La costa más lejana del mundo (43 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: La costa más lejana del mundo
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¡Cuánto me gustaría que Sophie estuviera aquí! —dijo en voz alta, mirando la nota que ella había escrito hacía tanto tiempo.

Sonaron tres campanadas. Jack se bebió la última taza de café, se levantó, se colocó la bandolera para colgar el sable y luego se puso la espléndida chaqueta azul que Killick le había preparado, una elegante chaqueta con enormes charreteras doradas y la medalla del Nilo en el ojal, pero pensó que la gruesa tela de que estaba hecha era más apropiada para el frío del canal que para el ecuador, porque enseguida sintió que la temperatura de su cuerpo aumentaba.

No debo quejarme. Los otros están peor que yo —dijo, y después, mientras se ponía su sombrero de dos picos sonrió y añadió—:
Il faut souffrir pour el être beau.

Buenos días, Oakes —dijo al infante de marina que estaba de centinela en su puerta—. Buenos días, caballeros —saludó al llegar al alcázar.

Buenos días, señor —contestaron a coro los oficiales, quitándose el sombrero, e inmediatamente después se abotonaron las chaquetas y todos los chalecos dejaron de verse.

Enseguida Jack miró hacia las velas, los aparejos y el cielo. Todo estaba como deseaba. El viento soplaba con una intensidad que permitía llevar desplegadas las gavias e incluso la juanete de proa si era necesario. Pero el mar no estaba a su gusto. No se había desatado la tormenta por la cual había puesto postigos a las ventanas la noche anterior, pero la marejada continuaba, y las olas llegaban oblicuamente a la fragata, de modo que su cabeceo hacía difícil a los marineros colocar sus bolsas en la cubierta, formando una pirámide, como siempre, pues tenían que sacarlas de la entrecubierta para poder limpiarla. A pesar de su amplia experiencia, rara vez había visto una marejada tan fuerte. La ceremonia que venía a continuación la conocía de memoria, pues había participado en ella miles de veces y se celebraba en todos los barcos de guerra una vez a la semana, excepto cuando hacía mal tiempo. Los oficiales, que estaban en el alcázar, dejaron de hablar. El suboficial que gobernaba el barco carraspeó, y cuando el último grano de arena cayó en la ampolleta inferior del reloj de media hora, dijo:

Dé la vuelta al reloj.

El infante de marina que estaba de guardia avanzó con mucho cuidado debido al cabeceo, y cuando toda la tripulación de la fragata le prestaba atención, tocó cinco campanadas.

Señor Boyle —dijo el oficial encargado de la guardia, Maitland, al joven guardiamarina que era ahora su ayudante—. Llame a todos a sus puestos.

Boyle se volvió hacia el infante de marina encargado del tambor, que tenía los palillos preparados, y le ordenó:

Llame a todos a sus puestos.

Inmediatamente el tambor empezó a sonar. Los marineros, que hasta entonces estaban reunidos en grupos amorfos, arreglándose la ropa muy bien lavada y planchada, que en algunos casos estaba adornada con cintas, corrieron para ponerse en fila en diferentes brigadas: la de los marineros del castillo, la de los gavieros, la de los artilleros y la de los marineros de popa (en la
Surprise
no había una brigada de los marineros del combés). Colocaban los dedos de los pies justo al nivel de la junta adecuada a ambos lados del alcázar, en los pasamanos y en el castillo. Los infantes de marina ya se encontraban alineados en la popa, cerca del coronamiento. Los guardiamarinas inspeccionaron a los marineros de cada brigada, les ordenaron que se pusieran firmes y dejaran de hablar y luego informaron de ello a los tenientes y al oficial de derrota. Entonces los tenientes y el oficial de derrota les inspeccionaron de nuevo, les ordenaron que dejaran de mirar a su alrededor y de arreglarse los pantalones e informaron a Mowett que los marineros estaban presentes, limpios y correctamente vestidos. Mowett avanzó hasta el otro lado del alcázar, donde estaba el capitán Aubrey, y dijo:

Todos los oficiales han dado su informe, señor.

Entonces pasaremos revista, señor Mowett, por favor —dijo Jack.

Primero se volvió hacia la popa, donde estaban los infantes de marina con sus chaquetas de color escarlata, derechos como varas. Sus bandoleras estaban blanqueadas con creta lavada y sus mosquetes y pistolas brillaban. Tenían el pelo empolvado, como debían, y tenían las pecheras de piel muy ajustadas al cuello, tanto que casi les cortaban la circulación. A pesar de haberse desplegado toldos, los rayos del sol que llegaban del este, aunque éste aún no estaba muy alto, les daba de lleno en la espalda. No formaban un hermoso conjunto, pero, sin duda, sufrían. Jack, con el sable desenvainado y acompañado de Howard y Mowett, pasó por delante de ellos, a algunos de los cuales no conocía por su nombre, y todos miraban al frente con rostro inexpresivo.

Muy bien, señor Howard —dijo Jack—. Creo que puede ordenarles que rompan filas, se pongan sus chaquetas de dril y esperen en el castillo hasta que empiece la ceremonia religiosa.

Entonces recorrió el resto de la fragata con Mowett e inspeccionó cada brigada con el oficial encargado de ella. Esa parte de la ceremonia era distinta. Conocía a todos los marineros, y a muchos de ellos (a la mayoría) perfectamente bien. Conocía sus debilidades, sus virtudes, sus vicios y sus habilidades. Y ellos no estaban acostumbrados a mirar a lo lejos para que pareciera que no le trataban con familiaridad ni con insolencia, sino que mostraron su satisfacción cuando él pasaba por delante, sonriéndole y haciéndole una inclinación de cabeza, y Davis incluso se echó a reír. Además, todos sabían que un capitán que acababa de regresar a la fragata después de ser rescatado gracias a su buena suerte y a los extraordinarios esfuerzos de sus tripulantes, no podía encontrarles faltas. Por esa razón, la inspección fue puramente formal, y casi tan graciosa como una pantomima cuando el gato del contramaestre pasó por delante del capitán con la cola erguida.

Mucho más abajo, disfrutando del agradable fresco que entraba por la manguera de ventilación, Stephen estaba sentado junto a Martin, que ahora era su paciente. No estaban exactamente enfadados, pero ambos tenían espíritu de contradicción; además, el pastor estaba molesto debido a sus heridas y Stephen debido a que había pasado una noche horrible después de dos días agotadores.

Tal vez sea así —decía Stephen—, pero la mayoría de la gente asocia la Armada con la borrachera, la sodomía y los castigos brutales.

Estudié en un colegio privado en Inglaterra y allí también había los vicios que usted ha mencionado —dijo Martin—. Creo que en los lugares en que se reúne un gran número de hombres siempre los hay. Pero lo que es raro en la Armada y no he visto en ninguna otra parte es una gran cantidad de hombres de buena voluntad. Y no es necesario que diga que los marineros son valientes y altruistas. Nunca olvidaré a esos nobles compañeros de tripulación que me sacaron del
pahi
y me llevaron a la lancha…

Aunque Stephen estaba muy molesto esa mañana, no podía decir que no estuviese de acuerdo con él. Esperó a que Martin acabara y preguntó:

¿Se fijó usted en una joven esbelta y ancha de hombros con un arpón que parecía Atenea desnuda?

No —respondió Martin—. Sólo vi a unas cuantas mujeres malcaradas, salvajes y furiosas que son una vergüenza para su sexo.

Creo que han sido maltratadas, las pobres —dijo Stephen.

Quizá —dijo Martin—, pero que su resentimiento las haya llevado al punto de querer castrar a un hombre, como usted me ha contado, hace que me parezcan inhumanas y malvadas.

En cuestiones de sexo, no sé quién puede tirar la primera piedra. Para nosotros, si una mujer no puede encontrar marido, es como si no tuviera sexo, y se quedará sola, tanto si es apasionada como si no. Pero si trata de mostrar su pasión, se burlarán de ella. Y no hablemos de la tiranía masculina. En algunos lugares, según las leyes y las costumbres, la esposa y la hija de un hombre son simples bienes muebles, y el hombre usa la fuerza bruta contra ellas. Por otra parte, hay cientos de miles de jóvenes que se quedan estériles en todas las generaciones, y las mujeres estériles son más despreciadas que los eunucos. Le aseguro, Martin, que si yo fuera una mujer, iría por el mundo con una antorcha y un sable en las manos y castraría a todos los hombres que pudiera. En cuanto a las mujeres que estaban en el
pahi
, me asombra que sean tan moderadas.

Le habría asombrado más la fuerza de sus golpes.

Es una lástima que no puedan sentir el placer que produce el amor, que, según Tiresias, era diez veces, mejor dicho, treinta veces más intenso que el que sienten los hombres, aunque también sienten placer al ser madres o al cuidar del hogar.

Tiresias repite la idea de Homero: «Las mujeres decentes no sienten placer al realizar el acto sexual, sino que buscan…».

Tonterías.

Estoy de acuerdo con usted en que las interrupciones no son agradables, Maturin —dijo Martin.

Discúlpeme —dijo Stephen, acercando la oreja a la manguera de ventilación—. ¿A qué se debe ese griterío en la cubierta?

Seguramente habrán capturado el
pahi
. Ahora podrá poner en práctica sus teorías —añadió Martin, pero no en tono malhumorado.

Ambos escucharon atentamente, y de repente oyeron unos pasos rápidos que se acercaban. Padeen abrió la puerta y se quedó inmóvil, emitiendo sonidos inarticulados y señalando hacia atrás con el pulgar.

¿Es él? —preguntó Stephen.

Padeen sonrió, asintiendo con la cabeza, y le dio la chaqueta a Stephen. Entonces Stephen se la puso, se la abrochó y se puso de pie cuando entraron el capitán y el primer oficial.

Buenos días, doctor —dijo Jack—. ¿Cómo están sus pacientes?

Buenos días, señor —dijo Stephen—. Uno está un poco irritable, pero una pócima a mediodía le calmará. Los otros están bastante bien y esperan con ansia su pudín de pasas del domingo.

Me alegra mucho oír eso. Y creo que usted se alegrará de oír que hemos recogido otro barril de la
Norfolk
. Es un barril de carne de cerdo vacío y en la etiqueta dice que lo llenaron en Boston en diciembre del año pasado.

¿Eso quiere decir que estamos cerca de ella?

Tal vez podremos encontrarla dentro de una semana aproximadamente, pero estoy seguro de que estamos en la misma zona del océano.

Después de algunos comentarios sobre barriles, cómo se desplazaban y qué podían indicar, Martin dijo:

Creo que piensa leer un sermón de Dean Donne esta mañana. Le he dicho a Killick dónde podía encontrarlo.

Sí, señor, y se lo agradezco mucho. Lo encontró y lo leí, pero creo que sería mejor que lo pronunciara un hombre instruido, un auténtico pastor. Yo sólo leeré el Código Naval, que entiendo y que debo leer una vez al mes.

Y eso fue lo que hizo cuando todos terminaron de cantar
Old Hundredth
y Ward, que en ocasiones como esa ayudaba al pastor y al capitán, dio un paso al frente y cogió el Código Naval, que estaba debajo de la Biblia, y se lo entregó. Empezó a leer con voz fuerte y en tono amenazador (aunque con satisfacción): «Para regular y gobernar mejor los navíos, barcos de guerra y todas las embarcaciones que componen la escuadra de su majestad y, con la ayuda de Dios, garantizar la seguridad y la riqueza del reino al que pertenecen, su majestad ha dictado estas normas con ayuda de consejeros espirituales y morales que pertenecen al Parlamento…»

Sus palabras se oían por la manguera de ventilación en rachas, pues el aire bajaba por ella con más rapidez cuando la
Surprise
subía con las olas y más despacio cuando caía en el seno que éstas formaban. Los fragmentos del Código Naval se mezclaban con la conversación de Stephen y Martin, que ahora hablaban de un tema que no suscitaba polémicas, de las aves, sobre todo, de las fochas.

¿Ha visto alguna focha? —preguntó Stephen.

No he visto ninguna viva. Sólo la he visto en los libros y no he podido apreciarla bien.

¿Quiere que se la describa?

Sí, por favor.

«Todos los oficiales y los demás miembros de la Armada de su majestad que digan blasfemias y execraciones y se emborrachen o hagan actos que ofendan a Dios o sean contrarios a las buenas costumbres…»

Pero la hembra es mucho mayor y tiene un color más brillante y no cree que su único deber sea quedarse en el nido para empollar los huevos y alimentar a los polluelos. Una vez tuve suerte y pude ver dos desde la casa de un pescador, en un apartado rincón del condado de Mayo. Había varias alrededor, pero observé atentamente esa pareja porque estaba muy cerca de la casa.

«Si algún navío es capturado, nadie debe apoderarse de la ropa ni de ninguna otra cosa de los oficiales, los marineros o cualesquiera otras personas que se encuentren a bordo de él, ni golpearles ni maltratarles…»

La tarde que puso el último huevo…

Perdóneme —dijo Martin, poniendo su mano sobre la rodilla de Stephen—. ¿Cuántos puso?

Cuatro. Y tenían la misma forma que los de la agachadiza y un color parecido. Esa tarde se fue, y el pobre macho tuvo que empollar los huevos. Pensé que a ella le había pasado algo, pero no. fue así, pues la vi nadando en el mar y en un lago cercano y jugando con otras fochas hembras y machos. La reconocí por su cara y por la franja blanca que tenía en un lado del pecho. El pobre macho empolló los huevos, que estaban a menos de quince yardas de donde yo me encontraba, y los cubría de la lluvia con su cuerpo lo mejor que podía sin apenas separarse de ellos cinco minutos al día para comer. Cuando salieron los polluelos, lo pasó peor, porque, evidentemente, tenía que alimentarles uno a uno, y los cuatro chillaban todo el día. No era muy hábil para cuidar de ellos y se puso muy nervioso, adelgazó y se quedó casi calvo. Mientras tanto ella nadaba y jugaba con otras fochas gritando: «¡Plip, plip!», y no se preocupaba de hacer nada más. Me parece que esa ave sabe vivir su propia vida.

Pero usted, Maturin, que es un hombre casado, no puede aprobar el comportamiento de la focha.

Bueno —dijo Stephen, viendo la imagen de Diana bailando una cuadrilla—, tal vez ella exagera, pero eso, por decirlo así, ayuda a equilibrar la balanza, que está demasiado inclinada hacia un lado.

«A cualquier miembro de la escuadra que deliberadamente prenda fuego a la santabárbara de uno de sus navíos o a sus muebles, sus aparejos o cualquier otra cosa contenida en ellos, o a cualquier barco que no sea enemigo, pirata o rebelde, se le impondrá pena de muerte.»

Esas palabras sonaron con inusual intensidad al llegar por la manguera de ventilación, y, después de una solemne pausa, Martin preguntó:

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