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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

La cuarta K (45 page)

BOOK: La cuarta K
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—¿Por qué no incluye al presidente Kennedy en su programa? —le preguntó.

—No me dará esa oportunidad después de lo que le hicimos —contestó ella perdiendo de repente el buen humor.

—Las cosas no salieron bien —asintió Salentine—. Pero si no consigue a Kennedy, entonces, ¿por qué no pasar al otro lado de la verja? ¿Por qué no entrevistar al congresista Jintz y al senador Lambertino para que expliquen su versión de la historia?

—Astuto hijo de perra —le dijo ella sonriéndole—. Ellos perdieron. Son perdedores, y Kennedy los hará trizas en las elecciones. ¿Por qué voy a incluir a perdedores en mi programa? ¿Quién demonios quiere ver a perdedores en la televisión?

—Jintz me ha comentado que tienen información muy importante sobre la explosión de la bomba atómica, una información que quizá sea indicio de que la Administración metió la pata. Que no utilizaron adecuadamente los equipos de investigación nuclear que podrían haber localizado la bomba antes de que explotara. Eso es lo que podría decir en su programa. Conseguiría usted salir en los titulares de todo el mundo.

Cassandra Chutt lo miró atónita. Luego se echó a reír.-Oh, Cristo —exclamó—. Es algo terrible, pero inmediatamente después de que usted dijera eso la única pregunta que se me ocurrió que haría a esos perdedores sería: «¿Cree usted honradamente que el presidente de Estados Unidos es responsable de la muerte de diez mil personas, como consecuencia de la explosión de una bomba atómica en Nueva York?».

—Ésa es una muy buena pregunta —asintió Lawrence Salentine.

En el mes de junio, Audick viajó a Sherhaben en su avión privado, para discutir la reconstrucción de Dak con el sultán, quien le atendió regiamente. Hubo bailarinas, comida exquisita y un consorcio de financieros internacionales reunidos por el sultán, dispuestos a invertir su dinero en una nueva Dak. Bert Audick se pasó una semana maravillosa de duro trabajo, sacándoles de los bolsillos una «unidad» de cien millones de dólares aquí y otra allá, pero el verdadero dinero tendría que salir de su propia empresa petrolera y del sultán de Sherhaben.

La última noche antes de partir, él y el sultán se encontraron a solas en el palacio. Antes de que se iniciara la cena, el sultán despidió de la sala a todos los sirvientes y guardaespaldas.

—Creo que ahora deberíamos abordar el verdadero asunto que nos preocupa —le dijo a Bert Audick—. ¿Ha traído usted lo que le pedí?

—Quisiera que comprendiera usted una cosa —contestó Bert Audick—. No estoy actuando en contra de mi país. Sólo tengo que librarme de ese hijo de perra de Kennedy, o terminaré pudriéndome en la cárcel. Y estoy seguro de que va a investigar todos los pros y los contras de nuestros tratos en los últimos diez años. De modo que lo que hago, lo hago en buena medida por su propio interés.

—Lo entiendo —asintió el sultán con amabilidad—. Y no vamos a estar lejos de los acontecimientos que ocurrirán. ¿Se ha asegurado de que estos documentos no puedan implicarle de ninguna manera?

—Desde luego —asintió Bert Audick.

Entregó al sultán un maletín de cuero que tenía al lado. El sultán lo tomó y extrajo del interior una carpeta que contenía fotografías y diagramas. Observó el material con atención. Eran fotografías de los interiores de la Casa Blanca, y diagramas en los que se indicaban los puestos de control de las diferentes partes del edificio.-¿Están actualizados los datos? —preguntó el sultán.

—No —contestó Bert Audick—. Después de que Kennedy accediera al cargo, hace tres años, Christian Klee, el jefe del FBI y del servicio secreto, cambió muchas cosas. Añadió otro piso a la Casa Blanca, para residencia presidencial. Por lo que sé, ese cuarto piso es como una caja fuerte. Nadie conoce su disposición. Nunca se ha publicado nada al respecto y estoy convencido de que nunca lo dirán. Todo es secreto, excepto para los asesores y amigos íntimos del presidente.

—En tal caso, esto no sirve de gran cosa —dijo el sultán.

—Puedo ayudar con dinero —dijo Audick encogiéndose de hombros—. Necesitamos una acción rápida, preferiblemente antes de que Kennedy sea reelegido.

—A los «Cien» siempre les viene bien el dinero. Me ocuparé de hacérselo llegar. Pero debe comprender usted que esa gente actúa movida por su propia y verdadera fe. No son asesinos a sueldo. Así que tendrán que creer que el dinero procede de mí, como pequeño país oprimido. —Sonrió—. Después de la destrucción de Dak, creo que Sherhaben se merece ese calificativo.

—Ése es otro de los temas que he venido a discutir —dijo Bert Audick—. La destrucción de Dak significó para mi compañía una pérdida de cincuenta mil millones de dólares. Creo que deberíamos recomponer el acuerdo al que habíamos llegado sobre su petróleo. La última vez fue usted bastante duro.

El sultán se echó a reír, aunque de una forma amistosa.

—Señor Audick, las empresas petrolíferas estadounidenses y británicas se pasaron más de cincuenta años arrebatando su petróleo a los países árabes. Ustedes entregaron unos pocos centavos a los ignorantes jeques árabes y con ello ganaron miles de millones. Realmente, fue una vergüenza. Ahora sus compatriotas se indignan cuando pretendemos cobrar lo que vale el petróleo. Como si nosotros tuviéramos algo que decir acerca del precio de su equipo pesado y sus habilidades tecnológicas, que cobran tan caras. Pero ahora le ha llegado a usted el turno de pagar adecuadamente, e incluso de ser explotado, si es que quiere emplear esa expresión. Le ruego que no se ofenda, pero estaba pensando en pedirle que «dulcifique» nuestro acuerdo.

Se sonrieron el uno al otro, de una forma amistosa. Ambos reconocían en el otro a alguien de su misma clase; eran hombres dispuestos a negociar y que nunca dejaban pasar por alto una oportunidad para seguir una negociación.

—Supongo que el consumidor estadounidense tendrá que pagar la factura por haber elegido para el cargo a un presidente tan loco —dijo Audick—. Créame que aborrezco mucho hacerles eso.

—Pero lo hará —dijo el sultán—. Después de todo, es usted un hombre de negocios, no un político.

—Camino de convertirme en pájaro enjaulado —dijo Audick echándose a reír—, a menos que tenga suerte y Kennedy desaparezca. No quiero que me malinterprete. Haría cualquier cosa por mi país, pero no voy a permitir que los políticos me empujen por todas partes.

—Del mismo modo que yo no se lo permitiría a mi Parlamento —dijo el sultán con una sonrisa de asentimiento. Dio una palmada para llamar a los sirvientes y luego le dijo a Audick-: Y ahora, creo llegado el momento de divertirnos un rato. Ya está bien de estos sucios negocios de gobierno y poder. Disfrutemos de la vida mientras aún la conservemos.

No tardaron en hallarse sentados ante una sofisticada cena. Audick disfrutaba con la comida árabe y no era aprensivo. Los sesos y los glóbulos de los ojos de las ovejas eran para él como leche de madre. Mientras comían, le dijo al sultán:

—Si tiene usted a alguien en Estados Unidos, o en cualquier otra parte, que necesite un trabajo o alguna otra clase de ayuda, envíeme un mensaje. Y si necesita dinero para alguna causa que merezca la pena, puedo arreglar las cosas para efectuar una transferencia sin que se pueda averiguar su origen. Para mí es muy importante que podamos hacer algo con respecto a Kennedy.

—Le comprendo por completo —dijo el sultán—. Pero ahora, no sigamos hablando de negocios. Tengo un deber que cumplir como su anfitrión.

Annee, que se había ocultado con su familia en Sicilia, se vio sorprendida al ser convocada a una reunión con otros miembros compañeros de los «Cien».

Se reunió con ellos en Palermo. Eran dos hombres jóvenes a los que había conocido cuando todos ellos eran estudiantes universitarios en Roma. El mayor, que ahora contaba unos treinta años de edad, siempre le había gustado mucho. Era alto, aunque de espaldas encorvadas, y llevaba gafas de montura dorada. Había sido un estudiante brillante, y detestado por haber hecho una notable carrera como profesor de estudios etruscos. Era suave y amable en las relaciones personales. Su violencia política surgía de una mente que detestaba la ilógica crueldad de la sociedad capitalista. Se llamaba Giancarlo.

Al otro miembro de los «Cien» lo conocía por haber sido uno de los más ardientes izquierdistas de la universidad. Le gustaba demasiado hablar en voz alta y era un orador brillante que disfrutaba induciendo a las multitudes a la violencia, pero él era de hecho un inepto para la acción. Esa actitud suya había cambiado después de haber sido detenido y duramente interrogado por la policía especial antiterrorista. En otras palabras, pensó Annee, le habían sacado la mierda a patadas y lo habían enviado al hospital durante un mes. A partir de entonces, Sallu, pues ése era su nombre, empezó a hablar menos y actuar más. Finalmente, fue admitido como uno de los «Cristos de la Violencia», uno de los sagrados «Cien».

Tanto Giancarlo como Sallu vivían ahora en la clandestinidad, para eludir a la policía antiterrorista italiana. Y habían organizado esta reunión con mucha precaución. Habían convocado a Annee en la ciudad de Palermo, y le dieron instrucciones de que se dedicara a pasear y a visitar la ciudad hasta que alguien estableciera contacto con ella. Al segundo día de estancia allí, se encontró con una mujer llamada Livia en una
boutique
; y ésta la llevó a una reunión en un pequeño restaurante en el que ellos eran los únicos comensales. El restaurante había cerrado sus puertas al público, y era evidente que tanto el propietario como el único camarero formaban parte de la organización. Entonces Giancarlo y Sallu aparecieron, saliendo de la cocina. Giancarlo iba vestido de chef de cocina y en sus ojos había una chispa de diversión. Llevaba en las manos un enorme cuenco de espaguetis, cocinados con tinta de calamar troceado. Sallu, detrás de él, llevaba una cesta de madera con pan de semilla de sésamo y una botella de vino.

Annee, Livia, Giancarlo y Sallu se sentaron a almorzar. No se les podía ver desde la calle porque unas cortinas les protegían de las miradas de los transeúntes.Giancarlo sirvió los espaguetis del cuenco. El camarero les trajo ensalada, un plato de jamón dulce y un queso grumoso, blanco y negro.

—El hecho de que luchemos por un mundo mejor no quiere decir que tengamos que morirnos de hambre —dijo Giancarlo, sonriente y aparentemente cómodo.

—Ni morirnos de sed —dijo Sallu sirviendo el vino.

Al hacerlo, se le notaba nervioso. Las mujeres dejaron que les sirvieran, como una cuestión de protocolo revolucionario. No les divertía nada cumplir con el papel femenino estereotípico. Pero aquello las divirtió. Estaban allí para recibir órdenes de los hombres.

Mientras comían, Giancarlo dio por abierta la conferencia.

—Vosotras dos habéis sido muy astutas —dijo—. Al parecer, no se os ha relacionado con la operación de Semana Santa. Así pues, se ha decidido utilizaros para una nueva misión. Las dos estáis muy bien cualificadas. Tenéis la experiencia, pero, lo que es más importante aún, también la voluntad. Por eso se os ha llamado. Pero debo advertíroslo. Esto es bastante más peligroso que lo de Semana Santa.

—¿Tenemos que ofrecernos voluntarias antes de conocer los detalles? —preguntó Livia.

—Sí —contestó Sallu con brusquedad.

—Siempre nos hacéis pasar por esta rutina —dijo Annee con impaciencia—. ¿Creéis acaso que hemos venido aquí sólo a comer estos malditos espaguetis? Si venimos es porque nos presentamos voluntarias. Así que ya podéis continuar.

Giancarlo asintió con un gesto. Aquella reacción le gustó.

—Desde luego, desde luego. —Sin embargo, se tomó su tiempo. Comió y al cabo de un rato dijo contemplativamente-: Los espaguetis no están tan malos. —Todos se echaron a reír, e inmediatamente después añadió-: Esta vez la operación va dirigida contra el presidente de Estados Unidos. El señor Kennedy ha relacionado a nuestra organización con la explosión de la bomba atómica en su país. Su gobierno está organizando equipos de operaciones especiales para darnos caza en todo el mundo. Acabo de venir de una reunión en la que nuestros amigos de todo el mundo han decidido cooperar en esta operación.

—¿En Estados Unidos? —dijo Livia—. Eso es imposible para nosotras. ¿De dónde vamos a sacar el dinero, las redes de comunicación, cómo vamos a encontrar pisos francos y a reclutar personal? Y, sobre todo, ¿cómo conseguiremos la información necesaria? No disponemos de ninguna base en Estados Unidos.

—El dinero no es ningún problema —dijo Sallu—. Se nos han suministrado fondos. En cuanto al personal, será infiltrado y sólo tendrá un conocimiento limitado de nuestros planes.

—Livia, tú serás la primera en marcharte —dijo Giancarlo—. Disponemos de apoyo secreto en Estados Unidos. Se trata de gente muy poderosa. Te ayudarán a encontrar pisos francos y a crear redes de comunicación. Dispondrás de fondos en ciertos bancos. Y tú, Annee, irás más tarde, como jefa de operaciones. Así que tendrás que realizar la parte más delicada.

Annee sintió un delicioso escalofrío. Por fin iba a ser jefa operativa. Por fin sería alguien como Romeo y Yabril. La voz de Livia interrumpió sus pensamientos.

—¿Cuáles son nuestras posibilidades? —preguntó.

—Las tuyas son muy buenas, Livia —le contestó Sallu tranquilizadoramente—. Si nos descubren, te dejarán en libertad para intentar descubrir toda la operación. Pero para cuando Annee sea operativa, tú ya estarás de regreso en Italia.

—Eso es cierto —asintió Giancarlo mirando a Annee—. Tú, en cambio, correrás un mayor riesgo.

—Lo comprendo —dijo Annee.

—Yo también —dijo Livia—. Pero me refería a cuáles eran nuestras posibilidades de éxito.

—Muy pequeñas —le contestó Giancarlo—. Pero aunque fracasemos, habremos ganado. Habremos confirmado nuestra inocencia.

Se pasaron el resto de la tarde repasando todos los planes operativos, los códigos utilizables, los planes para el desarrollo de redes especiales.

Era ya de noche cuando terminaron y Annee hizo la pregunta que no se había planteado durante toda la reunión.

—Decidme, ¿cabe la posibilidad de que ésta sea una misión suicida en el peor de los casos?

Sallu inclinó la cabeza. Los ojos suaves de Giancarlo se posaron en los de Annee y luego asintió.

—Podría ser —afirmó—, pero eso será decisión tuya, no nuestra. Romeo y Yabril siguen con vida, y confiamos en liberarlos. Y prometo hacer lo mismo contigo si eres capturada.

El presidente Francis Kennedy dio instrucciones a Oddblood Gray para que contactara con el reverendo Foxworth, el líder negro más carismático e influyente del país. El voto negro podría ser crucial.

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