¡Oh, oh! —exclamó Martin, acercándose el telescopio a su único ojo y enfocándolo cuidadosamente—. ¿Es posible…?
Una bandada de grandes aves volaban bajo y con rapidez en dirección a la fragata, pero al llegar a cien yardas de distancia del costado de estribor se cernieron en el aire y luego se sumergieron en el agua una tras otra como alcatraces, metiendo la cabeza hasta una considerable profundidad y haciendo saltar el agua por el aire. Luego volvieron a elevarse, volaron en círculo, se sumergieron de nuevo durante unos minutos y se fueron volando en dirección noreste con la misma rapidez con que habían venido.
Martin se relajó. Bajó el telescopio y miró sonriendo a Stephen.
He visto al alcatraz de cara azul —dijo, estrechándole la mano.
Mucho antes, los siete marineros que tocaban la campana habían ido a comer su comida con sabor a trementina, y media hora más tarde habían ido a comer los demás, con su habitual bullicio. En ese momento el tambor tocó
Hombres valientes
para avisar que se iba a servir la comida en la cámara de oficiales, y poco después un mensajero subió para decirles que los oficiales les esperaban.
Presente mis respetos al capitán Pullings —dijo Stephen—, y dígale que le ruego que me disculpe.
Martin dijo lo mismo y los dos siguieron contemplando el estéril islote.
No hay plantas ni hierba —dijo Stephen—. Ni siquiera cae una gota de agua del cielo. Creo que las aves de la izquierda son golondrinas de mar, pero en la roca más alta hay un alcatraz, amigo mío, un alcatraz marrón. El pobre está mudando las plumas, pero se nota que es un alcatraz marrón. Lo que se ve blanco es una capa de excrementos de las aves, por supuesto. En algunos lugares tiene una altura de varios pies y tiene un olor a amoniaco tan fuerte que al olerlo a uno se le hace un nudo en la garganta. Estuve allí una vez cuando los pájaros estaban en la época de cría, y apenas quedaba un palmo de terreno en que no hubiera huevos y las aves eran tan mansas que podía cogerlas.
¿Cree que el capitán se detendrá, aunque sólo sea media hora? —preguntó Martin—. Imagínese cuántos insectos debe de haber allí. ¿No podríamos decirle que…?
¡Pobre amigo mío! —exclamó Stephen—. Si hay una cosa menor que el interés de un oficial de marina por las aves es su interés por los insectos. Además, mire, las lanchas están recién pintadas. Yo pude ir porque el aire se había encalmado, mientras que ahora la fragata navega a cinco nudos. Fue un domingo y un amable oficial llamado James Nicolls me llevó hasta allí en una lancha.
Entonces pensó en aquel desdichado hombre, que probablemente no había hecho nada por evitar ahogarse en aquel islote que ahora estaba a una distancia de una milla por popa. Había reñido con su esposa y había intentado hacer las paces, pero no pudo. Stephen dejó de pensar en Nicolls y empezó a reflexionar sobre el matrimonio en general, que, en su opinión, era algo muy difícil. Había oído hablar de unas lagartijas del Cáucaso que se reproducían por partenogénesis, sin contacto sexual, sin complicaciones. Su nombre era
Lacerta saxícola
. Pensó en el matrimonio, en la tristeza y preocupaciones que ocasionaba y en la poca alegría que proporcionaba, y no le sorprendió oír a Martin decirle, en tono confidencial, que hacía mucho tiempo estuvo enamorado de la hija de un pastor, una joven con cuyo hermano solía recoger ejemplares de plantas cuando estaban en la universidad. Dijo que ella tenía una posición social más alta y que sus amigos le miraban a él con desprecio, pero que ahora, como tenía más dinero porque cobraba una paga de doscientas once libras y ocho peniques al año, pensaba pedirle que se casara con él. Añadió que, no obstante eso, había muchas cosas que le preocupaban, y que una de ellas era que a sus amigos no les parecía mucho dinero doscientas once libras y ocho peniques; otra era su apariencia, que estaría en su contra, sobre todo porque tenía un solo ojo, como seguramente Maturin había notado, y que otra era su dificultad para expresar por carta lo que sentía. Estaba acostumbrado a escribir, pero no era capaz de escribir una carta mejor que aquélla y quería que Maturin tuviera la amabilidad de echarle un vistazo y darle su opinión. El sol daba de lleno en la cofa del trinquete y el papel se curvó cuando Stephen lo tenía en las manos. A Stephen se le cayó el alma a los pies al ver que Martin, a pesar de ser un hombre simpático e instruido, parecía subirse en unos zancos, y extremadamente altos, cuando escribía, pues se expresaba con ambigüedad, sin gracia y usando a veces un lenguaje coloquial; y por todo eso producía una impresión falsa de sí mismo. Stephen le devolvió la carta y dijo:
El lenguaje es muy elegante y algunas figuras retóricas son muy hermosas. Estoy seguro de que la carta conmovería a cualquier dama, pero permítame decirle, querido Martin, que se equivoca al dirigirse a ella de este modo. Usted se disculpa desde el principio hasta el final, tiene una actitud humilde desde el principio hasta el final. Un escritor, de cuyo nombre no puedo acordarme, dijo que hasta la mujer más virtuosa desprecia a los hombres débiles, y, sin duda, los que no están seguros de sí mismos causan la misma impresión. Estoy convencido de que la mejor manera de hacer una proposición de matrimonio es la más corta. Una carta que diga: «Estimada señora: Le ruego que me haga el honor de casarse conmigo. Se despide de usted, señora, con gran respeto, su más humilde servidor». Así se va al grano. En una hoja separada uno puede añadir cuánto gana para que los amigos de la dama lo sepan, y expresar su deseo de hacer las capitulaciones matrimoniales como ellos estimen conveniente.
Tal vez —dijo Martin, doblando la carta—. Tal vez. Le agradezco mucho la sugerencia.
Sin embargo, no hacía falta tener mucha capacidad de observación para comprender que no estaba convencido y que prefería sus largas frases, sus símiles, sus metáforas y sus florituras. Había enseñado la carta a Maturin en parte para mostrar que le tenía confianza y le estimaba sinceramente, y en parte para que la juzgara y, si podía, añadiera algunas frases elegantes, pero, como la mayoría de las personas, no aceptaba ninguna opinión sobre lo que había escrito que no fuera favorable.
¡Qué voz más hermosa tiene el señor Hollom! —exclamó, volviendo la cabeza hacia la cubierta de modo que pudiera oírle mejor—. Es una bendición para cualquier coro.
Entonces ambos empezaron a hablar de la vida de los pastores y los cirujanos en los barcos y de la
Surprise
, y Martin dijo:
No se parece a ninguno de los barcos en los que he navegado. Nadie corre detrás de los tripulantes con un bastón de caña ni con un cabo con nudos, ni nadie les da patadas. Lo único que he oído han sido palabras duras. Y si no fuera por esos desafortunados tripulantes del
Defender
y sus peleas con los de la
Surprise
, casi no se aplicarían castigos, o al menos no serían tan atroces e inhumanos como los azotes. Es una embarcación muy diferente al navío donde yo estaba, donde colocaban enjaretados casi todos los días.
Así es —dijo Maturin—. Pero debe tener en cuenta que los tripulantes de la
Surprise
han navegado juntos durante años y que entre ellos no hay ningún marinero de agua dulce reclutado a la fuerza recientemente, sino que todos son marineros de barcos de guerra. Además, todos son excelentes marinos y están acostumbrados a trabajar juntos y no necesitan apremiarse unos a otros. Tampoco se pegan ni se insultan ni se amenazan, lo que ocurre en otros barcos en los que no hay armonía. Pero, desgraciadamente, la
Surprise
no es un barco típico de la Armada.
No —dijo Martin—. Sin embargo, incluso aquí se oyen a veces palabras ofensivas que me costaría tolerar si me las dirigieran a mí.
Seguramente se refiere a «¡Condenados conspiradores, malditos cerdos, hijos de puta!» —dijo Maturin.
En un momento en que había una gran actividad, Davis
El Torpe
y sus compañeros, eludiendo la vigilancia de los guardiamarinas, intentaron pasar una guindaleza hasta la popa para sujetar los andamios de los pintores, pero no de la manera en que les habían ordenado sino de acuerdo con su propio criterio, y un oficial dio ese grito en el alcázar cuando vio caer la botavara de un ala inferior.
Fueron palabras duras, sin duda —prosiguió Stephen—, pero ellos habrían tolerado otras más duras e incluso habrían sonreído moviendo a un lado y a otro la cabeza si las hubiera dicho el capitán Aubrey. Él es uno de los capitanes combativos más decididos, y ésa es la cualidad que los marineros aprecian más en él. Le apreciarían mucho aunque fuera un tirano cruel, vengativo y malvado, y no es ninguna de esas tres cosas.
¡Por supuesto que no! —exclamó Martin, inclinándose sobre el antepecho de la cofa para ver por última vez el islote, que ahora estaba muy lejos por popa y apenas se veía entre el aire que parecía vibrar por el calor—. Es un caballero y es afectuoso; sin embargo, su inflexibilidad… Va a recorrer cinco mil millas por el océano y no puede detenerse ni cinco minutos. Pero no crea que me quejo. Sería un ingrato si lo hiciera después de haber visto al alcatraz de cara azul, a seis alcatraces de cara azul. Me acuerdo perfectamente de que me dijo que para un naturalista la vida en la Armada era perder noventa y nueve oportunidades y tal vez aprovechar una. Sin embargo, el diablo me hace recordar que mañana tendremos que permanecer en facha por Dios sabe cuánto tiempo, para celebrar la ceremonia con que se festeja el paso del ecuador.
Fue una ceremonia excepcional. En primer lugar, porque se celebró casi en silencio debido a que era domingo, el día en que tenía lugar el servicio religioso; y en segundo, porque se celebró en una embarcación recién pintada y todos los marineros intentaban no mancharse su mejor ropa con la pintura fresca, especialmente la de la sobrecinta, que aún estaba medio húmeda, y la brea recién untada. Además, el señor Martin leyó un sermón extraordinariamente serio del deán Donney y el coro cantó algunos himnos y salmos extremadamente conmovedores. Aunque en el rol de la
Surprise
había inscritos marineros africanos, polacos, holandeses (un gran número de ellos), letones, malayos e incluso uno finlandés, la mayoría de los que figuraban en él eran ingleses y, por tanto, anglicanos, y el servicio religioso hizo que muchos recordaran Inglaterra. En general, después del servicio religioso todos permanecían serios incluso cuando comían el pudín de pasas del domingo y tomaban grog, y ese día, los pocos que eran volubles y empezaron a bromear fueron advertidos de que «debían procurar no manchar la pintura y mirar por dónde pasaban» por quienes tenían que limpiar todo lo que se manchara.
Los tripulantes de la
Surprise
habían cambiado de orientación el velacho y la fragata se había puesto en facha casi en el mismo ecuador. Entonces Neptuno subió a bordo y saludó al capitán, dijo algunas ocurrencias y les advirtió de que todos los que no habían pasado nunca el ecuador serían rapados si no pagaban cierta suma. Martin y algunos guardiamarinas la pagaron, pero los otros, todos antiguos tripulantes del
Defender
, fueron metidos en la tina para ser rapados. Pero Neptuno no pudo raparles bien, pues otros le gritaban constantemente: «¡Cuidado con la pintura, Joe!», y tampoco pudo decir obscenidades, como era habitual, porque era domingo y estaba en presencia de un pastor. La ceremonia terminó enseguida y nadie sufrió daños, pero fue una decepción. Pero lo que puso remedio a eso fue el concierto que se celebró esa noche, la primera que la fragata pasaba en el hemisferio sur. Todos los marineros cantaron a coro y Orrage, el cocinero, elevó su voz sobre las demás al cantar
Marineros británicos
: «Vengan, jóvenes, y oigan mi consejo: / Nunca dejen sus felices hogares para navegar por el furioso mar».
El señor Martin no había visto Canarias ni Cabo Verde ni el islote Saint Paul, y parecía que tampoco iba a ver el Nuevo Mundo. Cinco días más tarde, al amanecer, avistaron la oscura silueta del cabo San Roque, y la
Surprise
orzó para llegar a la ruta marítima por donde pasaban más barcos, donde la corriente y los vientos forzaban a los barcos procedentes de Norteamérica y las Antillas a acercarse a la costa al sur de Recife, frente al estuario del río Sao Francisco. Esa cercanía a la costa era una apreciación de los marinos, naturalmente, pues la tierra sólo se divisaba desde el tope del palo mayor y parecía una banda de forma irregular, como una nube. Jack tenía la intención de quedarse allí, acercar y alejar la fragata constantemente a la costa y situar la falúa a corta distancia en la parte más próxima a alta mar y la lancha al otro lado de ella para esperar a la
Norfolk
. Pocas horas después de llegar a ese lugar, salió el sol, y entonces pudo verse el
Amiable Catherine
, un mercante de Londres que había zarpado del río de la Plata y se dirigía a Inglaterra. El capitán del
Catherine
no tenía deseos de hablar con el de la
Surprise
, pues sabía que éste podría reclutar forzosamente a algunos de los mejores tripulantes, pero no tenía elección. Jack gozaba de una posición privilegiada, una embarcación mucho más rápida y diez veces más marineros para desplegar velas. El capitán del
Catherine
llegó a bordo con una expresión adusta y la documentación del mercante y se fue casi borracho y sonriente, pues Jack, por naturaleza y por cumplir las normas de cortesía, siempre trataba amablemente a los capitanes de mercantes. El capitán del
Catherine no
había visto la
Norfolk
ni ningún otro barco de guerra norteamericano, y tampoco había oído decir en Montevideo ni en Santa Catalina ni en Río de Janeiro ni en Bahía que hubiera alguno de ellos en los mares del sur. Dijo que se encargaría de echar en el correo las cartas procedentes de la
Surprise
y deseó a su capitán un feliz regreso.
Los capitanes de otros cuatro barcos que pasaron ese día dieron a Jack la misma información, y también el piloto del puerto, que fue a la fragata para preguntar si iban a entrar en el río Penedo. Cuando el piloto subió a bordo, todos los oficiales se sorprendieron al ver que daba un grito de alegría y abrazaba y besaba al señor Allen en las dos mejillas (el oficial de derrota había pasado un largo período en la casa del padre del piloto, en el puerto Penedo, para recuperarse de unas fiebres), y luego sintieron una gran satisfacción porque aseguró que si algún barco de guerra hubiera pasado por el cabo, él lo sabría. La ansiedad de Jack fue reemplazada por un gran alivio, pues aunque había tardado demasiado tiempo en llegar allí, había llegado antes que los norteamericanos.