Cuando sonaron las dos campanadas en la guardia de media, Jack fue a sentarse a su lado un rato antes de irse a dormir y no observó ningún cambio. Tampoco Martin observó ningún cambio antes de subir al alcázar desierto a respirar el aire fresco de la mañana. Vio que la cubierta estaba desolada de proa a popa, y permaneció allí un rato observando cómo la fragata avanzaba rápidamente por las aguas de color índigo salpicadas de blanca espuma con las gavias arrizadas y el foque desplegado, entre las enormes olas que llegaban a la cofa del mesana, y cómo se soltaban cabos y se rompían palos constantemente, y oyendo el silbido del viento en la jarcia, que era dos tonos más bajo que el habitual.
¿Qué van a hacer ahora? —preguntó en la cámara de oficiales a la hora del desayuno, después de contestar a las preguntas de éstos sobre Stephen.
¿Qué vamos a hacer? —repitió Mowett—. Lo que se hace en todos los barcos cuando hay una tormenta como ésta: seguir navegando con muy pocas velas desplegadas, rogar que no llegue ninguna ola por popa y que no choquemos contra algo de noche. Seguiremos avanzando y haciendo nudos y ayustando.
Martin no observó ningún cambio antes de ir a comer con Jack en la cabina.
No pretendo enseñarle nada sobre medicina, señor Martin —dijo Jack—, pero he pensado que el golpe que se dio Stephen se parece al de Plaice, y tal vez sea necesario hacerle la misma operación.
También yo he pensado eso y he leído sus libros sobre ese tema —dijo Martin—. Creo que él no tiene el cráneo fracturado, que es la razón principal para hacer la trepanación, pero me parece que tiene un coágulo en el lugar donde se dio el golpe y que eso tiene el mismo efecto.
Entonces, ¿no debería hacerle esa operación? ¿No cree que eso aliviaría su cerebro?
No me atrevo a hacerla.
Usted movió la manivela en la operación de Plaice.
Sí, pero yo estaba con un experto. Hay muchas otras cosas que hay que valorar y debo leer más sobre el tema, pues no lo conozco muy bien.
Jack tuvo que admitir que eso era cierto, pero puso una expresión grave y dio golpecitos con su galleta en la mesa durante unos momentos y luego, sonriendo, dijo:
Prometí hablarle del tiempo cuando tuviéramos un rato libre. Parece que estamos al sur de un tifón que se mueve en dirección noroeste, y eso explica que haya tantos remolinos y olas desde los cuatro cuadrantes. ¿No crees, Mowett?
Sí, señor —respondió Mowett—. Pero ahora navegamos por aguas diferentes. ¿Ha notado cuántos tiburones blancos hay alrededor de la fragata? Uno de ellos se llevó la piel de buey que estaba sobre el pescante central para que se suavizara. Cuando bajé a preguntar a Plogg cómo estaba, me dijo que los había visto a menudo cerca de las islas Marquesas y, además, que el tiempo podía empeorar mucho más.
La comida terminó en ese momento. Cuando Martin se despidió, dijo que pasaría la tarde leyendo, observando atentamente los síntomas de su paciente y practicando la trepanación con algunas de las calaveras de focas que Maturin tenía.
Esa noche dijo a Jack que estaba casi convencido de que era necesario hacerle esa operación a Stephen, sobre todo porque tenía estertores, y le enseñó unos fragmentos de los libros de Port y La Faye que apoyaban su opinión. Pero dijo que no servía de nada su convicción, ya que la fragata cabeceaba muy fuerte y en una operación tan delicada, la más mínima falta de equilibrio y de control podría significar la muerte del paciente, y preguntó si era posible poner en facha la fragata.
Eso no haría cambiar el movimiento —dijo Jack—. En realidad, haría más rápidos el balanceo y el cabeceo. Nuestras esperanzas son que el mar se encalme, lo cual, si no ocurre un milagro, no sucederá hasta dentro de tres o cuatro días, o que podamos detenernos al abrigo de algún arrecife o alguna isla; sin embargo, en la carta marina no aparece ninguna isla antes de las Marquesas. Otra alternativa es que trate usted de… ¿cómo le diría?… tensar los músculos cuando haga la operación. Después de todo, los cirujanos navales no siempre pueden esperar a que haya calma para operar, y si no recuerdo mal, a Plaice le operaron cuando soplaba un viento que obligaba a llevar las gavias arrizadas.
Es cierto, aunque el mar no estaba tan agitado. Pero hay que saber distinguir entre valentía y temeridad. Por otra parte, aunque estuviera seguro de que la operación fuera necesaria, sólo la realizaría a la luz del día, porque me falta experiencia y tengo dudas sobre la operación.
Se hizo de día, pero Martin todavía tenía dudas y no se decidió a operar.
No soporto ver cómo la salud de Maturin decae por falta de cuidados y de decisión —dijo Jack, tomándole el pulso, que ahora era tan débil que en cinco minutos sólo logró sentirlo una vez.
No soportaría ver cómo Maturin muere por mi falta de destreza o por una sacudida de la cubierta sobre la que estaré apoyado —dijo Martin, que había hecho torpemente algunos agujeros a las calaveras con que había practicado el uso del trépano de Lavoisier.
La
Surprise
siguió avanzando hacia el oeste por las mismas aguas azul oscuro y entre enormes olas bajo un brillante cielo lleno de blancas y grandes nubes, y mientras tanto sus hombres hacían reparaciones en la jarcia y amarraban el palo de mesana, que se había soltado. Los obenques del palo mayor del costado de barlovento, que el tronco de palma había destrozado, ya habían sido reemplazados y amarrados, y el capitán pudo volver a dar su habitual paseo. El alcázar sólo tenía cincuenta pies de largo, y si Jack caminaba cincuenta veces con paso corto hasta un perno que ya estaba gastado y brillaba como la plata, recorría una distancia equivalente a una milla terrestre. Así que empezó a caminar de un lado a otro entre el ruido que llenaba la fragata y los rugidos del viento y el mar. Tenía la cabeza gacha y una expresión grave, y puesto que parecía abstraído, los demás hombres que estaban en el alcázar se agruparon en el costado de sotavento y bajaron la voz, pero él estaba atendiendo a lo que ocurría a su alrededor y oyó perfectamente el grito: «¡Tierra a la vista!», que llegó desde la cofa del mayor, y subió a ella por los obenques. Ascendió trabajosamente, pues el viento soplaba con fuerza, dando horribles aullidos y empujándole hacia los lados, y al llegar adonde estaba el serviola se alegró de que no le hubieran mandado a subir más alto.
¿Dónde está, Sims? —preguntó al subir a la cofa por la boca de lobo.
A treinta grados por la amura de estribor —respondió Sims, señalando hacia ese lugar.
Efectivamente, allí se veía una franja de tierra cuando la fragata subía con las olas, una franja de tierra con algunas plantas: era una isla y se encontraba a una distancia de once o doce leguas.
Muy bien, Sims —dijo Jack y salió por la boca de lobo.
Antes de llegar a la cubierta empezó a dar órdenes al contramaestre, que estaba en el castillo.
¡Deje eso ahora, señor Hollard, y ponga guindalezas finas hasta los topes! —gritó.
Sí, señor —dijo Hollard, sonriendo. Ese era un viejo truco del capitán que tenía una apariencia horrible, pero era útil. Las toscas e hilachosas guindalezas y otros cabos permitirían desplegar velas que si se ponían de otra manera harían desprenderse los mástiles, y de esa forma la fragata había atrapado muchas presas y había logrado huir de algunos enemigos mucho más fuertes.
Señor Mowett —ordenó—, que cuatro buenos timoneles lleven el timón y que les releven cada media hora. Vamos a navegar a toda vela. Señor Allen, por favor, gobierne la fragata. El rumbo será noroeste cuarta al oeste.
Media hora después, al ver a Hogg sostenido por sus compañeros en el pasamano, se acercó a él y le preguntó:
¿Ve la isla?
Sí —respondió Hogg—. Si mira usted la parte de abajo de esa nube que no se mueve, ¿no ve una circunferencia brillante y un punto oscuro en el centro?
Sí, lo veo.
La parte brillante es un arrecife de coral y la oscura es un grupo de árboles. No hay lagunas.
¿Cómo lo sabe?
Porque si hubiera alguna se vería verde, por supuesto. Es una isla bastante alta, a juzgar por la cantidad de nubes. Creo que no la habías visto, Bill —dijo a uno de los hombres que le sostenían—. Se ve claramente.
Es alargada —dijo el contramaestre.
Muy bien, señor Hollar —dijo Jack y luego, alzando la voz ordenó—: ¡Todos a desplegar velas!
Cuando la fragata tomó el nuevo rumbo, el viento llegó por la aleta, y los tripulantes desplegaron las velas poco a poco. Hacía tiempo que habían colocado los masteleros, pero no los mastelerillos, y Jack ordenó que desplegaran primero la vela de capa, luego la de estay mayor, y después que arrizaran la gavia mayor y desplegaran la vela de estay de la cofa del mayor. Cada vez hacía una pausa para que la
Surprise
avanzara con el impulso adicional, y la fragata avanzaba de inmediato con una gracia que ningún otro barco tenía; eso le llenaba de satisfacción. Y cuando la fragata navegaba a gran velocidad, quizás a más velocidad que nunca, con el pescante de sotavento bajo la espuma que formaba la proa, Jack colocó una mano en la borda y sintió vibrar el casco del mismo modo que su violín, y la otra en un brandal y comprobó que estaba tan tensa como debía.
Todos conocían bien al capitán y casi todos habían visto cómo hacía navegar los barcos tan rápido como el viento, y estaban seguros de que aún no había terminado; sin embargo, nadie esperaba que mandara desplegar la trinquete, y todos pusieron una expresión grave al realizar esta tarea. Entre cincuenta y siete hombres tuvieron que halar la escota de la trinquete y amarrarla. A medida que la presión del velamen aumentaba, la
Surprise
se hundía otra traca, y otra y otra, hasta que finalmente quedó descubierta una franja de placas de cobre del costado de barlovento, y mientras tanto el viento daba aullidos en un tono cada vez más agudo. Y en esa posición navegó a toda vela, lanzando con la proa tanta espuma hacia arriba por sotavento que el sol parecía formar un doble arco iris. Se oyeron gritos de alegría en la proa y poco después en la popa, y todos los que estaban en el alcázar sonrieron.
Vigile el cataviento —dijo Jack al timonel—. Si deja que se desvíe a sotavento, nunca volverá a ver Portsmouth. Señor Howard, por favor, diga a sus hombres que se coloquen en el pasamano de barlovento.
Cuatro campanadas. Boyle bajó despacio por la inclinada cubierta con la corredera bajo el brazo, seguido por un suboficial con un pequeño reloj de arena.
Ponga doble cordel —ordenó Jack, que quería que hiciera una medición exacta de la velocidad y que separaran mucho la barquilla de la de la estela antes de contar los nudos.
Doble cordel, señor —dijo Boyle con voz tan potente como se lo permitía su débil complexión.
Cuando el nudo rojo se movió cincuenta brazas, se colocó en el pasamano y preguntó:
¿Está listo el reloj?
Y cuando le respondieron «Listo, señor», tiró la barquilla lo más lejos posible y sostuvo el carretel con la mano izquierda.
¡Girar el reloj! —gritó cuando el cordel se estiró.
La arena empezó a salir de la ampolleta, el carretel a dar vueltas y los nudos a pasar unos tras otros mientras todos los marineros que no tenían nada que hacer los observaban. El suboficial abrió la boca para gritar: «¡Parar!», pero antes de que cayeran los últimos granos de arena, Boyle dio un chillido al ver que el carretel se le escapaba de la mano.
Lo siento mucho, señor —dijo a Mowett después de un momento de confusión—. El carretel se me escapó.
Mowett se acercó a Jack y dijo:
Boyle siente mucho que el carretel se le haya escapado. El cordel se tensó inmediatamente y tiró demasiado del enganche, y supongo que eso le cogió desprevenido.
No importa —dijo Jack, quien, a pesar de su ansiedad, estaba satisfecho porque esa medición indicaba que la fragata navegaba a gran velocidad—. Que lo intente de nuevo con un reloj de catorce segundos cuando suenen las seis campanadas.
Cuando sonaron las seis campanadas, la parte superior de la isla se veía desde la cubierta. Era una isla pequeña y montañosa, y sobre ella había muchas nubes. Desde la cofa del mayor se veían las enormes olas que rompían en la orilla. No había ninguna laguna en la parte de barlovento, pero parecía que había arrecifes bordeando la parte noreste y suroeste, pues allí el agua tenía un color mucho más claro.
El viento había amainado, y la medición de la velocidad de la
Surprise
no pareció sorprendente a sus hombres, porque todos recordaban que cuando cayó el carretel, justo antes de que terminara de salir la arena del reloj, navegaba a ciento cincuenta nudos, aunque se acercaba a la isla una milla cada cuatro o cinco minutos.
Señor Martin —dijo Jack en la enfermería—, hemos avistado una isla, como supongo que ya sabrá, y dentro de una hora llegaremos a ella y es posible que podamos desembarcar. Le ruego que se prepare para operar.
Vamos a verle —propuso Martin.
Padeen Colman estaba sentado allí con el rosario en la mano y negó con la cabeza, lo que significaba «Sigue igual».
Es una decisión terrible, sobre todo porque los síntomas no coinciden con los que aparecen en los libros —dijo Martin, mientras los dos estaban allí de pie, moviéndose al ritmo del balanceo de la fragata y mirando aquella máscara, y explicó una vez más qué opinaba del caso.
Todavía estaba explicándolo cuando Mowett llegó y murmuró:
Disculpe, señor, pero hay una bandera ondeando en la isla.
La isla se había acercado mucho más durante el tiempo que Jack estuvo abajo, y él pudo ver claramente la bandera por el telescopio. Era una bandera azul y blanca hecha jirones que estaba en la punta de una alta roca. Jack subió a la cofa del trinquete con el primer oficial y desde allí pudieron ver perfectamente la costa, que estaba formada por un acantilado al este, contra el que chocaban enormes olas, y un arrecife al suroeste. Dio las órdenes necesarias para que la fragata navegara con el viento en popa y con la gavia mayor y la trinquete arrizadas. Entonces la fragata rodeó el arrecife y llegó a la parte de sotavento de la isla. Allí el arrecife formaba una gran laguna, y junto a la parte más próxima a la costa, pudieron ver bajo el brillante cielo una blanca playa, y en ella a varios hombres, probablemente hombres blancos, ya que vestían camisa y pantalón. Algunos de ellos caminaban de un lado a otro, pero muchos otros señalaban hacia el norte.