hic, haec, hoc
. Saber náutica es importante, pero no es lo único que uno debe saber, especialmente cuando está en tierra. Yo mismo he lamentado muchas veces mi falta de conocimientos, y siempre he envidiado a esos tipos que pueden hacer un informe oficial en un estilo elegante, hablar en francés, citar en latín o en griego y que saben quiénes fueron Demóstenes y John O'Groats. Cuando alguien cita en latín, me siento insignificante. Por otra parte, no sirve de nada hacer que un muchacho normal y saludable se siente a estudiar solo el
Polite Education
de Gregory o el
Abridgement of Ancient History
de Robinson, a menos que sea un fénix como Saint Vincent o Collingwood, porque necesita un maestro que le ayude.

Creo que vosotros, los oficiales de marina, valoráis demasiado la literatura —dijo Stephen—. No obstante, he visto a algunos que pueden llevar sus barcos hasta las antípodas con las velas perfectamente ajustadas, pero son incapaces de hacer un relato coherente de lo que han hecho verbalmente, y mucho menos por escrito.

Es cierto. Y eso es precisamente lo que quiero evitar. Pero los dos maestros que he conocido solamente sabían matemáticas y, además, eran unos borrachos.

¿Has pensado en preguntar al señor Martin? No tiene muchos conocimientos de matemáticas, si bien me parece que ahora entiende un poco de náutica, pero habla francés, latín y griego tan bien como debe de hacerlo un pastor, y es un hombre instruido. No está contento en el barco en el que se encuentra ahora, y cuando le dije que íbamos a la costa más lejana del mundo, y te aseguro que no le di más información que esa, me dijo que daría un ojo de la cara por ir. Sí, dijo exactamente: «Daría un ojo de la cara por ir».

Es un pastor, y los marineros creen que los pastores traen mala suerte —dijo Jack—. Por otra parte, la mayoría de los pastores son borrachos. Sin embargo, la tripulación conoce bien al señor Martin, simpatiza con él, como yo, porque es un caballero muy amable, y, además, les gusta asistir con regularidad al servicio religioso… Nunca he llevado en mis barcos a ningún pastor por mi propia voluntad, pero Martin es diferente a los demás. Sí, es muy diferente a los demás. Aunque es más virtuoso que uno, no le echa en cara que no sea como él, y nunca le he visto borracho. Si hablaba en serio, Stephen, dile, por favor, que si es posible que le den el traslado, con mucho gusto iré en su compañía a la costa más lejana del mundo.

«La costa más lejana del mundo», se dijo, sonriendo, mientras caminaba hacia el viejo puerto; y de repente vio a una hermosa joven al otro lado de la calle. Sin duda, no era una de las muchas prostitutas de Gibraltar (aunque despertó en él el deseo sexual), y cuando sus miradas se encontraron, ella bajó la vista pudorosamente, aunque esbozando una sonrisa. Dudaba si el hecho de que ella le hubiera mirado fijamente al principio significaba que no iba a rechazarle muy enérgicamente si se acercaba para hablarle. No estaba seguro de eso, pero sí de que no era una joven inexperta. En otro tiempo, cuando aceptaba cualquier reto, tanto si era probable que saliera victorioso de él como si no, habría cruzado la calle para disipar las dudas, y en cambio, ahora permaneció en el lado de la calle por donde caminaba y se limitó a mirarla con admiración cuando se cruzaron. Era una joven de ojos negros y caminaba de un modo que llamaba la atención, como si tuviera las piernas rígidas después de cabalgar. «Quizá vuelva a verla», pensó, y en ese momento, le llamó otra joven, no tan hermosa, pero alegre y rellenita. Era la señorita Perkins, quien, por lo general, viajaba con el capitán Bennet en el
Berwick
cuando el pastor del navío no estaba a bordo. Se dieron la mano y ella dijo que Harry esperaba «convencer al malhumorado pastor de su barco de que le convenía tener un largo período de permiso» y que después de conseguirlo, navegarían por entre las hermosas islas del Mediterráneo para escoltar varios mercantes hasta Esmirna. Luego le invitó a comer con ella y con Harry, pero él dijo que, lamentablemente, no podía aceptar la invitación porque tenía un compromiso, y, además, que tenía que echar a correr como una liebre ahora mismo.

Heneage Dundas era la persona con quien Jack estaba citado, y ambos comieron en una confortable habitación situada en el piso superior de Reid, mirando hacia la calle Waterport, hablando de algunos amigos y conocidos de ambos que pasaban por allí.

Ahí va ese estúpido de Baker —dijo Dundas, señalando con la cabeza al capitán del
Iris—
. Vino a verme ayer y trató de llevarse a uno de mis hombres, a un marinero del castillo de apellido Black.

¿Por qué? —inquirió Jack.

Porque viste a sus hombres de todos los colores y le gusta que en su barco haya tripulantes con sus nombres. Ya hay varios, uno llamado Green, otro Brown, otro White, otro Grey, e incluso uno Scarlet, y él quería que John Black también estuviera a bordo. Me ofreció a cambio un cañón de bronce de nueve libras que había cogido de un barco corsario francés. Alguien debe de haberle dicho que iris significa arco iris en griego —añadió, al ver que Jack tenía una expresión de asombro.

¿Ah, sí? —preguntó Jack—. Lo ignoraba. Pero tal vez él lo sabía ya, porque es un tipo instruido y fue a la escuela hasta que tuvo quince años. Me pregunto qué haría si estuviera al mando del
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, ¡ja, ja, ja! Pero detesto que alguien convierta a los marineros en mamarrachos, ¿sabes? Mira, está besando la mano a alguien que está en este lado de la calle.

Ésa es la señora Chapel, la esposa del sargento de marina —dijo Dundas y, después de una pausa, exclamó—: ¡Mira, ése es el hombre del que te hablé, Allen, el que sabe tanto de la pesca de ballenas. Pero tal vez ya hayas hablado con él.

No —dijo Jack—. Mandé a buscarle a su posada, pero no estaba. Los dueños de la posada me dijeron que había ido a pasar un par de días en Cádiz —añadió mientras observaba a Allen, un hombre de mediana edad, alto, delgado y de cara ancha que vestía el uniforme de oficial de derrota de la Armada real.

Allen se quitó el sombrero, y Jack vio que tenía el pelo entrecano y dijo:

Me gusta su aspecto. ¡Dios mío, qué importante es tener un grupo de oficiales competentes, de hombres que entiendan su profesión y no riñan!

¡Por supuesto! —exclamó Dundas—. Eso es lo que diferencia una misión con tranquilidad de una sin ella. ¿Has hecho algo para conseguir tenientes?

Sí —respondió Jack—, y creo que he resuelto el problema. Tom Pullings se ha brindado a participar en la misión como voluntario, como pensaba que haría, y aunque Rowan no regrese de Malta antes de que zarpemos, puedo nombrar a Honey o a Maitland tenientes interinos. Tú y yo también fuimos tenientes interinos y estábamos a cargo de las guardias antes de tener edad para ello.

¿Qué ha pasado con el joven que recomendó el almirante del puerto?

Me niego a aceptar a ese mequetrefe en mi fragata —dijo Jack—. Voy a mandar al comandante del puerto al infierno.

Me gustaría oír cómo se lo dices, ¡ja, jajá! —dijo Dundas.

Por suerte Jack no tuvo necesidad de negarse. Tan pronto como entró en el despacho del almirante Hughes, éste exclamó:

Aubrey, siento decepcionarle, pero el joven Metcalf no podrá ir con usted. Su madre le ha conseguido un empleo en el servicio de guardacostas. Siéntese, siéntese. Parece usted fatigado.

Jack estaba realmente fatigado. Era un hombre corpulento y pesaba doscientas veinticinco libras, por lo que le producía una gran cansancio caminar bajo el sol abrasador del peñón del amanecer hasta el anochecer o aún más tarde, intentando que los funcionarios, generalmente lentos, hicieran las cosas con más rapidez.

Pero tengo el oficial de derrota que necesita. Navegó con Colnett. ¿Ha oído hablar de Colnett?

Bueno, señor —respondió Jack—, creo que la mayoría de los oficiales que conocen bien su profesión han oído hablar del capitán Colnett y de su libro.

Navegó con Colnett y, además, es un experto marino, según dicen todos —dijo el almirante, asintiendo con la cabeza, y luego tocó la campanilla y dijo al conserje—: Haga pasar al señor Allen.

Si Dundas no le hubiera hablado tan bien del señor Allen, Jack se habría formado una mala opinión de él. Allen no parecía lo que era. Desde que Jack era niño había sido una persona afable, sincera y deseosa de agradar a los demás y encontrar personas que le agradaran. Aunque no era atrevido ni presumido, tampoco era tímido, y le resultaba difícil comprender cómo la emoción podía paralizar casi completamente a un hombre de cincuenta años o más, de modo que no sonreía, no respondía con fórmulas de cortesía a las que los demás decían y sólo hablaba para contestar a una pregunta.

Muy bien —dijo el almirante, que también parecía decepcionado—. El señor Allen se incorporará a su tripulación tan pronto como yo firme la autorización. Su nuevo condestable seguramente ya se ha presentado allí. Eso es todo. No le retengo más —añadió, tocando la campanilla.

Disculpe señor-dijo Jack, poniéndose de pie—, pero todavía queda por resolver el asunto de los tripulantes. Me faltan muchos, muchos marineros para completar la dotación. Además, hay que solucionar el asunto del pastor.

¿Los tripulantes? —preguntó el almirante como si ésa fuera la primera vez que oía hablar del asunto—. ¿Qué quiere que yo haga? No puedo darle los marineros que trabajan en el puerto, ¿sabe? No soy un Cadmo.

Nunca he pensado que lo fuera, señor —dijo Jack con sinceridad.

Bueno —dijo el almirante aplacado—, venga a verme mañana. No, mañana no. Mañana voy a purgarme. Venga pasado mañana.

Allen y su nuevo capitán salieron a la calle.

Entonces nos vemos mañana, Allen —dijo Jack, cruzando la calle—. Venga temprano, por favor. Quiero zarpar lo más pronto posible.

Con su permiso, señor —dijo Allen—, me gustaría subir a bordo ahora mismo, porque si no vigilo cómo colocan la carga en la bodega desde la parte más baja, nunca haré bien mi trabajo.

Es cierto, señor Allen —dijo Jack—. Y en la bodega de proa hay que colocar las cosas con especial cuidado. La
Surprise
es una excelente embarcación, la que mejor navega de bolina de toda la Armada, y puede adelantar incluso a la
Druid
y la
Amethyst
navegando de bolina y con la juanete mayor desplegada, pero tiene que llevar la carga de modo que le permita navegar lo mejor posible. Conviene que lleve la popa media traca más hundida y que nada haga presión sobre el pie de la roda.

Eso me han dicho, señor —dijo Allen—. Hablé con el señor Gill en el
Burford
y me dijo que no podía descansar tranquilamente en su coy pensando en la bodega de proa.

Ahora que estaban en la calle, rodeados de numerosas personas, y que hablaban de asuntos muy importantes para los dos, como la tendencia de la fragata a escorar y cómo podría afectarle llevar un cargamento doble, Allen abandonó su actitud reservada, y cuando ya estaban próximos a la fragata, preguntó:

Señor, ¿le importaría decirme qué es un Cadmo?

Bueno, señor Allen, no es apropiado que yo le dé esa definición en un lugar público y delante de señoras… Es mejor que la busque en
Domestic Medicine
, de Buchan.

En la fragata fueron recibidos por Mowett, que estaba más preocupado de lo habitual. El contador se había negado a aceptar un gran número de toneles de carne de vaca que habían hecho el viaje de ida y vuelta a las Antillas, aduciendo que pesaban mucho menos de lo que debían y que la carne era tan vieja que no era apta para el consumo humano; Pullings había ido al departamento de avituallamiento para ver lo que podía conseguir; el doctor Maturin había arrojado las bolsas de sopa desecada al mar alegando que habían cometido la bajeza de adulterarla y que parecía pegamento; el cocinero del capitán, que fue acusado injustificadamente por Killick de que vendía el vino de Jack, tenía tanto miedo a lo que el repostero le haría cuando estuvieran en alta mar que había desertado y se había embarcado en un mercante que iba a la India.

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