Tranquilo, Joe, tranquilo —dijo Bonden, sacudiéndole por un brazo y señalando con el pulgar por encima del hombro hacia la señora James, la esposa del sargento de infantería de marina, y la señora Horner, que habían llegado con su labor de punto—. Hay señoras presentes.
¡Al diablo tú y las señoras! —exclamó Plaice, pero en voz más baja—. Lo que más detesto en el mundo es que haya una mujer a bordo de mi barco.
Cada media hora sonaba la campana de la fragata. Terminó la guardia de mañana y llegó el momento de celebrar la ceremonia de mediodía. El sol alcanzó el punto más alto del cielo, los oficiales explicaron cómo medir la altitud y los guardiamarinas la midieron, se dio la voz de rancho. Entre el bullicio de los marineros que se sentaron a comer y el ruido de las bandejas al chocar contra las mesas, Plaice y Jemmy Ducks continuaron su tarea en la cocina, en medio de una marea humana, bloqueando el paso. Todavía estaban allí una hora después, cuando Tibbets cocinaba y servía la comida en la sala de oficiales, donde ahora sólo quedaban los dos tenientes interinos y Howard, el teniente de infantería de marina, pues el contador y todos los demás oficiales estaban en la cubierta muy hambrientos porque estaban invitados a comer con el capitán. Los dos marineros, muy pálidos, todavía se encontraban allí cuando sonaron las cuatro campanadas de la guardia de tarde. Al oír la primera, los oficiales, precedidos por Pullings, entraron en la cabina del capitán, y Killick y el muchacho negro y robusto que le servía de ayudante cogieron la enorme fuente con el estofado.
El capitán Aubrey tenía mucho respeto a los clérigos y dijo al pastor que se sentara a su derecha. A continuación se sentaron Stephen y Pullings; Mowett se sentó en la punta de la mesa, a la derecha de Pullings, y Allen entre Mowett y el capitán.
Señor Martin —dijo Jack, después de que el pastor bendijera la mesa—, tal vez nunca haya comido este estofado, uno de los platos más antiguos preparados por los marineros. Es muy bueno si está bien hecho. Yo lo comía mucho cuando era joven. Permítame servirle un poco.
Desgraciadamente, cuando Jack era joven también era pobre y a menudo no tenía un penique. Pero ese estofado parecía un plato preparado para un hombre rico o para un gobernador. Orrage había sido muy generoso y le había echado tanto sebo que la grasa líquida sobresalía una pulgada de la superficie, y las patatas y las galletas en trozos, que componían la parte principal del plato, apenas podían verse porque estaban cubiertas de carne y cebollas fritas con muchas especias.
Al comer los primeros bocados, Jack pensó: «¡Que Dios me ayude! Es demasiado fuerte, demasiado fuerte para mí. Debo de estar envejeciendo. Ojalá hubiera invitado a algunos guardiamarinas». Miró con ansiedad a todos los que estaban sentados en la mesa, pero casi todos estaban acostumbrados a la rígida disciplina de la Armada y habían estado en naufragios, habían soportado calor y frío intensos, la humedad y la sequía, el hambre y la sed, la furia de los elementos y la violencia de los enemigos del rey, y habían sufrido heridas. Por tanto, podían soportar esto y, además, sabían cómo debían comportarse cuando eran invitados del capitán. Por otro lado, el señor Martin había trabajado para los libreros de Londres cuando era un pastor sin beneficio eclesiástico, un trabajo que en muchos aspectos era más duro que los de la Armada. Todos estaban comiendo y, por su expresión, parecía que les gustaba la comida.
Entonces Jack, que tenía menos deseos de limitar la cantidad de comida que daba a sus invitados que de obligarles a comer, pensó: «Tal vez les guste de verdad. Es probable que últimamente haya comido demasiado y haya hecho muy poco ejercicio. Cualquier cosa me revuelve el estómago».
Es un plato muy bueno —dijo el heroico Martin—. Quisiera que me sirviera un poco más, si no le importa.
Jack estaba seguro de que al menos el vino les gustaba. Pero lo bebían en parte para quitarse el sabor de los viscosos pedazos de comida, en parte porque tanto Plaice como Bonden le habían echado sal, lo que les provocaba una sed terrible, y en parte, también, porque era excelente.
Así que esto es el vino tinto —dijo Martin, alzando la copa y mirando el líquido color púrpura a la luz—. Se parece al vino que usamos en las ceremonias religiosas en Inglaterra, pero es más espeso, más fuerte, más…
Jack pensó que podría decir algo gracioso acerca de Baco, el vino, los sacrificios y los altares, pero estaba demasiado preocupado por encontrar temas de conversación (rara vez venían a su mente frases ingeniosas espontáneamente, lo que era una lástima, porque a nadie le gustaba más que a él decir alguna refiriéndose a sí mismo o a los demás). Tenía que encontrar algún tema, ya que, siguiendo la costumbre, los marinos estaban sentados allí como fantasmas y no podían hablar hasta que el capitán les dirigía la palabra, porque esa era una comida formal y, además, estaba presente un extraño. Afortunadamente, si se quedaba sin temas de conversación, podía hacer un brindis.
Señor Allen, beba una copa de vino conmigo —dijo, mirando sonriente al oficial de derrota a la vez que hacía una inclinación de cabeza y pensaba: «Quizás el pastel de ganso esté mejor».
Pero hay días en que ninguna de las esperanzas que uno se hace se cumplen. Por fin llegó el enorme pastel, y mientras explicaba al señor Martin cómo se hacía, notó que el cuchillo no encontraba ninguna resistencia en el interior, sino que tocaba algo blando y que por el corte de la masa de pan salía sangre en vez de salsa.
En la mar se hacen los pasteles al estilo marinero, naturalmente. Son muy diferentes a los pasteles que se hacen en tierra. Primero se pone una capa de masa de pan, luego una de carne, luego otra de pan, luego otra de carne, y así sucesivamente, de acuerdo con el número de capas que uno quiera.
Este es un pastel de tres cubiertas, como puede ver: la cubierta superior, la media cubierta, la intermedia y la inferior.
Entonces son cuatro cubiertas —dijo Martin.
¡Oh sí! —exclamó Jack—. Todos los navíos de línea de primera clase, los de tres cubiertas, tienen cuatro cubiertas, o cinco, contando el sollado, o seis, contando la toldilla, pero nosotros les llamamos navíos de tres cubiertas, ¿sabe? Ahora que lo pienso, quizá cuando decimos cubierta nos referimos en realidad al espacio que hay entre ellas. Creo que el pastel no está muy cocinado —añadió, y le asaltó la duda de que tal vez a Martin no le gustara.
No importa, no importa —dijo Martin—. Es mejor comer el ganso poco cocinado. Traduje un libro en francés de un autor de gran reputación que decía que el pato debía cocinarse de modo que quedara sangriento, y lo que es bueno para el pato, es bueno para el ganso.
Pero la salsa del pato… —empezó a decir, pero estaba demasiado abatido para seguir hablando.
Pero después, el pastel de Estrasburgo, la lengua ahumada y los otros platos que acompañaban al principal, así como el excelente queso de Menorca, el postre y un extraordinario oporto, borraron el recuerdo del desafortunado
y
sangriento pastel de ganso. Brindaron por el rey, por las esposas o novias de todos ellos, y entonces Jack echó hacia atrás su silla, se desabrochó la chaqueta y dijo:
Caballeros, les ruego que me disculpen, pero ahora tengo que hablar de asuntos relacionados con la fragata. Me complace decirles que no nos dirigimos a Java. Tenemos orden de capturar una fragata norteamericana que ha sido enviada a destruir nuestros balleneros en los mares del sur. Es la fragata
Norfolk
, de treinta y dos piezas de artillería, todas ellas carronadas salvo dos cañones de doce libras. Ha retrasado su partida un mes y espero poder interceptarla al sur del cabo San Roque o en las inmediaciones de algún otro puerto de la costa atlántica, aunque es posible que tengamos que seguirla hasta el Pacífico. Como ninguno de nosotros ha doblado el cabo de Hornos y, según creo, el señor Allen conoce bien las aguas que lo rodean, porque ha navegado con el capitán Colnett, le agradecería que nos dijera qué vamos a encontrar allí. Creo que también podría contarnos muchas cosas sobre la pesca de la ballena, una actividad que, me avergüenza decirlo, desconozco. ¿Cree usted que podría, señor Allen?
Bueno, señor —dijo Allen sin ruborizarse, cuya timidez había vencido con el hábito de estar entre ellos y con la inusual cantidad de oporto que había bebido—. Mi padre y dos tíos míos eran balleneros en Whitby, y yo me crié, por así decirlo, entre ballenas, e hice muchos viajes con ellos antes de incorporarme a la Armada, íbamos a pescar a Groenlandia, frente a Spitzbergen o en el estrecho de Davis, y pescábamos la ballena de Groenlandia y la atlántica, y algunas veces morsas y otras ballenas de especies raras, como la ballena blanca y el narval. Pero aprendí mucho más con Colnett pescando en los caladeros de los mares del sur, que seguramente usted conocerá, señor. Allí se pesca principalmente la ballena azul. Todos los barcos de Londres van a la pesca de la ballena azul.
Sí —dijo Jack, y al ver que Allen se estaba alejando del tema, añadió—: Quizá sería mejor que nos contara cómo fue el viaje que hizo con el capitán Colnett, pues de ese modo nos hablaría de la navegación y la pesca al mismo tiempo. Pero hablar da mucha sed, así que tomaremos el café ahora.
Hubo una pausa, en la cual el olor del café llenó la cabina. Stephen tenía muchas ganas de fumar, pero, puesto que sólo estaba permitido fumar en el alcázar, por ser un lugar descubierto (en algunos barcos sólo se permitía fumar en la cocina), si fumaba, no podría oír el relato de Allen, y le interesaban mucho las ballenas y la navegación por el cabo de Hornos, que, según decían, era más peligrosa que por cualquier otro cabo, ya que generalmente se tardaba mucho en doblarlo a causa de las innumerables tempestades del oeste, se corría el riesgo de contraer escorbuto e incluso de naufragar; por tanto, reprimió las ganas de fumar y esperó a que el oficial de derrota empezara a hablar.
Pues, señor —dijo el señor Allen—, los norteamericanos han pescado ballenas frente a Nantucket desde hace mucho tiempo, y antes de la última guerra ellos y algunos ingleses fueron a pescar mucho más al sur, al golfo de Guinea, cerca de la costa de Brasil e incluso a las islas Malvinas. Pero nosotros fuimos los primeros que doblamos el cabo para pescar la ballena azul. Fue el señor Shield, un amigo de mi padre, quien llevó hasta allí el barco
Amelia
en 1788, y regresó con ciento treinta y nueve toneladas de aceite de ballena. ¡Ciento treinta y nueve toneladas de aceite de ballena, caballeros! Incluida la gratificación, el cargamento valía siete mil libras. Así que enseguida otros balleneros siguieron sus pasos y fueron a pescar cerca de las costas de Chile y Perú y un poco más al norte. Pero ya sabe usted que los españoles siempre se enfadan cuando alguien pesca en esas aguas, y entonces se enfadaron aún más, si era posible… ¿Recuerda el canal Nootka?
Sí —respondió Jack alegremente—. Su alegría se debía a que en aquel remoto canal estrecho y cenagoso de la isla Vancouver, mucho más al norte del último asentamiento español en la costa oeste de América, donde algunos ingleses solían ir en sus barcos para comerciar en pieles con los indios, algunos de esos barcos fueron capturados por los españoles en 1791, en tiempo de paz, y el incidente, que fue calificado de «ofensa española», trajo como consecuencia que la Armada se rearmara. Gracias a eso, él experimentó una de sus metamorfosis, pues dejó de ser un simple ayudante de oficial de derrota (aunque muy competente) para convertirse en teniente, un teniente con sombrero de cintas doradas para los domingos y con una misión encomendada por su majestad.
A partir de entonces los balleneros no querían ir a ningún puerto del Pacífico —continuaba Allen—, porque los españoles les atacaban en todos y porque, por el hecho de que tenían que pasar tanto tiempo lejos de Inglaterra, nunca sabían si había paz o guerra, y no sólo podían perder sus barcos y la pesca, sino que podían morir en un ataque o permanecer en una prisión española hasta que murieran de hambre o de fiebre amarilla. Cuando uno navega durante dos o tres años seguidos, soportando todos los cambios climáticos, es lógico que necesite reponer provisiones y pertrechos.
Todos los oficiales asintieron con la cabeza.
Exactamente —dijo Killick, y tosió para tratar de disimular su comentario.
Así que el señor Enderby, el mismo que envió a Shields en el
Amelia
, y los dueños de otros balleneros pidieron al Gobierno que preparara una expedición para encontrar nuevos puertos y lugares donde obtener provisiones con el fin de continuar pescando en los mares del sur y en mejores condiciones. El Gobierno aceptó, pero, entre unas cosas y otras, el viaje fue lo que yo llamaría un viaje hermafrodita, porque la mitad del tiempo estuvimos pescando y la mitad explorando, y con lo primero se pagaba lo segundo. Primero el Almirantazgo les dijo que les prestaría la
Rattler
, una excelente corbeta con aparejo de navío de trescientas setenta y cuatro toneladas, pero luego cambió de opinión y la vendió a los comerciantes, quienes la convirtieron en un ballenero y la dotaron con un marino experto en la pesca de ballena y una tripulación de veinticinco hombres, mucho menor que la dotación que tenía cuando era barco de guerra, que estaba formada por ciento treinta y cinco. Pero el Almirantazgo nombró capitán a Colnett, que había viajado alrededor del mundo con Cook en el
Resolution
y que había navegado en mercantes por el Pacífico entre las dos guerras, cuando recibía media paga. En verdad, los barcos que fueron capturados en Nootka eran suyos y él se encontraba allí cuando eso ocurrió. Así que fue el capitán de la expedición y tuvo la amabilidad de llevarme a mí con él.
¿Cuándo fue eso, señor Allen?
Cuando España empezó a rearmarse, señor, en el invierno de 1792. En esa época se daba una gratificación a los marineros que se incorporaban a la Armada, y algunos de los tripulantes de nuestros barcos se fueron, y sólo pudimos reemplazarles con campesinos y grumetes. Eso nos hizo retrasar la partida hasta enero de 1793; por tanto, perdimos la gratificación por ir a la pesca de ballena y desaprovechamos el buen tiempo. Pero logramos zarpar por fin y avistamos la isla, si la memoria no me falla, dieciocho días después.
¿Qué isla? —preguntó Martin.
Madeira, naturalmente —respondieron todos los oficiales.
En la Armada llamamos a Madeira la isla —dijo Stephen con satisfacción.