La cuarta K (54 page)

Read La cuarta K Online

Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: La cuarta K
2.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Eso ya lo hemos discutido muchas veces», pensó Christian Klee. Francis sólo deseaba que su respuesta quedara registrada en este momento, y específicamente ante el doctor Annaccone.

—No, no hay ninguna prueba clara —contestó Christian.

El doctor Annaccone se dedicaba a garabatear unas ecuaciones matemáticas sobre el bloc que tenía delante. Kennedy le dirigió una sonrisa amistosa.

—Doctor Annaccone, ¿qué piensa usted al respecto? Quizá pueda ayudarnos. Y, como una deferencia hacia mí, le ruego que deje de calcular los secretos del universo en ese bloc suyo. Ya ha descubierto suficientes cosas como para causarnos problemas.El doctor Annaccone se dio cuenta de que aquella observación era un rechazo, aunque disfrazado de cumplido.

—Sigo sin comprender por qué no firmó usted la orden para que se aplicara el procedimiento del escáner PVT antes de que explotara la bomba nuclear —dijo—. Los dos jóvenes ya habían sido detenidos y usted disponía de la autoridad necesaria, de acuerdo con la ley de Seguridad Atómica.

—Le recuerdo que nos encontrábamos en medio de lo que consideramos como una crisis mucho más importante —se apresuró a intervenir Christian—. Pensé que eso podía esperar otro día más. Gresse y Tibbot afirmaron ser inocentes, y nosotros sólo disponíamos de pruebas suficientes para detenerlos, pero no para acusarlos. Luego, el padre de Tibbot recibió consejos y nos encontramos con un puñado de abogados muy caros que nos han amenazado con crearnos muchos problemas. Así que pensamos que sería mejor esperar a que hubiera concluido la otra crisis, y quizá mientras tanto hubiéramos podido conseguir más pruebas.

—Christian —dijo la vicepresidenta Helen du Pray—, ¿tiene usted alguna idea de cómo se le aconsejó actuar al señor Tibbot?

—Estamos revisando todos los registros de la compañía telefónica en Boston para comprobar el origen de las llamadas recibidas por el señor Tibbot. Por el momento no hemos tenido suerte.

—Teniendo en cuenta todo su equipo tan complejo, ya debería haberlo descubierto —dijo Theodore Tappey, el jefe de la CÍA.

—Helen, nos ha desviado usted a una cuestión secundaria —dijo Kennedy—. Atengámonos a lo principal. Doctor Annaccone, permítame contestar su pregunta. Christian está tratando de encubrirme, lo que, desde luego, es su obligación como miembro de mi equipo personal. Pero fui yo quien tomó la decisión de no autorizar la aplicación de la prueba cerebral. Según parece, existe un cierto peligro de dañar el cerebro, y yo no quise arriesgarme a que sucediera eso. Los dos jóvenes lo negaron todo, y no había ninguna prueba de que esa bomba existiera, a excepción de la carta de advertencia. En realidad, nos encontramos aquí ante un ataque difamatorio lanzado por los medios de comunicación y apoyado por los miembros del Congreso. Quiero plantear una cuestión específica. ¿Eliminamos cualquier confabulación entre Yabril y los profesores Tibbot y Gresse utilizando la prueba cerebral PVT en todos ellos? ¿Resolvería eso el problema?

—Sí —contestó el doctor Annaccone con expresión crispada—. Pero ahora se encuentra usted en una circunstancia diferente. Estaría utilizando el interrogatorio médico para reunir pruebas que utilizar en un juicio criminal, no para descubrir dónde se oculta un ingenio nuclear. La ley de Seguridad Atómica no autoriza el empleo del escáner PVT bajo esas circunstancias.

El presidente Kennedy le dirigía una sonrisa fría.

—Doctor, como usted sabe, admiro mucho su trabajo científico, pero en realidad no posee usted conocimientos suficientes de derecho.

—Kennedy pareció ponerse rígido, erguirse un poco más antes de añadir-: Escúcheme cuidadosamente. Ahora quiero que Gresse y Tibbot sean sometidos a la prueba cerebral. Y, lo que es más importante, quiero que se someta también a Yabril. Las preguntas que se les harán son las siguientes: «¿Hubo una conspiración? ¿La explosión de la bomba atómica formaba parte del plan de Yabril?». Si las respuestas son positivas, las implicaciones son enormes. Es posible que esa conspiración aún continúe y pueda afectar a algo mucho más amplio que la ciudad de Nueva York. Otros miembros del grupo terrorista de los «Cien» podrían colocar otros ingenios nucleares. ¿Comprende usted ahora?

—Señor presidente —dijo el doctor Annaccone—, ¿cree usted realmente en esa posibilidad?

—Tenemos que eliminar toda posible duda —contestó Kennedy—. Decidiré que las investigaciones médicas del cerebro se justifiquen con la ley de Seguridad Atómica.

—Se producirá un gran jaleo —dijo Arthur Wix—. Dirán que es como practicar una lobotomía.

—¿No es eso lo que estamos haciendo? —replicó secamente Eugene Dazzy.

De repente, el doctor Annaccone se sintió tan encolerizado como podría permitírselo cualquiera en presencia del presidente de Estados Unidos.

—No es una lobotomía —dijo—. Es un escáner del cerebro practicado con intervención química. El paciente continúa siendo exactamente el mismo una vez terminado el interrogatorio.

—A menos que se produzca algún pequeño problema —dijo Dazzy.

—Señor presidente —dijo Matthew Gladyce, el secretario de Prensa—, el resultado de la prueba indicará qué tipo de publicidad daremos a la prensa. Debemos ser muy cuidadosos. Si la prueba demuestra que había una conspiración que relaciona a Yabril, Gresse y Tibbot, nuestra posición habrá quedado justificada. Si la prueba demuestra que no hubo confabulación, nos limitaremos a hacer una declaración en ese sentido, sin mencionar la prueba.

—No podemos hacer eso, Matthew —dijo el presidente con suavidad—. Habrá un registro por escrito de que yo he firmado la orden. Sin duda alguna, nuestros oponentes lo descubrirán en el futuro, y entonces se produciría un problema terrible.

—No tenemos por qué mentir —insistió Matthew Gladyce—. Simplemente, no lo mencionemos.

—Pasemos a otro punto —dijo Kennedy, cortándolo.

Eugene Dazzy leyó el memorándum que tenía ante sí.

—El Congreso quiere convocar a Christian para que se presente ante uno de sus comités de investigación. El senador Lambertino y el congresista Jintz pretenden echársele encima. Afirman que el fiscal general Christian Klee es la clave de toda iniciativa extraña que se haya realizado, y ésa es la idea que han transmitido a los medios de comunicación.

—Invoco el privilegio ejecutivo —dijo Kennedy—. Como presidente, le ordeno que no comparezca ante ningún comité del Congreso.

El doctor Annaccone, aburrido con aquellas discusiones políticas, dijo burlón:

—Christian, ¿por qué no se presenta usted voluntario para nuestro escáner PVT? Así podrá demostrar su inocencia de modo irrevocable. Y confirmar la moralidad del procedimiento.

—Doctor —replicó Christian—, no estoy interesado en demostrar mi inocencia, como usted dice. La inocencia es esa jodida cosa que su ciencia nunca será capaz de establecer. Y tampoco me interesa la moralidad de la prueba cerebral que determinará la veracidad de otro ser humano. Aquí no estamos discutiendo ni de inocencia ni de moral. Discutimos sobre el empleo del poder para mejorar el funcionamiento de la sociedad, otro aspecto en el que su ciencia resulta totalmente inútil. Tal y como me ha dicho con tanta frecuencia, no se meta en algo en lo que no es un experto. Así que jódase.

Era muy raro que en estas reuniones hubiera alguien que expresara sus emociones de una forma tan desatada. Y mucho más raro que se utilizara un lenguaje tan vulgar cuando estaba la vicepresi-denta Helen du Pray. No es que ella fuera una mujer remilgada. En cualquier caso, a los presentes en la sala de gabinete les sorprendió el arranque de Christian Klee.

El doctor Annaccone se vio pillado por sorpresa. Sólo había hecho un comentario jocoso. Le gustaba Christian Klee, como le sucedía a la mayoría de la gente. Era un hombre civilizado y parecía más inteligente que la mayoría de los abogados. A pesar de ser un gran científico, el doctor Annaccone se enorgullecía de su serena comprensión de todo lo existente en el universo. Ahora sufrió la lamentable y mezquina vulnerabilidad humana de ver heridos sus sentimientos. Así que, sin pensárselo dos veces, dijo:

—Antes estaba usted en la CÍA, señor Klee. En el edificio del cuartel general de la CÍA hay una placa de mármol que dice: «Conoce la verdad, y la verdad te hará libre».

Christian, sin embargo, había recuperado con rapidez su buen humor.

—No fui yo quien escribió eso. Y dudo que sea cierto.

El doctor Annaccone también se recuperó. Había empezado a analizar. ¿Por qué una respuesta tan furiosa a una pregunta planteada en tono burlón? ¿Acaso el fiscal general, el funcionario más importante del sistema judicial, tenía algo que ocultar? Le habría encantado someterle a la prueba.

Francis Kennedy había observado este intercambio de frases con mirada grave y extrañada. Ahora intervino, hablando con suavidad:

—Zed, cuando haya perfeccionado la prueba del detector cerebral de mentiras, de modo que pueda aplicarse sin efectos secundarios, puede que tengamos que enterrarla. En este país no existe ningún político que pueda vivir con eso.

—Todas estas cuestiones son irrelevantes —dijo el doctor Annaccone—. El proceso ya ha sido descubierto. La ciencia ha iniciado su exploración del cerebro humano. Ese proceso ya no podrá detenerse nunca, como se demostró con los luditas que intentaron detener la Revolución Industrial. No se pudo poner fuera de la ley el uso de la pólvora, como muy bien aprendieron los japoneses cuando prohibieron las armas de fuego durante cientos de años, y se vieron arrollados por el mundo occidental. Una vez que se descubrió el átomo, ya no se pudo impedir la fabricación de la bomba. La prueba del detector cerebral de mentiras está aquí, y aquí se quedará. Eso es algo que les puedo asegurar a todos.

—Viola la Constitución —dijo Christian Klee.

—Es posible que tengamos que cambiar la Constitución —dijo el presidente con brusquedad.

—Si los medios de comunicación escucharan esta conversación podrían hacernos salir corriendo de la ciudad —dijo Matthew Gladyce con una expresión de horror en el rostro.

—Su trabajo consiste en decirle al público lo que hemos dicho, utilizando un lenguaje apropiado —le dijo el presidente Kennedy—, y en el momento adecuado. Recuérdelo siempre. El pueblo de Estados Unidos decidirá. De acuerdo con la Constitución. Y ahora creo que la respuesta a todos nuestros problemas consiste en montar un contraataque. Christian, agilice la acusación contra Bert Audick. Se acusará a su compañía de conspiración criminal en connivencia con Sherhaben para defraudar al pueblo de Estados Unidos, creando ilegalmente escasez de petróleo para aumentar los precios. Eso es lo primero. —Luego se volvió hacia Oddblood Gray—. Encargúese de refregarle la nariz al Congreso, con la noticia de que la Comisión Federal de Comunicaciones denegará la renovación de las licencias de las grandes cadenas de televisión cuando les venza el plazo que tienen concedido. Y hágales saber también que las nuevas leyes que se promulgarán se encargarán de controlar esos acuerdos de pasillo en Wall Street y entre los grandes bancos. Les daremos algo de lo que preocuparse, Otto.

Helen du Pray sabía que tenía todo el derecho a mostrarse en desacuerdo en las reuniones privadas, aun cuando como vicepresidenta tenía la obligación de mostrarse públicamente de acuerdo con el presidente. Sin embargo, vaciló antes de decir cautelosamente:

—¿No cree usted que nos estamos creando demasiados enemigos al mismo tiempo? ¿No sería mejor esperar hasta que hayamos sido elegidos para un segundo mandato? Si consiguiéramos un Congreso que simpatizara más con nuestra política, ¿por qué luchar contra el Congreso actual? ¿Por qué poner en contra nuestra todos los intereses empresariales, de una forma innecesaria, cuando no tenemos una posición de fuerza?

—Porque no podemos esperar —contestó Kennedy—. Van a atacarnos hagamos lo que hagamos. Van a seguir intentando impedir mireelección, y la de mi Congreso, y no importa lo conciliadores que seamos ahora. Al atacarlos, les haremos reconsiderar su posición. No podemos permitir que sigan adelante como si no tuvieran nada de qué preocuparse en el mundo. —Todos permanecieron en silencio. Finalmente, Kennedy se levantó y dijo-: Pueden ustedes trabajar en los detalles y preparar los memorándums necesarios.

Fue entonces cuando Matthew Gladyce habló de la campaña de los medios de comunicación, inspirada por el Congreso, para atacar al presidente Kennedy sobre la base de los muchos hombres y el mucho dinero que se empleaba y se gastaba para proteger al presidente.

—Todo el impulso de su campaña —dijo Gladyce— tiende a presentarle como una especie de César, y a su servicio secreto como una especie de guardia palaciega imperial. Al público le parece excesivo que se utilicen diez mil hombres y se gasten cien millones de dólares para proteger sólo a un hombre, aunque sea el presidente de Estados Unidos. Desde el punto de vista de las relaciones públicas, produce una imagen débil.

Todos permanecieron en silencio. El recuerdo de los dos tíos asesinados de Francis Kennedy hacía que éste fuera un tema particularmente delicado. Como todos ellos estaban tan cerca de Kennedy, también eran conscientes de que el presidente se preocupaba un poco por su integridad. Por eso se vieron sorprendidos cuando Francis Kennedy se volvió hacia el fiscal general y dijo:

—En ese caso creo que nuestros críticos tienen razón. Christian, sé que le garanticé el veto acerca de cualquier cambio en la protección, pero ¿y si anunciamos que recortaremos a la mitad la división del servicio secreto en la Casa Blanca? Y, en consecuencia, también la mitad del presupuesto. Me gustaría que no utilizara su veto en esto.

—Quizá me haya excedido un poco, señor presidente —contestó Christian con una sonrisa—. Yo no utilizaría un veto que usted siempre puede vetar.

Todos se echaron a reír. Pero Matthew Gladyce pareció sentirse un tanto preocupado por esta victoria aparentemente tan fácil.

—Señor fiscal general, no puede usted decir que hará una cosa así y luego no hacerla. El Congreso revisará nuestro presupuesto y nuestras cifras —dijo.-Está bien —asintió Christian—. Pero cuando transmita el comunicado de prensa asegúrese de remarcar que se ha hecho en contra de mi voluntad y destaque que ha sido el presidente el que se ha inclinado ante las presiones del Congreso.

—Les doy las gracias a todos —dijo Kennedy—. Doctor Annaccone, concédame treinta minutos a solas en la sala Amarilla. Dazzy, al servicio secreto no se le permitirá entrar en esa sala, como tampoco a ninguna otra persona.

Other books

The Golden Slipper by Anna Katharine Green
Cemetery Club by J. G. Faherty
November Sky by Marleen Reichenberg
Shame by Karin Alvtegen
Naughty Little Secret by Shelley Bradley
Duncton Stone by William Horwood